José Lezama Lima

No cabe duda de que a lo largo del siglo XX y los inicios del XXI los estudios sobre el orfismo han vivido una auténtica edad de oro. Utilizo el término “orfismo” en el sentido más amplio posible, para dar cabida a textos, doctrinas, grupos y sectas, de lo más variopinto y, en ciertos casos, contradictorio.[1] Esta edad de oro depende, en buena medida, de la gran categoría de muchos intérpretes, pero lo decisivo ha sido la acumulación de nuevos materiales. Me refiero, claro está, a las laminillas y papiros esforzadamente exhumados por los arqueólogos, y objetos, acto seguido, de estudios minuciosos y profundos. En otro orden de cosas, también resulta extraordinariamente significativo que la leyenda de Orfeo haya inflamado la imaginación de muchísimos poetas y artistas contemporáneos. Por citar sólo un ejemplo obvio, los Sonetos a Orfeo de Rainer Maria Rilke (1922) constituyen una referencia de tal magnitud que me ahorra cualquier glosa o comentario. Y no es necesario mencionar aquí a otros “órficos”, como Stéphane Mallarmé (1842-1898) o Fernando Pessoa (1888-1935).[2] Pero, para evitar el riesgo de un elenco dilatado, que pronto caería en la banalidad, prefiero centrarme en el orfismo de uno de los autores latinoamericanos más importantes del siglo pasado: José Lezama Lima (1910-1976).

Autor de una de las novelas verdaderamente decisivas del pasado siglo en lengua española (Paradiso, 1966) y de una copiosa obra poética, hermética y fascinante, Lezama fue también un gran ensayista. Entre las recopilaciones de sus trabajos aparecidas en vida del autor, la Introducción a los vasos órficos (1971) ocupa un lugar especial, dado que tiene la virtud de recoger, en un número limitado de páginas, la mayoría de escritos imprescindibles para la comprensión de la personalidad intelectual lezamiana y de su complejo sistema poético. El texto que voy a tomar como hilo conductor es el que da título a toda la compilación. Fechado en “enero y 1961”, fue recogido primero por el mismo Lezama en La cantidad hechizada (1970), y ha encontrado después un lugar en casi todas las recopilaciones posteriores de sus trabajos ensayísticos. Se trata de un escrito breve (diez páginas, más o menos), donde se mezclan y combinan las impresiones provocadas por la lectura de algunas de las laminillas órficas y las derivadas de la contemplación de reproducciones de cerámicas (principalmente del Kunstmuseum de Munich y del Arqueológico de Nápoles), descritas sin ningún afán especial de precisión.

La erudición de Lezama era a la vez descomunal y tremendamente insegura. De hecho, fue autodidacta: estudió únicamente Derecho en la Universidad de La Habana, en una época en que esta institución se hallaba bajo mínimos. Pero, al mismo tiempo, poseía lecturas tan inmensas como desordenadas. Aislado y casi sin mentores, supo, con poderosa intuición poética, agarrar por el cuello algunos de los rasgos esenciales del orfismo y reformularlos en una prosa extraña, envolvente, vigorosa. Quizá resulte inevitable que el helenista profesional pierda la paciencia ante detalles que no se disculparían en un principiante –errores de transcripción, ortografías erráticas, faltas de sintaxis, monstruos lingüísticos, a la vez pedantescos e irónicos; o, en otro orden de cosas, un panegipcianismo de raíz decimonónica un poco estomagante.

Pero será mejor que renuncie a descripciones y calificaciones generales y pase a comentar ciertos pasajes de la “Introducción a los vasos órficos” que me parecen especialmente significativos.[3] Escojo básicamente los textos por su fuerza poética. Mi comentario tampoco pretende ser filológico o erudito, sino simplemente literario, con alguna que otra incursión en la historia comparada de las religiones.

