Por IBRAHIM HERNÁNDEZ ORAMASI
No sin un punto de hastío, como quien profana por diversión tumbas olvidadas, hurgo en viejas antologías de poesía cubana con un propósito definido. Comienzo por Mapa imaginario…, de Rolando Sánchez Mejías: su despliegue algo aparatoso de un manual de instrucciones de lectura, en tono y nomenclatura que recuerdan el folleto prospectivo de uno de esos juegos de estrategia de dominación global. Arcádicos, poetas con inquietudes gregarias y, en la cúspide del deslinde –certeza de que la gracia asiste–, unos pocos vanguardistas inmersos en la así llamada experiencia de la escritura. Una selección, después de todo, bastante atinada, pese a que parece que algunos figuran solo para acentuar el contraste. Un alijo de dinamita en nuestro campo cultural, que deja, a la distancia, cierto regusto a ingenuidad. Anoto: ni rastro de la poesía de Gerardo Fernández Fe.

Ahora, Las palabras son islas, de Jorge Luis Arcos, su pretensión de totalidad: de un golpe todo lo representativo de nuestro siglo veinte poético, lo atendible, sistematizaciones y consultas académicas, nombres establecidos y otros que hoy ya son anécdota. Poetas infames o de ocasión –Guillermo Rodríguez Rivera, Ruth Behar…– cohabitando en cuadro apretado con los clásicos y los notables. Anotar de nuevo: ni rastro de la poesía de Gerardo Fernández Fe.

Prosigo revisando sin mucha convicción ese brote silvestre de antologías finiseculares en la poesía cubana: para algunas es como si, en camioneta y altavoces, se atravesara la geografía de la isla pidiendo por poetas; para otras, mejores o peores retratos de grupo cierran filas hacia una incierta y relativa trascendencia. Y mientras medito en el curioso fenómeno de la reproducción asistida de antologías diversas, la anotación sedimenta su forma: «en todo el corpus, la poesía de Gerardo Fernández Fe brilla, como se dice, por su ausencia».

Y cabe la sospecha de que ausencia tan minuciosa sea, más allá de la ignorancia o la indiferencia con que supuestamente han premiado sus contemporáneos la poesía de Gerardo Fernández Fe, parte de una decisión conscientemente meditada. Me pregunto entonces si se podría seguir el rastro de migajas que desemboca en el silencio del poeta –lo que, desde Sor Juana o Rimbaud, puede entenderse tanto gesto político que efecto de las circunstancias–; si hay algo más allá que solo torpeza, abulia o prurito de exiliado ante las redes de socialización que configuraron el panorama civil de la poesía cubana de los noventa (si a Fernández Fe le faltó impostura o simplemente tiempo para llenar el cupo de asistencias requeridas a la Azotea de Reina). Si el hecho de que el Premio David, que le otorgara en 1995 a Las palabras pedestres un eximio jurado, terminara por anunciarse compartido con otros dos o tres libros a todas luces inferiores (más allá de la novedad de dispositivo con que sacudía la modorra cubensis el Retrato de A. Hooper y su esposa de Carlos Alberto Aguilera), debe leerse a la manera de una concesión extendida a un no figurante o, por el contrario, de un desaire a las calidades del cuaderno.

Y, por último, me pregunto si, en la certeza de que, como nos dice Ricardo Piglia, la crítica es una de las formas modernas de la autobiografía, debemos tomarnos como accidentes significativos, como expresas declaraciones de poética, los sendos trabajos que Fernández Fe dedicara a la poesía de Roberto Friol y Virgilio Piñera.

«Roberto Friol o la torpeza del frater taciturnus«, publicado en La Gaceta de Cuba en 1998, especifica y esclarece, como ningún otro texto antes –descontando una reseña de Fina García Marruz y un prólogo de Cintio Vitier que analizaban al poeta en clave teleológica–, el locus de una de las poéticas secretas más importantes al centro de nuestra tradición. Un poeta, Roberto Friol, excluido por sus contemporáneos de cuanta entelequia de representatividad generacional proyectaron (entre ellas, la más sonada, en la programada y tristemente célebre antología Generación de los cincuenta), e incluso de su propia condición de poeta.

