Detalle de cubierta ‘Une désolation’ (Gallimard, 2016) de Yasmina Reza

Son conocidas las objeciones de Cioran contra la novela: en un famoso ensayo incluido en La tentación de existir, el escritor rumano desarrolló una demolición sistemática de esa forma narrativa que no hubiera desagradado a Jorge Luis Borges.[1] Pero la historia literaria es la ironía en marcha y el más ilustre meteco de la literatura francesa se ha convertido, para algunos narradores contemporáneos, en una influencia ineludible. Quizá el mejor ejemplo de tan inesperada confluencia sea Una desolación, de la novelista y dramaturga parisina Yasmina Reza.

Este excéntrico relato es, supongo, lo más cercano a aquello que Cioran habría podido escribir si hubiese vencido su esencial repugnancia por todos los artificios retóricos y procedimientos inherentes a la narrativa. La estructura del texto es engañosamente simple: un largo monólogo que el narrador, viejo y aquejado de lucidez terminal, desarrolla en una interminable carta a su hijo joven, despreocupado y optimista (aunque esto último es bastante cuestionable). A primera vista podría pensarse que es simplemente otra de tantas novelas epistolares[2] francesas pero en realidad se trata de algo muy diferente: una inversión irónica de la Carta al padre de Kafka, en la que podemos escuchar una voz no menos angustiada que la del checo pero también mucho más cínica y carente de autocompasión.

En efecto, es aquí el padre, un pequeño misántropo que odia más o menos todo,[3] quien examina “el desencuentro permanente, la incomunicación y el perpetuo malentendido”[4] que existen entre ellos y concluye que… toda la culpa es del hijo. Ahora bien, el narrador no es demasiado confiable: podemos conjeturar, por su tono (farsesco, esperpéntico, casi delirante) y por algunos comentarios de otros personajes,[5] que la desconfianza no es mutua (el hijo parece más bien profesar por el padre una benévola indiferencia) y que las causas de la misantropía son en gran medida imaginarias.

Quizá, como en el texto de Kafka, lo que el narrador necesita es la idea de haber sido ofendido (por más o menos todo el mundo) para poner en marcha su maquinaria retórica y dar rienda suelta a su inigualable mordacidad. En efecto, muy pronto el epistológrafo abandona cualquier pretensión de objetividad y socava, con sus incesantes exageraciones, la verosimilitud de su relato: no se trata simplemente de una desolación sino de una auténtica farsa de la desolación: un libro irreverente y sardónico, el monólogo de un fracasado brillante que convierte el escarnio en su única defensa contra las erosiones del hastío.[6]

Para empezar, este escéptico de setenta y tres años, manifiesta su profundo desprecio por los que llama “militantes de la felicidad” (es decir, no la gente espontáneamente feliz sino los que predican “el deber de ser felices”). Así, lamenta que su hijo, su mujer y la mayor parte de sus conocidos nieguen “el costado trágico de la existencia”.[7] Para él, este se expresa ante todo por medio de las enfermedades que lo aquejan (“las miserias del cuerpo”) y lo que llama una “desesperación emancipada del tiempo”. Semejante definición parece sugerir a un tipo anclado en una especie de presente perpetuo, atenazado por un hastío que desconoce la noción misma de límite: esa acedia pertinaz, ese taedium vitae que los decadentes franceses decimonónicos llamaban “el mal del siglo” y que no fue desconocido por algunos grandes escritores del XX. Esto significa la abolición inmediata de todo entusiasmo (aunque no exactamente, como ya veremos) y la percepción, con una intensidad apenas soportable y muy cercana al Eclesiastés, de la vanidad esencial de los esfuerzos humanos. Desde esta excéntrica perspectiva, el narrador se burla de la filosofía, la ciencia, el arte, la teología y… todo lo demás, sin excluir, por cierto, la literatura.