Quizás sea oportuno empezar por la singular presentación lezamiana de la genealogía de Orfeo:

En los infiernos, dos divinidades femeninas: Demeter y su hija Proserpina; en la luz, dos divinidades masculinas: Apolo y Orfeo, su hijo. Orfeo era hijo de Calíope, otros afirman que su padre era Eagre,[4] divinidad de un río tracio. Quizás ahí podamos encontrar la causa de la no precisión de su figura. Nosotros nos atrevemos a pensar que en la raíz de la oscilación de Orfeo como figura mitológica o real debe existir el lanzazo de una maldición. Tal vez al contemplar Apolo los devaneos de Calíope con Eagre, lanzó sobre el problematismo de su prole una maldición cuyo contenido se ha perdido, pero que nos hace pensar que atacó la fundamentación misma de la existencia de su figura.

La pluralidad de genealogías de un personaje mitológico no constituye un fenómeno excepcional o insólito; Lezama no podía ignorarlo. Por otra parte, hoy en día no se suele hablar del malditismo de Orfeo, sino más bien de la marginalidad (voluntaria o forzosa) de sus devotos. Pero la observación acerca del “lanzazo de una maldición” resulta muy interesante, como también lo es su continuación:

A medida que se profundice el período comprendido entre ese siglo XV antes de J. C. y el siglo XX antes de J. C., época de la más poderosa relación entre la cultura griega y la egipcia, se irá descifrando el misterio de la existencia real de Orfeo, la causa del sumergimiento de su figura y los elementos oscuros que despertó y que fueron la causa de su ruina y de su muerte. Obsérvese que la divinidad con quien le es infiel Calíope a Apolo, representa la divinidad de un río, y que después de muerto Orfeo, su cabeza es arrancada del cuerpo y lanzada a un río, donde continúa cantando hasta que otras divinidades hostiles deciden ocultarlo por el fuego.

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Aunque la existencia real de Orfeo no constituye ya un problema que nos preocupe especialmente, los “elementos oscuros que despertó y que fueron la causa de su ruina y de su muerte” continúan inquietándonos.

El pasaje que citaré a continuación resulta singularmente afortunado, tanto por el esplendor de las imágenes como, sobre todo, por el trazo firme con el que se establecen las conexiones entre escatología, teogonía y antropogonía:

El orfismo nunca se contentó con la hipóstasis en el reino de los sentidos, de una esencia o figura divinal derivada a la presencia de los dioses de la naturaleza, establecía como un círculo entre el dios que desciende y el hombre que asciende como dios. Impregna esas dos espirales, que se complementan en un círculo, en la plenitud de un hierus logos, es decir, en un mundo de total alcance religioso, mostrando en una teogonía donde el hombre surge como un dios, coralino gallo de las praderas bienaventuradas. Desaparecen los fragmentos habitables de lo temporal, para dar paso a una permanente historia sagrada, escrita, desde luego, en tinta invisible, pero rodeada de un coro de melodioso hieratismo. Tanto la luz como el cono de sombras, penetran en las posibilidades del canto, hasta en el sombrío Hades.

¿Quién no envidiará este hallazgo verbal: “permanente historia sagrada, escrita […] en tinta invisible, pero rodeada de un coro de melodioso hieratismo”? Felicidades de expresión aparte, la relación profunda entre canto, escritura y secreto resulta formulada en este pasaje de un modo admirable.

* * *

Para un poeta (que es lo que Lezama era fundamentalmente) pocos aspectos de las cosmogonías órficas podían tener tanta fuerza evocadora como el tema de la noche primordial. Lezama se apropió audazmente de este motivo, convirtiendo la Noche en una noche tropical, con su humedad fecunda y asfixiante, preñada de gérmenes, su fauna característica y una vegetación excesiva, que se levanta hasta la bóveda estrellada:

