Grimassierendes Aktselbstbildnis, Egon Schiele, 1910

Sorprende que Hermann Ungar no sea más conocido.

Sorprende que su literatura, a la altura de Kafka, Broch, Joseph Roth o Musil, no comparta con estos el panteón judío o austrohúngaro.

Y digo “sorprende” porque después de leer Los mutilados, publicada por primera vez en 1923, ocho años antes de Los sonámbulos o diecinueve antes de El hombre sin atributos, uno no puede hacer otra cosa que quedarse boquiabierto.

Los mutilados no es sólo un catálogo de perversiones sexuales, como se ha cacareado reductoramente, sino, una de las novelas más políticas de todo el siglo XX. Casi al mismo nivel de los dibujos de Grosz o de películas como Nosferatu de Murnau o M, el vampiro de Düsseldorf, de Lang.

Su trama, resumiéndola de manera perversa, sería la siguiente:

Franz Polzer se alquila en una casa.

Franz Polzer se alquila en una casa y es violado noche tras noche por la dueña de esa casa.

Franz Polzer se alquila en una casa y además de ser violado noche tras noche por la dueña de la casa es violado simbólicamente por su mejor amigo y el enfermero de este.

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Franz Polzer se desmaya.

¿No podríamos decir que en ese desmayo y en esas violaciones se esconde todo lo político, todo lo ideológico que alguien como Ungar, quien había sido herido en la Primera Guerra Mundial y más tarde escalaría hasta ser embajador checoeslovaco en Berlín, nos quería hacer ver?

Sin dudas, Los mutilados es uno de los desmontajes más feroces que se han hecho de la posguerra europea, uno de sus “documentos”. Por ella, como ya mencionamos, no sólo deambula el amigo de infancia de Polzer, un inválido sardónico y rico que había perdido sus piernas en la contienda bélica y para colmo es asistido por un enfermero gordo que antes había sido carnicero y ahora vive obsesionado con Dios. También una viuda con una rayita blanca en el pelo que se monta encima de Polzer todas las noches en lo que este (un hombre que no puede decir no) mira para otro lado y aguanta el vómito. Banqueros caricaturescos que vigilan la vida privada de Polzer y se ríen en sus narices. La mujer del inválido…

En fin, toda una galería de “hombrecitos” que tendrían como signo de identidad no sólo su psicopatología, esa que los convierte de plano en personajes desagradables y casi ridículos, sino el de haber sobrevivido a todo, a sí mismos incluso.

Para esto, Ungar hace lo mejor que se puede hacer con la política en literatura: no mencionarla. Y esto lo digo entre comillas, ya que a pesar de que en toda la novela no se habla sino de pasada del trauma bélico (Fanta, el inválido, había perdido precisamente sus piernas allí), todos los personajes están directamente relacionados con ella. O lo que es lo mismo, con eso que vendría después, esa suerte de cinismo, desencanto, angustia, desespero que, como ya sabemos, se apoderaría de lo que con más ironía que acierto se llamaba la clase media alemana (o austriaca o morava) y terminaría echando paletadas en los hornos de Auschwitz. Entre otras cosas, para “redimir” aquella primera frustración, aquella “primera muerte del símbolo”.

¿No es precisamente la política, decía Freud, el arte de saber sacar todo el horror que en sí, y no a mucha profundidad, contiene en sus adentros el ser humano: homo hominis lupus?

Ungar (Moravia, 1893 – Praga, 1929), quien además de Los mutilados escribió otra gran novela, La clase, atravesada también por otro gran “macho omega”, en este caso por Blau, monstruico que al igual que Polzer es incapaz de revelarse y cuyo único fin es –parece ser– enseñarle a sus alumnos a respetar el orden despótico de la época, apenas fue alabado en vida y aún continúa siendo uno de nuestros grandes desconocidos, a pesar de que su literatura contiene más de un punto de contacto con Walser, Weiss, Kafka o Werfel.

Ojalá se reediten pronto sus obras (son pocas, ya que murió a los treinta y seis años de apendicitis en un hospital de Praga). Ojalá, repito. Descubriremos con asombro cuánto tiene de cómico e ideológico ese hipocondríaco de Hermann Ungar…

Cuánto de actual.

Posdata: La obra de Ungar fue prohibida en República Checa después de la invasión soviética de 1968. A pesar de que después del cambio el error ha sido “subsanado”, su obra (y no sólo en Praga et al.), continúa siendo poco conocida, y por ende poco estudiada. Como me dijo alguien en una taberna: “Ungar es un fantasma.” Y tenía razón. Lo es. Siempre lo fue.

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