¿Significa esto acaso que el sentido último del texto (si es que existe algo así) consiste en la exposición de un pesimismo sin paliativos? En absoluto. Hay al menos dos argumentos de peso contra semejante interpretación: el primero es la pasión del narrador por la música clásica: aunque detesta las artes plásticas[8] y dice aburrirse con la literatura y el cine, ha encontrado en la obra de Bach lo más cercano a una religión: “¿Conoce usted El arte de la fuga? Contrapunctus 13 ¡la fuga decimotercera!… escuchada y cantada una vida entera, inexplicablemente escuchada y cantada una vida entera, esté apagado o contento, derrotado o erguido, inexplicablemente portadora de alegría”. Es aquí precisamente, en la abrumadora intensidad de la experiencia estética, donde el nihilismo alcanza su límite y, podría decirse, su refutación: “Lionel me citó el otro día una frase grandiosa de Enesco sobre Bach. El alma de mi alma. A Lionel, a quien siempre le han gustado tanto los libros como la música le digo: ¿Puedes citar un solo texto que haya sido el alma de tu alma? No, las palabras no llegan hasta ahí. Y el alma no lee”. Aunque evidentemente esta es otra de tantas exageraciones, no puede negarse que el desencantado narrador aún es capaz de emocionarse. Y no sólo con la música. Pues, si miramos con atención, comprendemos que hay una contradicción evidente entre las cosas que dice y la manera en que las dice o, si se quiere, una tensión entre el contenido aparente de su monólogo y el tono utilizado. En otras palabras: tenemos aquí a un tipo supuestamente desolado, atenazado por la melancolía y un pesimismo paralizante cuyas palabras, sin embargo, no resultan deprimentes sino todo lo contrario: el tono consigue mantener en todo momento una admirable ligereza, una alegría paradójica que impide suscitar en el lector ese aburrimiento que el narrador teme por encima de todo: el entusiasmo con que vitupera suprime el hastío, sus proezas retóricas denotan una rabiosa vitalidad y su proclamado nihilismo es sólo un efecto de superficie que apenas consigue ocultar, como en el caso de Cioran, “una sed de vida casi mórbida”.

Así, combinando un refinado dispositivo narrativo que socava incesantemente su propia verosimilitud con la casi inagotable complejidad del pensamiento cioranesco, Yasmina Reza ha escrito una pequeña obra maestra, uno de los libros más interesantes en la literatura francesa contemporánea.


Notas:

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[1] Borges, junto a Cioran y Valéry, forma en el siglo XX la “trinidad impía” de grandes escritores que manifestaron un profundo escepticismo por el valor estético de la novela.

[2] La novela epistolar es un género que durante mucho tiempo gozó de gran prestigio y que cuenta con al menos una obra maestra: Las amistades peligrosas.

[3] Y a todos: franceses, norteamericanos, portugueses, ingleses, africanos, escritores, dentistas, veterinarios, deportistas, actores, banqueros, empresarios: el tipo es un verdadero equal opportunity hater.

[4] Para utilizar las palabras empleadas por cierto escritor argentino en su ensayo sobre la Carta al padre.

[5] Quienes, como era de esperar, son implacablemente ridiculizados.

[6] Parafraseando a William Hazlitt, podría decirse que urde invectivas ingeniosas para aumentar su capacidad intelectual y se burla de la gente para prevenir el tedio.

[7] Aquí hay una alusión directa a Cioran: en una de sus últimas entrevistas reconocía haber escrito la tesis de doctorado en filosofía sobre Bergson pero agregaba que muy pronto perdió el interés en este autor al comprender que no reconocía “el costado trágico de la existencia”. Esta frase y muchas otras parecen haber sido tomadas (con algunas modificaciones elementales) de las conocidas Conversaciones (recopilación de casi todas sus entrevistas): la autora ha construido el monólogo del narrador como un vasto tejido de citas cioranescas. Esto no debe asombrarnos demasiado: ya en Respiración artificial, Piglia (que supuestamente desdeñaba al escritor rumano) había atribuido al personaje de Tardewski opiniones y anécdotas que pueden encontrarse en las Conversaciones (ostensiblemente, la historia del amigo lúcido y fracasado del pensador polaco).

[8] “Tu hermana, que quiere cultivarme, me ha preguntado si había ido al museo Picasso. Le he respondido que no sólo no he ido nunca al museo Picasso sino que jamás iría al museo Picasso. Suscita demasiado entusiasmo, le digo. Detesto el entusiasmo de las masas por la belleza.”

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