De los comienzos del Caos, los abismos del Erebo y el vasto Tártaro, el orfismo ha escogido la Noche, majestuosa guardiana del huevo órfico o plateado, “fruto del viento”. La noche agrandada, húmeda y placentera, desarrolla armonizado el germen. En ese huevo plateado, pequeño e incesante como un colibrí, se agita un Eros, de doradas alas en los hombros, moviente como los torbellinos con sus inapresables ejes traslaticios. Tripulando el interior ambiótico[5] de ese huevo, el Eros sobredorado, sentado al centro de los dos irregulares círculos, se prepara a la gemiparidad. Ese huevo, al cascarse, fija al Eros en el Caos alado, engendrando los seres que tripulan la luz, que ascienden, que son dioses […]. En esa teogonía órfica, la noche poblada de espíritus voladores, producto de la diversidad en las densidades, crea el huevo de Eros. A medida que profundizamos en la imagen del espíritu volador, nuestro afán ascensional se integra, el hombre como dios en los órficos se precisa por la imagen misma de su nacimiento, por el fruto del viento, que domestica las escamas displicentes y errantes del Caos rendido a la Noche del parimento. El Eros alado se mantiene en la luz ascensional, a horcajadas sobre los dos círculos que se rompen, levantando una reminiscencia perenne de la altura, de las regiones hechizadas por el canto, que por venir de lo más alto del árbol estelar, dominan el árbol colocado a la entrada del infierno.

* * *

Es bien sabido que la problemática en torno a las relaciones entre la figura de Orfeo, las diversas creencias y prácticas que solemos denominar órficas y los misterios de Eleusis resulta de una complejidad verdaderamente disuasoria. Lezama la resuelve con una radical identificación; aunque también es verdad que a nadie se le ocurriría aceptar como una descripción de la pompê de Eleusis mínimamente acorde con el trabajo lento y tenaz de los arqueólogos y con un análisis minucioso de las fuentes (insuficientes y tardías) esta página brillantísima:

La aparición de los temas órficos corresponde a la ceremonia de cada uno de los misterios eleusinos los días de los misterios mayores y menores. Veamos los correspondientes a los motivos que rodean al segundo misterio mayor eleusino. Se alejan los peregrinos de la ciudad por el puente de Sísifo, rodeado de las más antiguas tumbas.[6] Los símbolos de Sísifo y los descensos infernales son impuestos por los bosques de los alrededores de Atenas. Comienzan las brisas a ser tripuladas por las bromas y las insinuaciones. Arrancan los efebos ramas de los árboles, comienzan a golpear a las doncellas para incitarlas a las apetencias más germinativas.[7] Las alusiones a los encuentros del toro con la blanca doncella, se oyen entre risotadas y ojos encandilados. La vieja sacerdotisa requiebra a una doncella, que comienza a ser protegida por un efecto[8] duro de piernas. Un hombre rudo, mediocre y rupestre, se acerca para reemplazar a la timidez que no abraza. Está disfrazado de Sileno. Una mujer llorosa siente el fracaso de su vida, el Sileno le comunica una efímera alegría. Aparecen los sátiros marcando el compás del frenesí y repartiendo figurillas fálicas. El sonriente dios Término muestra su príapo estival.[9] Por el camino, el procesional se enriquece con ofrendas de vino, higo y miel, para aumentar el caudal de las apetencias carnales. Se tienden para buscar en la siesta una tregua y la sombra de los pinos penetra, para calmarlos, los sentidos como flechas. Cuatro días después de estos ardores, se levantan nuevos himnos para saludar la luz. Los templos donde esa luz resuena están guardados por los canes juramentados […]. La diosa Deméter envía desde los infiernos la menta dañada, hay que mezclarla con el ayuno.[10] La abstinencia tiene que mezclarse con los excesos del infierno. Desde la playa, surgiendo de las rocas, comienzan a surgir los caballos voladores, como una espada que arrancase de las rocas telas mágicas. Un aire de flauta comienza a desenvolver una cancioncilla recogida por Orfeo, mientras se alejan los portadores de tirsos. La canción de Orfeo, la flauta pánida y los gallos eleusinos, destruyen el sombrío manto de la enemiga de Psique. El coro responde: saber su no saber es el nuevo saber, que repetido como un estribillo tiene la luz de la canción de Orfeo, entonada por los pastores, dominadores del sueño cerca del río, que no pretenden usar indebidamente el tirso, que rechazan la dañada granada de Deméter. Esa respuesta del coro es una nueva punzada enigmática. ¿Estaba Orfeo de parte de los que por astucia sabían el no saber, es decir, fingían el no saber, la inocencia, el calmoso pacer de los animales en el tiempo sin tiempo? ¿O estaba situado en el período apolíneo, donde había una ambivalencia entre el saber y el no saber?

