Samuel Beckett asiste a un ensayo de ‘Esperando a Godot’ en París, Roger Pic, 1961

La aventura de Esperando a Godot es bastante singular: concebida como de vanguardia, esta obra de Samuel Beckett alcanza hoy la audiencia de una pieza de teatro ligero.

Las otras obras de éxito no han corrido la misma suerte: Anouilh o Marcel Aymé han encontrado de inmediato su público, que crece más o menos a merced de las circunstancias, pero permanece perfectamente homogéneo, siempre procedente de la misma clase social.

Godot ha viajado más. Es una de las raras obras de teatro actual que ha tenido todo un itinerario social. Al principio, los críticos la habían enérgicamente fijado en su condición de obra de vanguardia: sólo a ese precio, decían, podría ser salvada; luego, hecho sorprendente, Godot no se conformó con su público natural de intelectuales y de esnobs ilustrados; no, continuó su camino, atravesado por públicos cada vez más amplios, cada vez más alejados de ese hermetismo en el que la crítica biempensante, guardiana de la pureza de los géneros, pretendía confinarla: Godot llegó al gran público parisino, al extranjero, a las provincias, incluso a la provincia que sube a París para ver habitualmente teatro ligero: hoy parece que Godot atañe al público de los billetes Timy y al de las asociaciones de teatro popular.

Todo esto, en números, demuestra que desde hace un año y medio Godot ha sido puesta en escena alrededor de cuatrocientas veces y ha sido vista por cerca de cien mil espectadores. Sociológicamente, Godot ya no es una obra de vanguardia.

¿Lo es su naturaleza y su espíritu? No, la obra en sí también ha cambiado, ha sido profundamente recreada por sus públicos sucesivos, y el que hoy podemos ver en los Martes del Teatro Babilonia es un Godot bastante renovado. Renovado pero para nada desfigurado, que no reniega de ninguna de sus primeras virtudes.

Primero, la pieza se ha vuelto cómica. Tras su creación, muy pocos críticos habían desarrollado este carácter. Más bien se hablaba de gracia triste o muequera. Hoy Godot provoca la risa a cara descubierta. Los actores se han ido guiando por las reacciones de los espectadores, han podido establecer sólidamente los puntos de risa; actúan sociable, actúan directo, sin pudor desplazado por la intención. El calor de las risas, su regularidad, su plenitud, de acuerdo con las muy claras intenciones del espectáculo, todo lo que la ampliación del público le ha aportado a la obra, vuelve demasiado insignificantes las profecías críticas de los inicios. Miles de hombres han tomado a Godot en sus manos, le han eliminado su película intelectualista (a decir verdad fijada sobre todo por la crítica), y cualesquiera que hayan sido sus respectivas intenciones, todas han terminado unificadas por un acto colectivo: la risa.

Más tarde, esta promoción de lo cómico ha provocado –lo que en el fondo es natural– una promoción de lo lírico. Godot ha ganado en claridad y en intensidad. Ha alcanzado ahora ese estado de evidencia en el que es preciso que el teatro sea, si no declamado, al menos proclamado, lanzado al público como un lenguaje solemne (lo que no impide que sea familiar). Observemos el final: un final atrevidamente filosófico, que sin trampas incita al espectador al desgarramiento del conocimiento: “¡Cuándo! ¡Cuándo! Un día, ¿no le basta?, un día como los demás, se volvió mudo, un día me volví ciego, un día nos volveremos sordos, nacimos un día, un día moriremos, el mismo día, el mismo instante, ¿no le basta eso? Dan a luz a caballo sobre una tumba, el día brilla por un instante, y luego, otra vez la noche.” El mismo tono del monólogo de Shakespeare, y los actores lo saben: han sentido que el público cada vez más amplio reclama una meditación cada vez más abierta. Godot se ha ensanchado, se ha fortificado; Godot se ha hecho adulto.

¿Qué ha quedado de su raza original tras el ensanchamiento progresivo de la obra? Todo. Godot no ha perdido nada de su rigor intelectual, de su poder de irrisión. Como en los primeros días, es una pieza sin complacencias, que no adula a ninguno de sus públicos; los adivina, los sigue, los ayuda, pero queda lo que ella es en esencia: una obra dura.

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El secreto de tanta constancia aliada a tanta disponibilidad es un gran secreto del teatro; un lenguaje literal sin dobles y sin complicidad. Siempre preocupada por contentarse, desde el inicio la crítica se esforzó en develar las claves de la obra: Pozzo es el capitalismo, Godot es Dios, etcétera. ¿Y después qué? Todas estas alegorías conforman un orden teológico que no es el del teatro. El teatro es un acto inmediato: sólo cuenta lo que es dicho y visto en la espesura misma del acto: el resto es materia para diarios íntimos. El lenguaje de Godot deja en la puerta del teatro toda alegoría; es un lenguaje suficiente, perfectamente pleno, de manera que no le ofrece ni un mínimo espacio a la glosa simbólica. La filosofía de Godot es expuesta en la obra misma cuando Beckett lo desea; se expresa en palabras reales, para mostrarse no necesita de la perspicacia de los críticos y del espectador hablador. Todo lo que debe ser dicho es dicho, y punto, es todo. Beckett no es Maeterlinck.

Pienso que el nuevo público de Godot sólo escucha un lenguaje, y tiene razón. Pues lo notable en Godot, como en Adamov y en lonesco, es precisamente que no produce más que un lenguaje. Creo que aquí se produce una especie de literalidad, plena y dura, que puede recordar a la del cine. El gran público sigue a Godot en la medida en que es un público dirigido a la exterioridad misma del lenguaje cinematográfico, apto para captar la movilidad de la superficie de ese lenguaje y para hallar en él una plenitud inmediata y suficiente.

El ensanchamiento de Godot de hecho se ha producido en mayor parte hacia un público de jóvenes, naturalmente inclinado a comprender de golpe la esencia de la expresión moderna. En fin, Godot se ha ampliado porque llevaba consigo las propiedades específicas de su tiempo.

 

“Godot adulto” fue publicado en France-Observateur el 10 de junio de 1954. Esta traducción apareció originalmente en el número 45 de la revista Unión, 2002, que incluyó un dosier dedicado a Barthes con cartas, fotos, artículos y ensayos del autor de El grado cero de la escritura.

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