La lectura de Fernández Fe acerca de la poética de Friol –de la misma forma que lo hacía la idea del «artista en guerra declarada con su medio» que busca refugio en las ficciones idealizadas de un pasado, para el ensayo de Friol «Rubén Darío en su página»– obtiene su reflejo en el exégeta. El ensayista cree percibir en Friol, además de la ausencia de la marca del nosotros tan común en sus contemporáneos, una constancia y enquistamiento contra la «mecánica delirante de lo diurno»; donde, de modo elocuente, esta imagen de lo diurno que el poeta rechaza se equipara –además de a las de Historia y política– a la noción de vida pública.

Luego, en «Una belleza siniestra y fría» (Notas al Total, Bokeh, 2015), se nos habla de cómo, la recepción de sus contemporáneos mediante –estrictamente las lecturas de Gastón Baquero y sobre todo de Cintio Vitier–, experimenta la poesía de Virgilio Piñera un «proceso de rarefacción al que el poeta no era totalmente ajeno». Asimismo, no sería muy descabellado asociar al escritor Fernández Fe ese epíteto de poeta ocasional en que, según su lectura, se escuda Piñera, ante «la tanta solemnidad de la poesía cubana de todos los tiempos», para pergeñar en silencio los pocos poemas de toda una vida. Si Piñera responde a la norma arcádica y sedienta de absolutos del origenismo asumiendo la poesía como elemento marginal en su obra, y aparentemente despreocupándose de su ordenamiento y publicación, me parece lícito interpretar la opción al silencio a la que, sin otra evidencia, se ha abocado el estro de Fernández Fe, como una reacción también al panorama civil de la poesía cubana de los noventa y, todavía más, una respuesta a lo que terminaría por fijarse como retórica del vacío y la experimentación frívola en la vanguardia de esos años con la que, en cierto sentido, la médula de su poética comulgaba.

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Cotejar ausencias: Piñera era excluido de lo cubano sub Cintio; a Friol la generación de los cincuenta y su antología de marras le discutían la condición de poeta; Fernández Fe no era tenido en cuenta (ni siquiera dentro de otras dependencias) en la antología Mapa imaginario, a través de la cual, como ya veíamos, la vanguardia de Diáspora(s) emitía su lectura, jerarquizada en torno a ellos mismos, del campo poético cubano de esos años.

II
En algún momento he creído ver en los textos de Las palabras pedestres solamente el desvío hacia un determinado fraseo narrativo y sentencioso («Un ahogado es más que la sinuosidad de un cuerpo que escasea» o «Marchar sobre un puente romano es marchar sobre lo eterno»), la apertura hacia una perversidad que se siente más sostenida y auténtica («entro a la iglesia vacía como a los senos de esa niña que nunca he poseído» o el tono general de «Caserío de Jigüe» o el extraordinario «Tautología y performance«), de todo el desmembramiento de las formas y los modos tradicionales que, para lo que a la tradición poética cubana se refiere, Diásporas(s) trajo consigo: una especie de puesta en coherencia de la así llamada por Rolando Sánchez Mejías, cualquier cosa que esto pueda significar, «experiencia del lenguaje».

La especificidad de su yo-poético se emplazaba entonces como una escritura de la vanguardia despojada de la retórica à la mode –ratas, sanatorios, sonidos de gong, fórmulas matemáticas…– y los excesos visuales de la vanguardia: el compañero de ruta que se ha terminado librando de los vicios de la camada. Ninguna frase me parecía tan buena, para describir lo que suponía su poesía en el entramado de esos años, como la que él mismo había elegido para describir a Baudelaire y que, no hay que ser muy suspicaz para advertirlo, encerraba un guiño a su propia obra en relación con el contexto: «una pulsión narrativa, de recuento de lo más inmediato, lo más pedestre, a unos cuantos años de distancia de las elegías consentidas que los románticos habían hecho suyas».

Sin más, sus posturas de defensa de la experimentación en el debate intelectual del momento resultaban muy claras. En un lejano texto publicado en Diáspora(s), con el pretexto de la reseña de Las comidas profundas, Fernández Fe replicaba a las críticas de Antonio José Ponte sobre la repetición y el vacío de la retórica Diáspora(s): «como mismo ciertos «espectáculos sacadores de quicio» de la «máquina vanguardista» –coincido en parte, aunque prefiero ser menos categórico– pueden abrirnos paso a «las tierras bárbaras del desinterés y el aburrimiento», la literatura cosmética nos abismará en las melosas tierras del jardín –o de Jardín».