Resulta inútil intentar desentrañar todo este complejo entretejido de referencias, alusiones e imágenes variopintas, pero no estará fuera de lugar insinuar algunas pistas. La evocación del paisaje de la salida meridional de Atenas ha suscitado en Lezama el recuerdo de los mitos en torno a Sísifo, vinculados a aquellos lugares, con todas las asociaciones ctónicas que comportan –a pesar de que su relación con el mito y el ritual eleusino no sea ni mucho menos evidente–. Que “mujeres llorosas [sintieran] el fracaso de sus vidas” durante la procesión, y que hombres “rudos, mediocres y rupestres” intentaran consolarlas, puede parecer verosímil, pero no está documentado. La imagen de los caballos voladores, que “desde la playa, surgiendo de las rocas, comienzan a surgir […] como una espada que arrancase de las rocas telas mágicas” refleja quizás un recuerdo impreciso del toro surgido del mar en aquellos parajes para destruir a Hipólito. No se trata de una imagen griega, desde luego; más bien pertenece a un cierto surrealismo. Pero se me antoja espléndida. ¿Y qué decir del estribillo del coro: “saber su no saber es el nuevo saber”? Tampoco esto es órfico; sin embargo, hay que recordar que ciertos estudiosos han vinculado con Orfeo una extraña expresión de Eurípides, el gran trágico ateniense: “¿Quién sabe si morir no es vivir / y vivir, morir, en cambio?”[11] Con todo, establecer una conexión firme entre ambas expresiones no resulta demasiado fácil. En primer lugar, porque el sentido de la frase griega es muy discutido, y los especialistas no llevan trazas de ponerse de acuerdo; tampoco el alcance de la frase lezamiana resulta evidente. Además, el fragmento euripídeo carece de contexto. Confrontado con determinados pasajes platónicos, parece aludir a una especie de devaluación mística del vivir sobre la faz de la tierra. Si la vida es muerte y la muerte vida, la existencia auténtica sería la que nos aguarda en el Más Allá. Lezama Lima, desde luego, parece ir por otro camino, mucho menos místico: parece preguntarse si la presunta ignorancia de los iniciados es auténtica o fingida. ¿Se abandonan a la inocencia con “el calmoso pacer de los animales en el tiempo sin tiempo”, o más bien hay que aceptar que conocimiento e ignorancia son, en última instancia, lo mismo?

* * *

Los interrogantes acerca de las raíces del orfismo de José Lezama deben plantearse, creo, a dos niveles distintos: 1) fuentes de información y documentación que le sirvieron para pergeñar sus grandes ensayos, y 2) autores en los que se basa su visión profunda del fenómeno órfico. En el presente contexto, voy a ocuparme apenas del primer nivel, porque, para hacerlo con competencia, sería imprescindible el acceso directo a los materiales de Lezama, a su biblioteca personal, a sus apuntes, etcétera.[12] En cambio, sí quiero señalar que las raíces ideológicas del orfismo lezamiano son dos, y, por cierto, no difíciles de identificar. Por una parte, Platón; por la otra, la gran poesía simbolista francesa, Stéphane Mallarmé en particular.

A propósito de la influencia de Platón sobre Lezama, disponemos de un testimonio del propio autor, tanto más persuasivo en la medida en que es indirecto. Es bien sabido que el protagonista de Paradiso, José Cemí, constituye un trasunto de Lezama, incluso en rasgos que podríamos considerar secundarios (pero que no lo son), como la profesión militar del padre o las crisis asmáticas que comparten el autor de la novela y su protagonista. Pues bien, en el Capítulo XI de Paradiso Lezama describe en los siguientes términos un aspecto crucial de la formación intelectual de José Cemí:

