‘The Big Sweep’, Francesco Bongiorni, 2014

“Quiero provocar, deslumbrar, obsesionar al lector con mi propia obsesión. Este es un libro obsesivo, sobre hombres obsesivos, sobre una época obsesiva.” Esta frase de James Ellroy sobre Seis de los grandes (segundo volumen de su monumental Trilogía americana) define con exactitud los rasgos esenciales de toda su obra y podría aplicarse, sin cambiar una palabra, a Perfidia, su última novela: un viaje demencial, frenético y alucinante al auténtico “corazón de las tinieblas” de la pesadilla americana.

La trama se despliega entre el 6 y el 29 de diciembre de 1941, es decir, entre la víspera del ataque japonés a Pearl Harbor y el inicio de las detenciones masivas de ciudadanos norteamericanos de origen japonés y su internamiento en improvisados campos de concentración. En estos veintitrés días el tiempo parece desquiciarse, los peores instintos se desbocan y la histeria masiva se apodera de una nación[1] que parece haber perdido todo freno ante la llegada de la guerra. Así, partiendo del asesinato de una familia japonesa (un caso de laberíntica complejidad con ramificaciones que parecen extenderse en todas las direcciones posibles), Ellroy se sumerge en el vertiginoso torbellino de corrupción, intrigas y conspiraciones que son la estructura profunda de L. A. en diciembre del 41.

Una vez más, como lo ha hecho siempre (al menos desde El gran desierto, publicado en 1988), “el perro rabioso de las letras norteamericanas” recurre a la perspectiva múltiple, ese procedimiento caleidoscópico que destruye la omnisciencia narrativa e intensifica la incertidumbre del lector sobre los acontecimientos relatados. Aquí la trama se articula a través de la visión, fragmentada y muy poco confiable, de cuatro personajes fundamentales: Hideo Ashida, patólogo forense genial y atormentado (“ese japo de inteligencia asombrosa”), al servicio del departamento de policía de Los Ángeles; Kay Lake, mujer fatal arquetípica, dotada también de una inteligencia poco común, ávida de peligro y emociones; William Parker, capitán de la división de tráfico, católico fervoroso devastado por el alcohol y la conciencia del pecado que aspira a ser el próximo jefe de la policía de Los Ángeles; y, por último (pero ciertamente no menos importante), el monstruoso sargento Dudley Smith: maligno, brillante y despiadado, un personaje de sombrío esplendor que sólo puede compararse al Juez Holden de Meridiano de sangre, esa otra novela de violencia apocalíptica. Los cuatro se esfuerzan por resolver el misterio de la muerte de los japoneses por motivos absolutamente egoístas, pero el peor de todos, naturalmente, es Dudley: en su caso está claro que el conocimiento es siempre un correlato de su descomunal voluntad de poder: simplemente otro instrumento que le permita, en virtud de su inmutable naturaleza, imperar sobre aquellos a los que supera en poder (y hay muy pocos a los que no supere).

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James Ellroy

Llegado este punto es lícito preguntarse qué convierte Perfidia en un libro que trasciende cualquier intento de clasificación formularia (thriller, novela negra, etc.) La respuesta, más allá de la capacidad de Ellroy para crear personajes memorables, estriba en tres elementos: el minucioso diseño, ejecutado con una precisión casi maníaca, de la estructura narrativa; la ambición de acceder a una representación totalizadora del submundo criminal y vicioso de L. A. y, finalmente, lo que podríamos llamar el fundamento teológico de la visión de Ellroy.

En cuanto a lo primero, para nadie es una sorpresa que este escritor es un obseso de la forma: ya en Sangre vagabunda parecía haber alcanzado la mayor complejidad posible en el uso de las técnicas narrativas (como mismo Seis de los grandes anunciaba quizás un límite a sus proezas estilísticas), pero lo que consigue en Perfidia es simplemente abrumador: no conozco ningún otro libro del género (y, en rigor de verdad, no muchos fuera de este) donde los procedimientos alcancen una densidad semejante y resulten, al mismo tiempo, absolutamente pertinentes: no hay rastros de vanidad o ensimismamiento en el desmesurado artefacto narrativo forjado por Ellroy,[2] sino una rotunda pertinencia, la adecuación definitiva entre el mundo que el novelista pretende expresar y los medios que utiliza para lograrlo.[3]

