ʽPerfectly Clearʼ (Ganzfeld), James Turrell, 1991, colección MASS MoCA

En la polisemia del dar, del producir y del exhalar, también el acto donde uno cede y se somete a la potencia vaciadora del lugar. He aquí pues por qué el hombre habrá aceptado tan fácilmente la absurda prueba de andar sin fin. El objetivo de su andadura no es una meta, sino un destino.
Georges Didi-Huberman

Voy a emparentar los libros donde dos hombres caminan. Uno por el bosque helado llevando su sombra contra la noche fría. El otro por el desierto en “el borde de un horizonte de color […], el hombre anda en el amarillo abrasador de la arena, y este amarillo no tiene límites para él”.

Al hombre del desierto, Georges Didi-Huberman lo llama “un geómetra del lugar”. El primero es un artista que, al caminar, derrite el hielo bajo sus botas, prometiendo llegar para salvar a alguien. Ambos crean una ley –como Moisés andando, creó la suya–. El trozo de madera arrojado al mar que volvió el agua dulce contiene una esperanza: la de hallar al ausente.

El hombre del desierto llega ante un altar y lo besa. El hombre del bosque llega y la besa a ella. Los dos han perseguido: “un lugar portador de evidencia; […] el lugar mismo donde ver un lugar”, como lo llamara Didi-Huberman en El hombre que andaba en el color. Para él, ese lugar está donde el pintor californiano James Turrell, cuando expone en París, en 1989, su pieza Blood Lust, porque, según Fédida, “la ausencia es tal vez, la obra de arte”.

Ese “rectángulo escarlata”: una luz colgada sobre un muro que posee al caminante con su destello hasta detenerlo y que “flota masivamente”, es su destino. Para Werner Herzog, atravesar el bosque sin dinero ni comida, con los pies hinchados y húmedos, se traduce en el esfuerzo de rescatar a su amiga de la muerte. En ambos, la amistad –hacia la obra y la persona– va creando el “signo táctil de un paisaje”, lo podemos tocar, detener, llevarlo hasta adentro.

“No hay necesidad de un desierto para que probemos esta esencial coacción sobre nuestros deseos, nuestro pensamiento, nuestro dolor, que es la ausencia”, nos dice Didi-Huberman. Tampoco necesitamos un bosque. Sólo el acto de andar sobre una superficie que el ojo ve. De lo que se trata es de ver con la mente. ¿Vemos? ¿Cuántas veces me he detenido para intentar hacerlo? ¿Cuántas creo ver y no es cierto? “Al iniciar un paseo solitario la mente es su propio lugar”, dice William Hazlitt.

Aun así, la amiga moribunda o ese volumen-luz que son las presencias-ausencias se detienen frente a la espera –ellos ya son la detención en sí mismos– de nosotros. Incapaces de alargar la mano para sentir algo que nos tienta a seguir. Cada paso marca una diferencia con esta lejanía a donde llegaremos y determinaremos el “tamaño del entendimiento” donde está el final. Tal vez, comprender, entrar en la confianza, sea el fin.

La poética que El hombre que andaba en el color, el estudio de Didi-Huberman sobre James Turrell, modula, y que se funde en Del caminar sobre hielo, el diario donde Herzog anota su caminata de Múnich a París en pos de Lotte Eisner, es la de la fábula del caminar en sí, una práctica imprescindible para conquistar algo relacionado con los sentimientos. “Si únicamente se intuyen los sentimientos en un cierto ejercicio de pantomima, si es necesario explicarlos, se cobra un coste sobre el placer” (Hazlitt).

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Así Turrell, visto a través de Didi-Huberman, habita por más de seis años el Mendota Hotel, hasta convertirlo en su templo. Redistribuye los espacios, habitación por habitación, y le da un sentido mental al sin lugar. Así Herzog realiza su viaje para lograr un fin no imaginario sino real, convirtiéndolo en un diario a través de su recorrido.

Leyendo esa noche de Herzog con frío y lluvia, en la que piensa en la muerte que él quisiera frenar a toda costa con su andar –“Lotte Eisner ¿cómo estará?, ¿seguirá viva?”–, recordaba estas palabras de Merleau-Ponty: “la noche no tiene perfiles, ya que ella misma me toca”. Esa envoltura de la noche es la única protección del caminante, lo protege de su propio terror a no ver, a no llegar. Oculta un poco su terror de no creer lo suficiente en el milagro que vendrá con la luz, mientras realiza dos recorridos: la ruta hacia delante y dentro de ella misma, el recorrido a la inversa, el del pasado, su propia vida dentro del laberinto.