Cemí […] tomaba notas, al mismo tiempo que su innegable fanatismo por los problemas de la expresión profundizaba, casi desde su niñez, los problemas goethianos de morfología. Al igual que Fronesis, la apasionada lectura de Platón lo había llevado de la mano a polarizar su cultura. Las grandes rapsodias del Fedro y el Fedón lo habían llevado a esta mezcla de exaltación y de lamento que constituyen el amor y la muerte en la fulguración de su conjunto. El alucinado fervor por la unidad, trazado en el Parménides de una manera que posiblemente no será superada jamás, lo llevaba al misticismo de la relación entre el creador y la criatura y al convencimiento de la existencia de una médula universal que rige las series y las excepciones. En el Charmides encontraría la seducción de las relaciones entre la sabiduría y la memoria. “Sólo sabemos lo que recordamos” era la conclusión délfica de aquella cultura, que andando los siglos encontraría en Proust la tristeza de los innumerables seres y cosas que mueren en nosotros cuando se extinguen nuestros recuerdos. Y los meses inolvidables de su adolescencia, transcurridos en el Timeo, que le enseñaba el pitagorismo y las relaciones entre los egipcios y el mundo helénico. Y el aparente descanso ofrecido por el Simposio, engendrando los mitos de la androginia[13] primitiva y la búsqueda de la imagen en la reproducción y en los complementarios sexuales de la Topos Urano y de la Venus celeste.[14]

Aunque adjudicar toda esta precoz erudición al joven José Lezama no resulta sensato, tampoco es difícil deducir, del conjunto de su obra, una asidua frecuentación del Fedro y el Fedón. Estos dos grandes diálogos bastan para ofrecernos las claves de su orientación órfica (en el sentido lato que venimos dando al término).

Por otra parte, Lezama consagró un buen número de trabajos a la poesía simbolista y postsimbolista francesa; trabajos cómodamente agrupados en La dignidad de la poesía (1989). Los más significativos para mi discusión son los consagrados a Mallarmé: “Cumplimiento de Mallarmé” (mayo, 1942) y “Nuevo Mallarmé” (febrero, 26, 1956). Este no es el lugar adecuado para analizarlos de modo pormenorizado, pero sí lo es para señalar que Lezama Lima sintió una viva curiosidad, por ejemplo, por las razones que pudieron inducir a Stéphane Mallarmé a traducir del inglés, prologar y adaptar el mediocre Manual de mitología de George Cox (un epígono de la mitología solar de Friedrich Max Müller). Mallarmé se tomó muy en serio esta tarea trivial; Lezama comenta:

Todo está allí dirigido, como decía el mismo Mallarmé, a demostrarnos cómo los personajes galantes de la fábula se han transformado en fenómenos naturales. “Extraer las divinidades de su apariencia natural, y llevarlas como volatilizadas por una química intelectual, a su estado primitivo de fenómenos naturales, como auroras o puestas de sol, he ahí la finalidad de la mitología natural”.[15] De tal manera, que vemos en su inquietante aprendizaje en Tournon, como su intento [i.e. de Mallarmé] de reintegrarle a las palabras su sentido tribal, está acompañado por ese calculado, sutil tapiz donde los dioses y los hombres se bañan de nuevo en sus mágicas soberanías. “Nuestro amigo el sol ha muerto”, subraya levemente Mallarmé como uno nuevo de los placeres que acompañan a las palabras de ese hombre primitivo, “volverá de nuevo”. Y siente entonces, la inmortalidad de esa irradiación, el festival de las estaciones, la reiteración de lo primigenio, acompañándolo en la ceremonia de sus faenas o en las misteriosas pausas de su sangre. […] En las últimas porciones del aire donde el aliento se extingue, ¿cómo rehallar esas palabras, con las vacilaciones del hombre tribal ante la huida de su amigo el sol, fijarlas, como la fugitividad de las ninfas detenidas en el inseguro, momentáneo espejo de la onda?

Este texto no parece requerir un comentario extenso: su fascinación por lo tribal y primigenio, su sentimiento de una naturaleza impulsada por fuerzas divinas, el animismo del hombre primordial, en contacto con los puros elementos hipostasiados –todo contribuye a trazar el cuadro de un orfismo finisecular–. No creo que necesitemos más para justificar nuestra hipótesis acerca de la influencia de Mallarmé en el peculiar orfismo lezamiano.