Así, Ellroy se convierte en el tipo que lo sabe todo y lo dice todo sobre el submundo de L. A. entre el 6 y el 29 de diciembre de 1941, como un Joyce de los bajos fondos que explora los límites del lenguaje y que pretende forjar, recuperar en el crisol de su conciencia, el pasado oculto de su ciudad bajo la forma de un libro que, como los del “intrincado y casi infinito irlandés que tejió el Ulises”, no se resigna a ser un doble paginado de la realidad sino que intenta sustituirla. Todo entra entonces en este descomunal y prodigioso volumen: las enrevesadas conspiraciones (decenas, centenares, miles: en cada abismo se abre otro) y las traiciones mezquinas; los burdeles fastuosos y los lupanares ínfimos; la mafia china (en cuyos establecimientos Dudley se atiborra de opio) y las pandillas japonesas; los mafiosos judíos y los simpatizantes del nazismo; los científicos que persiguen delirantes sueños eugenésicos y la depravación consuetudinaria de las estrellas de Hollywood; las apuestas trucadas en los hipódromos, los agentes federales corruptos, el desenfreno de una ciudad amenazada por la guerra y mucho, mucho más: en definitiva, Ellroy explora, con energía y destreza incomparables, el oscuro frenesí del horror americano en esta populosa y atroz “Biblia infernal”.[4]

Y no se trata de una denominación gratuita: en efecto, hay en este libro un fundamento teológico, una visión sobre el origen del mal que subyace a todas las peripecias visibles: me refiero a la doctrina calvinista de la predestinación.[5] Incluso si prescindimos de las citas bíblicas incrustadas en la urdimbre del texto, es imposible no comprender que el universo representado por Ellroy es el resultado de una Caída irredimible y que sus personajes (todos sus personajes: aquí no hay hombres sin mácula) forman parte de esa “masa condenada” a la que, según Agustín de Hipona, pertenece la mayor parte de los seres humanos en virtud de su falta primigenia. Como todo el mundo conoce, Calvino le imprimió un giro perverso a este razonamiento y lo llevó al límite más extremo: según él, la insondable Divinidad habría deseado la condenación de casi todos los hombres antes de la creación y del pecado original. Y es precisamente esta implacable doctrina, que niega el libre albedrío, la que Ellroy ilustra en su novela: lo que tenemos aquí es la danza macabra de los réprobos, el espectáculo pavoroso de aquellos elegidos para condenarse, el fasto y la pompa del pecado. Con una salvedad, sin embargo: a diferencia de los atormentados seguidores de Calvino, siempre inseguros sobre su posición en la Eternidad, los personajes de Ellroy son condenados seguros de serlo que avanzan con entusiasmo hacia su final predestinado: “el pago del pecado es la muerte”, dice uno de los peores y, tras citar este conocido versículo (Romanos 6:23), continúa jactándose de sus crímenes. En el centro de esta inextricable telaraña teológica se encuentra Dudley Smith: supremamente astuto, malvado y orgulloso de contarse entre los réprobos: como ya había señalado Eliot a propósito de Baudelaire, puede haber una especie de éxtasis en la certeza de la condenación. O quizás no hay necesidad de recurrir a la teología[6] y la euforia de estos personajes puede explicarse sucintamente con una lapidaria frase de Gottfried Benn: “el nihilismo es una sensación de felicidad”.

Sea como sea, la intensidad de la visión proporciona al libro una innegable grandeza estética y justifica con creces la megalómana declaración de Ellroy en una entrevista reciente: “No me preocupa la Gran Novela Americana: ya he escrito varias.”

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Notas:

[1] La histeria se apodera, ante todo, de una ciudad, Los Ángeles, cuyo nombre no puede ser más irónico.

[2] Lamentablemente, no puede decirse lo mismo de otros novelistas norteamericanos supuestamente canónicos como Norman Mailer o Thomas Pynchon: el primero pierde en ocasiones cualquier noción de lo que significa armar una trama coherente y, en cuanto al segundo, a menudo parece preocupado exclusivamente por demostrarnos cuán inteligente es y las novelas se convierten en un ejercicio de hastío y futilidad.

[3] Como es natural, a la estructura omnicomprensiva de un maníaco del control como Ellroy corresponde un estilo no menos obsesivo, que convierte la repetición de palabras y frases en uno de los fundamentos de su poética.

[4] Así llamó (oscilando entre la repulsión y una suerte de horror sagrado) cierto reseñista victoriano a Cumbres borrascosas, pero el epíteto me parece mucho más apropiado para un libro como Perfidia.

[5] Ellroy no es el único que ha utilizado la novela negra para articular una visión del mundo profundamente religiosa: pensemos en las muy violentas y católicas narraciones del irlandés John Connolly.

[6] Libros tan complejos como los de Ellroy soportan muchas interpretaciones, algunas contradictorias: Perfidia puede ser leída como la parábola de un feroz moralista cristiano (dotado, eso sí, con un desmesurado talento para la retórica), pero también como el relato absolutamente amoral de un escritor que sólo se preocupa por “deslumbrar al lector”.

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