Theodore Roethke
Theodore Roethke

Si como afirma Leopardi en sus cuadernos, la poesía más grandiosa es aquella que expresa el vacío con tal intensidad que “nos vuelve sensibles a la Nada”, pocos escritores se acercan tanto a lo sublime como el norteamericano Theodore Roethke.

Aunque la biografía de los poetas resulte en última instancia irrelevante, resulta difícil pasarla por alto en el caso de Roethke: sin entrar en detalles, digamos simplemente que ninguna catástrofe le fue ahorrada. Claro, el sufrimiento carece de propiedades mágicas y no convierte necesariamente a alguien en un gran escritor (a menudo ni siquiera en uno mediocre), pero en algunos casos consigue transmutarse en textos donde la experiencia de la desesperación, “del límite más extremo” (Thomas Bernhard, uno que sabía de lo que hablaba) se muestra con severidad y pureza. En este sentido, no puedo pensar en muchos autores, en verso o en prosa, que vayan tan lejos como Roethke, uno de los muy contados escritores norteamericanos que podría suscribir sin sonrojarse el inquietante verso de cierto nihilista español: “Y le diré: he tenido comercio con la Nada.”

En una hora oscura

En una hora oscura el ojo comienza a ver,
Encuentro a mi sombra en la penumbra que se intensifica,
Escucho mi eco en el bosque resonante–
Un señor de la naturaleza sollozando junto a un árbol.
Vivo entre la garza y el reyezuelo,
Bestias de la colina y serpientes de la guarida.
¿Qué es la locura sino nobleza del alma
Enfrentada a las circunstancias? ¡Las llamas devoran el día!
Conozco la pureza de la desesperación pura,
Mi sombra clavada a un muro que suda.
Ese lugar entre las rocas –¿es acaso una cueva
O un sinuoso camino? Es el borde lo que tengo.

¡Una constante tormenta de correspondencias!
Una noche que fluye con los pájaros, una luna harapienta,
¡Y en pleno día la medianoche llega de nuevo!
Un hombre va lejos para averiguar lo que él es–
La muerte del Yo en una larga noche sin lágrimas,
Todas las formas naturales irradiando luz antinatural.

Oscura, oscura mi luz y más oscuro mi deseo.
Mi alma, como alguna mosca veraniega enloquecida por el calor,
Sigue zumbando en el umbral. ¿Qué Yo es el mío?
Un hombre caído, asciendo para salir de mi miedo.
La mente entra en sí misma y Dios entra en la mente,
Y uno es el Uno, libre en el viento que desgarra.

Canción macabra sobre la epidermis

Descortés es aquel que aborrece
El aspecto de sus ropajes carnales,
El efímero tejido cosido sobre el hueso,
La vestidura del esqueleto,
La prenda que no es pelaje ni pelo,
El manto de la maldad y la desesperación,
El velo largamente profanado
Por caricias del ojo y de la mano.
Soy sin embargo tan indecoroso,
Que odio mi vestimenta de piel,
La salvaje obscenidad de la sangre,
Los harapos de mi anatomía,
Y con gusto prescindiría,
De los falsos accesorios del sentido,
Para dormir sin pudor:
Un muy carnal fantasma
De intenso color carne.

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