* * *

Seguir las trazas de la influencia órfica en la dilatada obra poética de Lezama, intentar analizarla con detenimiento, constituiría un argumento dilatado y fascinante, pero que no puedo abordar ahora. El tema merece una monografía; no una simple aproximación.[16] De modo que prefiero cerrar este artículo citando un último pasaje, de opulenta belleza, de la “Introducción a los vasos órficos”, tantas veces mencionada. La prosa deviene aquí poesía; la narración/descripción casi desaparece, y lo que en principio era el relato de una cosmogonía se transfigura en un movimiento ascensional, que culmina en una orgía de colores:

En los dominios del color, con la presencia de ese sorpresivo huevo plateado, se ha alcanzado ya una opulenta escala de evaporación por los ojos. Esa escala, por las impulsiones del torbellino, se trueca en espirales de chisporroteos del amarillo húmedo de las estrellas errantes, después en el coágulo de irregular circunferencia, cuyo contorno parece estar tachonado de simétricas magulladuras. En ese coágulo rotativo percibimos un azul hialino, muy transparente, pues todavía la luz lo refracta, debilitándolo; después, un azul de excepcional dimensión, un azul erébico, diríamos, separado del anterior azul por un círculo carbonario, absoluto en sus exigencias separatrices. Sigue un amarillo, moteado de carbón y de sangre, y al centro un círculo rojo; muchas de las primitivas inscripciones órficas están hechas sobre hematites, morada del Eros, como en otros opulentos nacimientos mediterráneos, donde la diversidad del color en las conchas prepara el surgimiento de la figura, que comienza a ser mordida voluptuosamente por los salmones…


Notas:

[1] Versiones anteriores de este texto vieron la luz en dos ocasiones: en Revolución y Cultura, n. 1, 2005, pp. 6-9, y en el volumen colectivo J. A. López Férez (ed.): La mitología clásica en la literatura española. Panorama diacrónico, Ediciones Clásicas, Madrid, 2006, pp. 779-790.

[2] Me permitiré, sin embargo, la excepción de citar, aunque sea en una nota a pie de página, un texto de gran calidad, demasiado poco conocido. La 10ª elegía de Bierville de Carles Riba (1893-1959), cuya primera edición apareció en Buenos Aires en 1942, huyendo de la censura franquista, constituye un espléndido himno órfico.

[3] No existe edición crítica de los textos que cito, lo que suscita problemas difíciles de resolver. La puntuación, aunque errática, debe respetarse: Lezama era asmático y había manifestado a menudo que las idiosincrasias de su puntuación reflejaban el ritmo entrecortado de su habla, de su respiración, de su pensamiento. Las erratas plantean un problema más delicado. Muchas de ellas, quizás la mayoría, son debidas a tipógrafos incompetentes y a la falta de corrección de pruebas, pero también son numerosas las que son producto de los imprevisibles caprichos e ironías del autor. He respetado los textos que tenía a la vista, sin corregir errores que parecían obvios, pero he dejado constancia en nota de algunas propuestas de corrección (muchas menos de las que se me han ocurrido, desde luego).

[4] Sic, por Eagro. Esta desafortunada transcripción indica sin duda que Lezama se estaba sirviendo de una fuente francesa. Probablemente tenía a la vista la traducción al francés (París, 1928) de la Psychê de Erwin Rohde, un texto al que alude en diversas ocasiones.

[5] Sic. Parece obvio corregir ambiótico en amniótico. Pero el error se repite en diversas ocasiones, lo que quizás induzca a sospechar que es deliberado.

[6] Posible referencia al Dipylon, un cementerio al que Lezama se refiere en otras ocasiones, con fantásticas variaciones ortográficas.

[7] Pausanias (al que Lezama había muy probablemente leído) documenta esta práctica para ciertas ocasiones rituales, pero no para Eleusis. La fuente del pasaje es quizás J. G. Frazer, uno de los padres fundadores de la antropología, singularmente amado por poetas y escritores.

[8] Sic. Parece probable que haya que leer efebo.

[9] Resulta ocioso señalar la acumulación de anacronismos (probablemente deliberados) en esta jocosa frase.

[10] Pienso que se trata de una exótica, y retorcida, referencia al kykeôn (un brebaje ritual).

