Philip Roth
Philip Roth

La visita al maestro representa el inicio de lo que podríamos llamar la gran fase de la narrativa de Philip Roth: tras la publicación de textos experimentales más o menos fallidos como El pecho y La gran novela americana, resultaba evidente cierto agotamiento de la forma y la necesidad perentoria de una renovación si “el maestro de Newark”[1] pretendía mantenerse entre los mejores escritores norteamericanos. La visita al maestro es la contundente réplica de Roth a este desafío, una extraordinaria novela de formación que epitomiza lo mejor de su obra.

En efecto, todos los rasgos que definen las ficciones más poderosas de Roth se articulan con maestría en la urdimbre del relato: el contrapunto de la ficción y la realidad empírica, los inevitables conflictos entre el escritor judío y su familia,[2] el corrosivo y muy peculiar humor judío,[3] la creación de personajes absolutamente singulares y una incomparable ebriedad narrativa, una feliz omnipotencia verbal que justifica con creces el célebre proverbio de William Blake: “La exuberancia es belleza.” Pero ante todo se trata de una variante muy particular del Bildungsroman (que probablemente habría escandalizado al bueno de Goethe): la novela de formación judía, una especie de Portrait of the Artist as a Young Jew.

Así, en el inicio del libro, Nathan Zuckerman (sin duda el más logrado de los personajes de Roth y protagonista de sus mejores novelas) se dirige a la mansión rural de E. I. Lonoff, un misterioso escritor judío que odia los cenáculos literarios y se dedica a su arte con apasionada intensidad, parapetado en una de las zonas más hermosas y aisladas de Nueva Inglaterra. Para Zuckerman, obsesionado con la idea de encontrar un mentor literario, Lonoff representa el artista supremo, el hombre que una y otra vez consigue alcanzar en sus cuentos el extremado rigor que caracteriza la auténtica literatura, el incomparable “maestro del matiz y del escrúpulo”.[4] Por supuesto, el viaje es un elemento central en muchas novelas de aprendizaje: en el de La visita al maestro lo que está en juego es la autoconciencia de Nathan como artista: las conversaciones con Lonoff (y los elogios que este le prodiga) serán decisivas en su carrera de escritor. En realidad, lo que Zuckerman intenta alcanzar con su peregrinación a lo profundo de Nueva Inglaterra no es simplemente la confirmación de su “talento”, sino responder una pregunta fundamental: ¿es preciso ser un asceta como Lonoff para forjar una obra absolutamente original[5] o se trata acaso de un camino engañoso que ciertamente conduce a la grandeza estética pero también a la desesperación existencial?

Es importante señalar que ya dos años antes de este viaje iniciático Zuckerman había conocido a Félix Abravanel, un escritor que representaba todo lo que Lonoff aborrecía: el barroquismo desenfrenado del estilo (esas novelas interminables y amorfas que Henry James solía condenar) y el desenfreno en todos los aspectos de su vida. Es probable que, estableciendo el contraste entre Lonoff y Abravanel,[6] Roth pretenda sugerir la oposición radical, la lucha de poéticas entre dos de los escritores judíos más importantes de la época: Bernard Malamud y Norman Mailer. En cualquier caso, al inicio de su “visita al maestro”, Zuckerman ni siquiera se plantea que pueda existir esta disyuntiva y se encuentra más que dispuesto a sacrificar cualquier satisfacción mundana si eso le garantiza escribir una obra como la de Lonoff. Sin embargo, a medida que avanza la narración se vuelve evidente que el supuesto idilio rural del “primer escritor ruso de Norteamérica”[7] está más cerca del infierno doméstico de Tolstoi que de la apacible y silenciosa mansión en la que Chéjov escribió sus mejores relatos. Así, la mujer de Lonoff, desesperada tras treinta y cinco años de matrimonio con este fanático de la forma, se decide finalmente a enfrentarlo cuando sospecha que el escritor tiene una relación con la bella y talentosa Amy Bellete, una judía que llegó a Estados Unidos huyendo de la persecución nazi. En medio de este melodrama, el asombrado Zuckerman intenta marcharse, pero, ante la insistencia de Lonoff, acepta pasar la noche en el estudio.

Más tarde, mientras explora la vasta biblioteca, lee una enigmática frase de Henry James que Lonoff ha anotado en su cuaderno de trabajo: “Trabajamos en la oscuridad: hacemos lo que podemos; damos lo que tenemos. Nuestra duda es nuestra pasión, y nuestra pasión es nuestra tarea. El resto es la locura del arte.” ¿La locura del arte?: Zuckerman no parece entender a qué se refiere James con su punzante apotegma (“yo le habría atribuido locura a cualquier cosa antes que al arte. El arte era la cordura misma”), pero es evidente que Roth despliega aquí su feroz ironía pues lo que el relato parece insinuar es, precisamente, que hay pocas cosas más demenciales que pasar los días “dándole vueltas a las frases”, aunque se trate, como es natural, de un delirio singularmente benévolo. Este comentario metaficcional (la frase en cuestión pertenece al cuento Los años intermedios, de la etapa final de Henry James) resulta capital para una adecuada intelección de la novela y demuestra que uno de los objetivos de Roth en esta “biografía imaginaria”[8] es reflexionar sobre el destino de esos “artistas totales” que intentan seguir al pie de la letra el conocido precepto de Flaubert: lleva una vida tranquila, burguesa y ordenada, para que puedas ser absolutamente audaz en tu arte”. Esto es lo que Lonoff ha intentado durante toda su carrera, pero como Zuckerman comprenderá antes de partir al día siguiente, nada garantiza que se trate de la elección acertada: en última instancia, a la pregunta sobre cómo elegir entre la exuberancia de Abravanel y el heroico ascetismo de Lonoff, Roth no ofrece ninguna respuesta definitiva: en este Bildungsroman judío sólo proliferan los enigmas y todo está impregnado, como en los mejores relatos de Henry James, de una minuciosa y fascinante ambigüedad.

Notas:

[1] Apelativo probablemente acuñado por The New Yorker en una reseña de Zuckerman encadenado de 1985.

[2] Y los conflictos del escritor judío con casi todo el mundo: los otros miembros de la comunidad judía, los críticos literarios moralizantes, diversos antisemitas, etc.: las tribulaciones de Zuckerman no parecen terminar nunca.

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[3] Que en ocasiones parece una mezcla de Kafka, los Relatos de Odessa de Isaac Babel y los momentos más delirantes de Seinfeld.

[4] Así llamó George Steiner a  Henry James en uno de sus ensayos.

[5] La contención y austeridad de la vida como necesario reflejo de las mismas cualidades en la obra.

[6] Claro, se trata de una contraposición demasiado tajante, que sólo funciona dentro del sistema simbólico erigido por el relato.

[7] Así llama Zuckerman a Lonoff en varias ocasiones, aludiendo a la atmósfera casi chejoviana de muchos de sus cuentos.

[8] Pues muchos literalistas han interpretado La visita al maestro como una especie de roman-à-clef, ingenua falacia que Roth ha rebatido de forma contundente en una entrevista: “La visita al maestro no tiene ninguna relación significativa con mi «vida real». Lamento decepcionarlo pero, en cuanto a mi autobiografía, no puede imaginarse lo aburrida que sería. Mi autobiografía consistiría casi por completo en capítulos en los que aparecería sentado a solas en una habitación ante una máquina de escribir. La falta de acontecimientos de mi autobiografía haría que El innombrable de Beckett se leyera como una obra de Dickens.”

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