Lo que tienen en común René Girard (Aviñon 1923-Stanford, California 2015), el conocido antropólogo e historiador francés, y los milenaristas, es que ambos creen en el fin del mundo. Los últimos, porque ven en cada fin-inicio la agonía de un ciclo: ese que se abre cada mil años y arrastra consigo supersticiones y cabezas… Girard, porque, según él, la humanidad se ha ido alejando de lo escatológico (lo único “que aún puede iluminarnos”) y terminará generando tanta violencia que esta, quiera el ser humano o no, lo alcanzará dondequiera se esconda, y le hará pagar.

Clausewitz en los extremos, su libro de conversaciones con Benoît Chantre, es, desde su mismo prólogo, una reflexión sobre las figuras que en Occidente han marcado el relato ontosocial. Relato donde violencia, política, mito y pensamiento se unen (o, como diría Hegel, ven pasar “el espíritu del mundo por debajo de su balcón”) y terminan conformando el origen de nuestras guerras modernas, esas que Heidegger leía como una suerte de sublimación contra la técnica, y Girard, menos romántico que el de Selva Negra, como una especie de acabose chiquitico, sufrimiento más incivilidad.

Además, y no en segundo lugar, estas conversaciones son un intento de “terminar” el inconcluso libro de Carl von Clausewitz. Libro que publicó su viuda en 1832 cuando este salió con las tropas prusianas hacia la frontera con Polonia (hasta donde se sabe, un brote de cólera se lo llevó por delante), y el cual Hitler, heredero de todo lo malo de Prusia y todo lo malo de Austrohungría, recomendaba con fruición, haciendo que cada uno de sus oficiales lo llevara en la mochila.

Sin embargo, ¿qué hace en verdad del libro de Girard un estudio inusual, diferente, compacto, sobre todo si pensamos que el mismo tema había venido siendo ya tratado desde finales de la Segunda Guerra Mundial por pensadores tan distintos como Lévinas, Habermas, Canetti o Bertolt Brecht, el de los diarios y apuntes?

Girard, que comenzó haciéndose famoso por su reinterpretación del concepto mímesis en uno de sus libros primeros, Mensonge romantique et vérité romanesque, fue acentuando poco a poco su “conversión” hacia el estudio de las religiones y a partir de los años ochenta del siglo pasado comenzó a publicar una serie de libros ya clásicos por su mezcla de antropología, historia, filosofía, estudios bíblicos, literatura, etc. Libros que intentaban situar el declive del mundo más que en una suerte de falso progreso o pérdida del referente moral, en un abandono de la razón primitiva, del sacrificio como regulación de grupos y de la “perspectiva escatológica”.

Perspectiva que se encargaba de recordarle a los hombres que el fin podía llegar en cualquier momento (no por gusto en el medioevo las iglesias se ilustraban con pasajes del apocalipsis) y funcionaba como un tabú no-desplazable, una frontera simbólica de hasta dónde podíamos llegar si rebasábamos nuestra cuota de mal necesaria, esa que a cada uno le ha sido asignada en cantidades minúsculas. Frontera que según el filósofo francés sólo el cristianismo con su abolición “de la función provisoria del sacrificio” ayuda a contener (al Cristo traer el desorden y la crucifixión como emblema político trajo también la lucidez para crear un modelo de sobrevivencia, modelo que los hombres nunca han entendido –Girard dixit), y que lo hace en muchos pasajes de estas conversaciones alucinar sobre el papel de la iglesia o la enseñanza bíblica en nuestros días. Papel que Girard casi lee al revés, como si el Vaticano aún conservase un aura inocente en los estados occidentales y como si cientos de persecuciones y escándalos no hubieran minado precisamente el poder de la institución religiosa en el conjunto de la sociedad contemporánea. Papel que entre la rigidez y la pedofilia se ha venido abajo.

De la guerra, el tratado que aquel oficial prusiano dejara inconcluso y el cual será sobre todo recordado por aquello de que la guerra es la continuación de la política por otros medios, le ha servido al extraño Girard (extraño por ser uno de los pocos pensadores que aún continúan invocando la importancia del chivo expiatorio y de la pérdida de lo sagrado en nuestros actos cotidianos) para hacer uno de los mejores repasos de la mentalidad política occidental desde principios del siglo XVIII, con Napoleón y Hegel a la cabeza, hasta los conflictos más actuales, los que afectan a la yihad y al terrorismo islámico en Europa y Estados Unidos.

Y esto, más allá de sus desvaríos pasionales por la iglesia y los discursos del exPapa “germano”, hay que celebrarlo. Sobre todo en un momento en que la pérdida de valores lo marca todo y, como bien señala el autor de La violencia y lo sagrado, los demás intentan matarnos en nombre de la actualidad de lo arcaico, la tradición y el retorno de lo religioso como verdadero Estado…

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En nombre de todo eso que Occidente, desde hace mucho tiempo, ni siquiera sabe cómo leer.

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CARLOS A. AGUILERA
Carlos A. Aguilera (La Habana, 1970). Escritor. En 1995 ganó el Premio David de poesía, en La Habana, en 2007 la Beca ICORN de la Feria del libro de Frankfurt, y en 2015 la Cintas en Miami. Sus últimos libros publicados son: Umberto Peña. Bocas, dientes, cepillos, restos (monografía, 2020), Teoría de la transficción (antología, 2020), Archivo y terror. Operaciones entre literatura, política, teatro y arte (ensayo, 2019), Luis Cruz Azaceta. No exit (monografía, 2016) y Matadero seis (nouvelle, 2016). Codirigió la revista Diáspora(s) entre 1997 y 2002. Coordina en Rialta la colección FluXus. Reside en Praga.

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