Santa Rosa de Viterbo FOTO: © Linet Cums
Santa Rosa de Viterbo FOTO: © Linet Cums

Attilio Bertolucci es miembro de una generación de grandes poetas italianos: Giorgio Caproni, Vittorio Sereni, Mario Luzi. Nacido en 1911, en San Lazzaro, Parma, se definió como el hijo de “una familia agraria de clase media”, que trató de conciliar en sí el catolicismo de su padre y el paganismo de su progenitora. Dedicó una gran parte de su poesía a su experiencia familiar y a expresar de manera punzante y delicada el paso del tiempo. Publicó su primer libro de poemas, Sirio, a los 18 años de edad. Cinco años más tarde, apareció el segundo, Fuegos en noviembre, que provocó la alabanza de Montale. A este reconocimiento temprano, lo siguió un silencio de diecisiete años hasta que en los años cincuenta aparecieron tres libros suyos, Cartas de casa (1951), La tienda india (1951) y En un tiempo incierto (1955). Dieciséis años después, volvió a aparecer otro libro de poemas de Bertolucci, Viaje de invierno, una de las cumbres de la poesía italiana del siglo xx, que hizo decir a Pietro Citati: “Entre los poetas que escriben hoy en Italia, quizás nadie como él comprende el arte de interrumpir una melodía e invertir una construcción, y que el deber principal de un poeta es saber cuándo y cómo cohesionar o flexibilizar los ritmos”. En 1984 y 1988, vieron la luz con un éxito enorme los dos volúmenes de una novela en verso, El dormitorio, en la que había trabajado durante casi treinta años, historia de sus padres, su infancia y su amor por Ninetta, la madre de sus dos hijos cineastas, Giuseppe y Bernardo. Apasionado por el cine desde los años treinta, excelente traductor de Las Flores del mal, Attilio Bertolucci fue un hombre de vasta cultura, como lo prueban sus dos volúmenes de prosas, el primero, de título característico, Arritmias, y el segundo, aparecido unos días antes de su muerte, Yo le robé dos versos a Baudelaire. Unión de poemas de juventud y composiciones tardías son sus dos breves libros Hacia las fuentes de Cinghio, de 1993, y El lagarto de Casarola (lugar cerca de Parma donde subsiste la casa familiar), de 1997. Su correspondencia con Vittorio Sereni, Una larga amistad (1994), es una de las más sutiles de la literatura italiana.

En la línea de Wordsworth y de T. S. Eliot, la obra de Attilio Bertolucci se sitúa en un tiempo que escapa a la simple duración humana. En la lírica de su país cultivó lo que Hopkins llamaba “intensificación del lenguaje común”. Su conciencia de las incurables heridas del tiempo es un tema recurrente en su obra, pero de un tiempo del que extrae, como ha señalado el crítico Paolo Lagazzi, “todos los dones, colores y dulzuras posibles mientras la oscuridad y el invierno avanzan sin tregua”. Ya sea que celebre el mundo en versos que pudieran calificarse de “paganos” a pesar del cristianismo que reivindica, o que oscile al borde de los abismos del alma, Attilio Bertolucci ha creado una obra reconocible, mezcla perturbadora y refinada de angustia y serenidad, de belleza sonora y referencias visuales, de púdica languidez y vértigos controlados. En esa hesitación del corazón y en la sensualidad inquieta que la acompaña, reside la substancia más viva de su poesía.

A su madre, que se llamaba María

Eres tú, invocada cada tarde, pintada en las nubes
que enrojecen nuestra llanura y a quienes pasan por ella
niños frescos como hojas y húmedas mujeres en viaje
hacia la ciudad en las luces de un aguacero que termina,
eres tú, madre eternamente joven en virtud de la muerte
que te arrancó, rosa a punto de perder los pétalos,
tú, origen de cada neurosis y ansiedad que me atormenta,
y por eso te agradezco la edad pasada presente y futura.

Las hormigas

Las hormigas sobre el tronco adulto de la acacia
aprovechan el sol que calienta los días de octubre,
minuto a minuto, de arriba abajo por la áspera corteza.

