En la vasta y abigarrada geografía de la narrativa inglesa contemporánea, Infinito, de Gabriel Josipovici, es un texto muy poco común: una novela de gran densidad teórica que consigue ser amena, un tratado musical en forma de relato que no condesciende a la pomposidad o la pedantería. La narración articula la fascinante trayectoria de Tancredo, un excéntrico compositor y pianista perteneciente a la nobleza siciliana que, tras un viaje decisivo a Nepal, ha abandonado el mundo (en el sentido religioso o incluso medieval de esta curiosa expresión) y se ha consagrado a la búsqueda de lo que llama “el absoluto musical”.

Ahora bien, en ningún momento el lector puede acceder de manera directa y ordenada (por así decirlo) a los hechos concernientes al extravagante compositor: toda la información disponible debe pasar a través del filtro de la (notoriamente dudosa) memoria del secretario de Tancredo. Así, el relato se despliega a través de la extensa entrevista que un personaje innominado (presumiblemente un aspirante a biógrafo o un musicólogo) sostiene con Massimo, antiguo secretario del fallecido aristócrata. Como es natural, Massimo, a pesar de su larga frecuentación de este complejo y refinado personaje, nunca comprendió del todo las teorías[1] que ahora debe exponer para beneficio de su inquisitivo interlocutor.

Por otra parte, es preciso comprender que Tancredo sólo reveló la mayor parte de esta doctrina estética (y casi todos los hechos relevantes de su biografía antes de contratar a Massimo) en los últimos años de su vida, cuando su memoria flaqueaba bajo el peso de diversas enfermedades. Esto significa que en realidad no hay uno, sino dos narradores poco confiables: evidentemente, Josipovici sugiere la debilidad epistemológica inherente a cualquier proyecto biográfico que pretenda ofrecernos “la verdad última” del sujeto estudiado (sea lo que sea que eso signifique).

En cualquier caso aquí tratamos con una biografía imaginaria y lo que se ha salvado de la lenta pero pertinaz erosión de la memoria de Massimo (y de Tancredo) es suficiente para mantener el interés del lector. En efecto, el pensamiento musical del aristócrata siciliano no carece de originalidad: con un desdén casi absoluto por todo lo compuesto después de Beethoven, este maníaco de la perfección, ávido de trascendencia, se propone regresar en pleno siglo XX (la época de Stockhausen y de la secta dodecafónica) a una música que intente expresar algo del estupor y el éxtasis que algunos compositores del pasado (de los monjes que crearon el canto gregoriano a los ascetas budistas que compusieron la música interpretada desde hace siglos en los templos de Nepal) consiguieron insuflar en sus creaciones. No se trata entonces del aburrido apego dogmático a una doctrina religiosa, sino de un sentimiento esencial que muchos grandes artistas han experimentado: “la nostalgia de lo absolutamente otro” (Horkheimer), la intuición de un fundamento primigenio más allá de la forma[2] que confiere un carácter sacramental a lo creado; es lo que Tancredo llama “el absoluto musical”.

Por supuesto, nada de esto sería posible sin el supremo control de la forma y el riguroso dominio de los procedimientos estéticos que despliega Tancredo pues, como solía decir Ezra Pound, “la técnica es la prueba de la sinceridad del artista”. Y es precisamente de estos procedimientos (y de casi todo demás que pueda imaginarse: el noble siciliano está a la altura de los personajes más gárrulos de la literatura europea) de lo que habla incesantemente con su estoico secretario, que apenas puede interrumpir con monosílabos vacilantes los alucinantes monólogos del prolífico compositor. Se establece así a lo largo de la narración un vínculo que mucho recuerda el de Franz Josef Murau y su discípulo Gambetti en Extinción, de Thomas Bernhard,[3] esa otra novela dominada por un personaje de radical excentricismo. Con la diferencia, sin embargo, de que Murau es, como todos los personajes de Bernhard, un creador frustrado,[4] mientras que Tancredo, a pesar de haber experimentado también la mentira, la derrota y la humillación (eso que Borges, con su acostumbrada genialidad, llamó “el antiguo alimento de los héroes”), consigue trascenderlas y se convierte en un artista omnipotente. La clave de su triunfo estriba –si aceptamos la explicación que ofrece a Massimo en diversos momentos del relato– en el extremado rigor con que pone en práctica su máxima fundamental sobre la composición musical: abdicar de la inteligencia para convertirse en un artista total.

Se trata de una apología por un arte visceral,[5] de una doctrina que reprueba la excesiva intelectualización de la práctica artística y que probablemente habría suscitado la admiración de Gombrowicz.[6] Claro, el lector atento no puede dejar de percibir la ironía implícita en esta situación: un compositor en las antípodas de la ingenuidad estética predica la abdicación del intelecto y el renunciamiento a todas las teorías precisamente a través de una construcción teórica de casi impenetrable complejidad. Sin embargo, lo verdaderamente asombroso es que, a pesar del ostensible oxímoron inmanente en su discurso (que tampoco a él se le escapa: es demasiado inteligente para no advertirlo), Tancredo se anticipa a la crítica y afirma la futilidad esencial de toda teoría (empezando por las suyas, como es natural) sobre la música, pues el sonido, a diferencia del lenguaje verbal, puede ser un absoluto inaccesible a toda ironía: el único espacio donde, acaso, el artista conseguirá intuir la imposible “música de las esferas” y saciar su nostalgia de lo absolutamente otro.


Notas:

[1] Es preciso señalar que Tancredo jamás expuso sus teorías por escrito, lo que convierte sus largos monólogos ante Massimo (o, para ser exactos, lo que Massimo puede recordar de estos monólogos) en la única fuente de información posible sobre su pensamiento musical, una suerte de doctrina secreta que era reacio a convertir en escritura.

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[2] Ese fundamento no tiene que ser necesariamente musical: en su libro Presencias reales, George Steiner ha escrito elocuentemente sobre este tema en relación con la literatura, sosteniendo que la idea de Dios o, en algunos casos, su negación, subyace a toda obra literaria de primer orden.

[3] La influencia del escritor austríaco también se aprecia en el empleo de la técnica del párrafo único (toda la entrevista se compone de un ininterrumpido bloque narrativo que fluye sin pausas) y en las constantes y grotescas exageraciones de Tancredo, un incomparable virtuoso de la hipérbole.

[4] Todos los textos de Bernhard articulan fascinantes variaciones sobre una obsesión central: la tentación y el fulgor del fracaso.

[5] Una apología dirigida sobre todo contra Schönberg y sus epígonos.

[6] Recordemos las diatribas contra el arte demasiado “cerebral” en los Diarios de Gombrowicz.

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