Pero, lo que en la cita anterior apuntaba a una oposición irreconciliable entre dos zonas de influencia al interior de la poesía cubana de los noventa –una que se adjudicaba como estandarte el radicalismo vanguardista, la «experimentación» con las formas y el lenguaje; y otra que, para decirlo rápido y mal con las palabras de un vanguardista, se asumía heredera de nuestro linaje romántico, arcádico, de recuperación del mito de origen–, en los poemas de Fernández Fe parecía resolverse en la apuesta por un equilibrio.

Poesía de viajes a la provincia a través de rutas alternativas, de trasiego de un comercio subterráneo, un comercio de estado de guerra en tiempo de paz, de mercado negro e intercambio ilícito con la palabra (tablero de palabras y giros resaltados en cursivas para indicar cómo el habla cristaliza en algo más), Las palabras pedestres es franqueado además por un relato que, aunque se siente latir a lo largo del cuaderno, en contadas ocasiones salta a la superficie: peripecia de viajes interprovinciales en el Tren de Hershey, que se constituye objeto de una transfiguración de segundo grado, de un ocultamiento en la teorización y el percutir del fraseo.

Para mi gusto, la poesía de Gerardo Fernández Fe se define en esa tensión entre lo que, por una parte, Enrique Saínz ha llamado para la poesía de Alessandra Molina «un modo singular de lo anecdótico que se convierte en ontología» y, por la otra, la pulsión vanguardista de ruptura de las formas y los modos tradicionales; entre esa refinada percepción del suceso que encontramos en Ponte y la misma Alessandra Molina (lo que Saínz ha identificado como una «experimentación que ninguna experimentación puede alcanzar a no ser que, equivocadamente, cifremos toda la importancia de la poesía en su lenguaje, en el acto mismo de la ruptura del idioma»); y la necesidad de descolocación del material, de, parafraseando al propio Fernández Fe, cascar el lenguaje poético que la Doxa ha instituido. Eso sí, en el caso de Fernández Fe, la especie de la anécdota, como veíamos, ha quedado encubierta bajo la pretensión de musicalidad y el habla especulativa, se constituye relato en fuga que, con el mismo impulso que pugna por mostrarse, a la vez se diluye.

Es este el lugar solitario («a place for the genuine») que la poesía de Gerardo Fernández Fe se ha labrado para sí, y que puede explicar, si se quiere, tanto su misteriosa fuerza como las posibles causas de su opción al silencio. Y es en este desdecirse, en el no tomar partido por ninguna tendencia, donde creo se cifra también en parte la indiferencia de sus contemporáneos.

III
En The Hatred of Poetry, Ben Lerner relata la historia de Caedmon, el más antiguo poeta inglés que se conozca, a quien, en un sueño, Dios le ordenó cantar el principio de la creación y, para su sorpresa, esplendentes versos laudatorios salieron de su boca. Luego del sueño, Caedmon despertó como el poeta que sería, pero los versos que refirió en la vigilia nunca llegaron a ser tan buenos como los revelados en la visita de Dios. Lerner cree advertir en esta historia la metáfora misma de la condición poética («the poem is always a record of a failure»). La tensión insoluble entre “el poema virtual”, lo que nace del impulso trascendente de ir más allá de lo finito y lo histórico, y el “poema real”, lo que ha quedado comprometido en la representación por la finitud de sus propios términos. Es esta tensión la que define el desprecio mismo («a perfect contempt») como condición de posibilidad de la poesía, lo que hace que la poesía en tanto arte, lo sea de la imposibilidad.

Yo me veo tentado a creer que esa marca de imposibilidad de la que habla Lerner ha sido el registro último de la poesía de Fernández Fe –la crudeza de los poemas que se han agrupado bajo el rótulo «Tibisial (1995-2001)» parecen dar fe de ello–. Y creo además que ese impulso civil de exclusión del que hemos hablado tiene un correlato en la vía a la extinción de su poética: tanto en el plano civil como estrictamente en el de la escritura esa autoexclusión debe interpretarse como un gesto de desprecio. La especificidad de su poética se desprende de la imposibilidad de alcanzar ese equilibrio entre distintos modos de hacer. Ese equilibrio pretendido en el plano de la virtualidad devendrá siempre simulacro en el plano de la realización. La poesía de Gerardo Fernández Fe entraña el registro de un fracaso. Mientras tanto, en el trayecto hacia ese fracaso, ha quedado dispuesto, como no podía ser de otra forma, un lugar para lo genuino.

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