Se afanan las hormigas por el invierno que se aproxima;
si vuelvo los ojos hacia las luces de la gran avenida
veo pasar de arriba abajo hombres y mujeres que se afanan.

Oh aliento unánime de seres vivientes junto a mí
en esta llanura que se prepara a enfrentar la nieve
ayúdame a soportar la extinción del día,

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el fuego de la noche sobre nuestras casas desiguales.

El tiempo se consume

Entré en la gran multitud mixta
de la misa de mediodía, buscándote
a ti, que estabas ahí desde el inicio,
niño diligente, alma pura
hambrienta de Dios, y con ojos
inquietos escruté los bancos
inútilmente.
Pero desde una tela humilde venía
al encuentro de mis ansias el aprendiz
de carpintero, Jesús, de tu misma edad,
a darme coraje, mientras alrededor, al tenue
acento del sacerdote lejano
se mezclaba la agitación terrena
de niños y niñas privados
del bello sol del domingo.
Entonces, de improviso, en un rincón
cerca de la puerta, te encontré, quieto
y solo, me viste, te acercaste
tímidamente y besé
tus cabellos, hijo reencontrado
en el tiempo doloroso que por mí y por ti
y todos nosotros con pena se consume.

Retrato de un hombre enfermo

Ese que ven pintado en rosa y negro
y que ocupa entero el cuadro espacioso
soy yo a la edad de cuarenta y nueve, envuelto
en un amplio ropaje que me corta las manos

como si fueran flores, y no deja ver si el cuerpo
está acostado o sentado: así es el de los enfermos
puestos ante ventanas que enmarcan el día,
otro día consentido a los ojos prontos a fatigarse.

Pero cuando pregunto al pintor, mi hijo de catorce años,
a quién ha querido retratar, me dice al momento:
“uno de esos poetas chinos que me hacías
leer, mirando hacia afuera, en una de sus últimas horas”.

Es sincero, ahora recuerdo haberle dado aquel libro
que alegra el corazón con ríos celestiales
y pardas hojas otoñales, en el que poetas sabios, o que fingen
serlo, se despiden de la vida grácilmente, alzando sus copas.

Yo, que pertenezco a un siglo que cree
no mentir, me reconozco en ese hombre enfermo
mintiéndome a mí mismo, y lo escribo
para exorcizar un mal en el que creo y no creo.

Eliot a los doce años
(de una fotografía)

Hoy un viento cálido recorre la tierra
ni árido ni seco como lo será más tarde,
arrastrando hojas de ramas con un sonido
que imita el infierno prepara el purgatorio

y su somnolencia otoñal. Esto
es marzo con el sol que te hace
entrecerrar los ojos, brunas violetas
sobre las que se encrespan los cabellos en desorden

cuanto permite, o exige, la etiqueta de la
Nueva Inglaterra exiliada
en riberas meridionales: y tú nunca querrás
combatirla de frente. Vencerla –

si hoy la amarga boca adolescente tal
propósito y empeño significa mientras
contra el muro de ladrillos el fotógrafo
finge tu ejecución y las rodillas

languidecen culpablemente en la calidez
de la estación y la edad – y vencida
abandonarla vacía en las riberas del tiempo,
y brillante, querrá decir vivir y escribir

hasta el enero inclemente, el invierno de los huesos.

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JORGE YGLESIAS
Jorge Yglesias (La Habana, 1951). Poeta, narrador, crítico de cine y traductor. Jefe de la Cátedra de Humanidades y Profesor de Historia del Cine e Historia y Estética del Documental en la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños. Ha impartido cursos de cine en universidades y centros culturales de Canadá, Austria, Colombia, Venezuela, Portugal, República Checa, Suiza y Francia. Obtuvo el Premio de la UNESCO a la mejor traducción de Pushkin (1999), el Premio de Traducción Literaria de la República de Austria (2000), el Premio del Colegio de Traductores de Arles (2002). Es autor de los textos Un extraño en el Paraíso (crítica de cine), Buñuel, el americano (crítica de cine), Atravesar el espejo (crítica de cine), Campos de elogio (poesía), Octavio Smith en su reino (ensayo literario) y Sombras para Artaud (poesía).

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