[11] Se trata del fragmento 638 N. Consultar análisis y comentarios de estas misteriosas palabras en Colli (La sapienza greca, t. I, Adelphi, Milan, pp. 393-394), y en Bernabé (Hieros Logos. Poesía órfica sobre los dioses, el alma y el Más Allá, Akal, Madrid, 2003, pp. 250).

[12] Me limitaré a mencionar la importancia que tuvieron, en la génesis de la “Introducción a los vasos órficos”, dos obras clásicas a las que ya me he referido: la Psychê de Erwin Rohde (que Lezama leyó sin duda en la versión francesa de A. Reymond) y La rama dorada de James G. Frazer. A estos dos importantes trabajos debe añadirse la Mitología de George Cox, a la que me referiré más abajo.

[13] La androginia es un tema recurrente en la obra de Lezama.

[14] Esta frase remite claramente a la doble Afrodita (= Venus), Pandémica y Urania (= Celeste).

[15] Aquí, como también un poco más abajo, Lezama cita, traducido, a Mallarmé.

[16] Una monografía que, por ejemplo, debería analizar con detalle el hermoso poema de Enemigo rumor (1941) que comienza: “Una oscura pradera me convida…”, y también la suite de Dador (1960) que lleva el título, tan significativo, de “Doce de los órficos”.


Referencias bibliográficas

Bernabé, A.: Hieros Logos. Poesía órfica sobre los dioses, el alma y el Más Allá, Akal, Madrid, 2003.

Colli, Giorgio: La sapienza greca, t. I, Adelphi, Milan, 1977.

González Cruz, I.: José Lezama Lima (1910-1976), Ediciones del Orto, Madrid, 1999.

_______: Diccionario: vida y obra de José Lezama Lima, Generalitat Valenciana, Direcció General de Promoció Cultural, València, 2000.

Guthrie, W. K. C.: Orfeo y la religión griega. Estudio sobre “el movimiento órfico”, Siruela, Madrid, 2003 (traducción de la 2ª ed. inglesa, Londres, 1952).

Martínez Nieto, R. B.: La aurora del pensamiento griego. Las cosmogonía prefilosóficas de Alcmán, Ferécides, Epiménides, Museo y la teogonía órfica antigua, Editorial Trotta, Madrid, 2000.

McGahey, R.: The Orphic Moment. Shaman to Poet-Thinker in Plato, Nietzsche & Mallarmé, State University of New York Press, 1994.

Molinero, R. V.: José Lezama Lima o El hechizo de la búsqueda, Editorial Playor, Madrid, 1989.

Pòrtulas, J.: “La carta de Táuride o la poética no aristotélica de Lezama Lima”, en J. V. Bañuls (ed.), Literatura iberoamericana y tradición clásica, Universitat de València, 1999, pp. 349-352.

Rohde, E.: Psyché. Le culte de l’âme chez les Grecs et leur croyance à l’immortalité, Payot, Paris, 1928 (1ª ed. alemana, Friburgo, 1898).

Segal, C.: Orpheus. The Myth of the Poet, The Johns Hopkins University Press, Baltimore, 1989.

Suárez-Galbán, E. (ed.): Lezama Lima. El escritor y la crítica, Taurus, Madrid, 1987.

Valdivieso, J.: Bajo el signo de Orfeo: Lezama Lima y Proust, Editorial Orígenes, Madrid, 1980.

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JAUME PÒRTULAS
Jaume Pòrtulas es catedrático de filología griega en la Universidad de Barcelona. Sus principales campos de estudio son la poesía homérica, los líricos griegos arcaicos (en especial, Arquíloco, Hiponacte y Píndaro) y los pensadores habitualmente llamados “presocráticos” (Parménides sobre todo). También se ha ocupado, más esporádicamente, de temas de tradición clásica. Sus últimos libros publicados son Saviesa grega arcaica (en colaboración con S. Grau., 2011), una extensa antología de los primeros pensadores griegos, y “Dos cops jove i dos cops baixat a la tomba”. Tradicions biogràfiques i escatologia a la Grècia antiga (2013).

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