Ha pasado la noche en un pajar, ha atravesado gruesas capas de nieve, el agua resbala:

Viento tempestuoso, intensa humedad, […] no veo más allá de mis narices […] aguaceros muy intensos, finjo formar parte del bosque […] lluvia, lluvia, lluvia, lluvia, lluvia, no hay más que lluvia, apenas tengo otros recuerdos […] la larga caminata de hoy ha dejado mi pie derecho bastante maltrecho […] también tengo el tobillo hinchado […] por la noche he pasado mucho frío […] he aguantado un chaparrón de granizo apoyado en una casa […] tengo las manos al rojo vivo por el frío. Sigo caminando. (Herzog, Del caminar sobre hielo)

Entonces, casi al final del viaje, cuando sale de su propio contorno-cuerpo, aparece el recuerdo de su abuelo detenido en su butaca, negado a caminar, y de la abuela que viene a diario con las botas para hacerlo andar: “la abuela llevaba consigo todos los días las botas del abuelo, se las enseñaba e intentaba convencerlo de que se las pusiera y se levantara. Cuarenta y dos años después”. La abuela perdió las botas viejas, pero compró otras que el abuelo se puso, y caminó con ellas hasta su muerte dos años y medio después. Todo su caminar se detiene abruptamente entonces en la anécdota de la parálisis del abuelo y de la obstinación de la abuela. Las botas son el objeto que se carga del deseo e incita a la acción.

*   *   *

Yo caminé el desierto de Atacama. Subí a una duna desde donde sentí, la violencia de mi pequeñez como otro grano de arena más. La arena me cubrió desde la respiración hasta los pies. Desde allí, el amarillo se fue volviendo blanco, como cada vez que intento describir lo que sucedió: “el enfermo que escribe sobre una hoja de papel tiene que atravesar con su pluma un cierto espesor blanco”, reclama Merleau-Ponty. Ese espesor es difícil de atravesar con la escritura, tanto en el papel como en la pantalla también blanca, peor aún, lisa. Aun cuando el lugar hace la diferencia, porque es un desierto que no puede compararse con nada, queremos proveer su desierto de formas, de letras negritas, de volúmenes, y componer algo.

La impotencia va de la mano de los caminantes que van borrando huellas. La impotencia va junto al deseo, se dan la mano. Suda la mía por impotencia también, pensando en lo que se me escapó y no podré describir: “una zona de tiempo”, la llama él. La zona de tiempo de un “saber-horizonte”. Fue el tiempo que gastamos para “caer en el lugar” nunca suficiente, nunca recordado, imprevisto siempre. Pues sólo recordamos los principios y los finales, nunca el centro de esta travesía en la noche del bosque de Herzog o en la luz que proviene de un muro.

Un bosque-sentimiento –el claro que es la conciencia– iluminándolo, y el que volvería a recorrer por una amistad, con las botas amarillas de avanzar hundiendo los pies en el ocre. Nunca, después, pude sacar el polvo incrustado en ellas. Todo reflejado, proyectado en un “rectángulo escarlata que posee al caminante con su luz”.

Un amigo me dijo que ahora, todos son libros sobre caminantes, que deberíamos hacer alguno sobre la detención. Creo que lo hacemos por impotencia, pensando en su contrario: en la detención del tiempo, en contrapartida a los momentos de máxima velocidad virtual inalcanzables. Me detuve “cerca de la respiración de aquello a lo que llamamos peligro”, ha dicho Herzog.

Me detuve a recoger la arena que se me escapaba junto al aire de los pulmones y de las manos. La arena del desierto no tiene asidero, no me pide nada, me da terror pensar en ella, porque me deshace en un segundo todo cuando viví. Desde que sentí aquel miedo a quedarme encerrada en la totalidad de arena, no hubo alguno que lo superara. El miedo que dan los lugares que no se pueden poseer.

Algo así debió sentir Turrell cuando inventaba lugares con la luz, y la luz proyectada se le escapó hacia un cono de sombra en la pared: la fugacidad de esa luz convertida en volúmenes que le costó tanto controlar, prender, poseer. Ya hace treinta y siete años que Herzog llegó de aquel viaje a través de los bosques para hallar con vida a su amiga gravemente enferma, intentando salvarla con su gesto esperanzador.

Regresé del desierto que recuerdo como marcas de piel dentro de mi piel. Promontorios de luces y sombras; recovecos de una salina brillante en medio de un valle. Nunca volveré, lo sé. Fue el único paisaje que me quitó el resto de los paisajes. Los consumió. Tal vez fue el paisaje por más tiempo sostenido en la memoria, y la cautela de sostener un lugar está en perderlo, cuando el lugar se vuelve “el mismo lugar tórrido, que continua siempre: idéntico y amarillo hasta la desesperación.”

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REINA MARÍA RODRÍGUEZ
Reina María Rodríguez (La Habana, 1952). Poeta. Entre sus libros destacan: Para un cordero blanco (1984), En la arena de Padua (1992), Páramos (1995), Te daré de comer como a los pájaros (2000), Variedades de Galiano (2007), Otras mitologías (2012) y Travelling (Rialta Ediciones, 2018). Ha recibido en dos ocasiones el Premio Casa de las Américas, así como el Premio de la Crítica en Cuba, la Orden de Artes y Letras de Francia con grado de Caballero (1999), el Premio Nacional de Literatura de Cuba (2013) y el Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda (2014). Dirige en La Habana el prestigioso espacio de promoción de la literatura Torre de Letras.

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