‘Autorretrato intervenido por el propio Nemesio’ (detalle), Nemesio Antúnez, 1986

Rara vez tengo claro el momento en que conocí la obra de un pintor. No me ocurre lo mismo con los escritores que prefiero: suelo recordar cuándo y dónde encontré sus libros. Es muy probable que haya topado con la obra de Nemesio Antúnez por mi recurrencia en la lectura de Neruda, quien lo menciona en Para nacer he nacido, antología de textos en prosa de 1985, preparada por Matilde Urrutia y Jorge Edwards, si bien el texto que alude al pintor es de 1959: “A Nemesio Antúnez lo conocí verde, lo conocí cuadriculado, fuimos grandes amigos cuando era azul. Mientras era amarillo yo salí de viaje, me lo encontré violeta y nos abrazamos cerca de la Estación Mapocho, en la ciudad de Santiago”. Lo mismo hizo Neruda, en otros textos, con Camilo Mori y el músico Acario Cotapos, con una obra en apariencia inaccesible hoy. Años después de las referencias de origen nerudiano, fui profesor de la hija menor del artista plástico en el colegio Saint George y allí lo invité a dar una charla sobre su vida artística, misión modesta ante un público de adolescentes mudos, que el pintor cumplió como un iluminado, con sabiduría y brillo.

Fui poco a poco sabiendo de sus pasos, en la dirección del Museo de Bellas Artes, al que Nemesio refaccionó y le dio el carácter de un centro de arte vivo y abierto a todas las expresiones artísticas, pictóricas, visuales, cinéticas, teatrales. Pero vino el golpe de septiembre de 1973 y el milico mandó parar. Nemesio se fue al exilio y se estableció en España, en busca de acomodo para él y su nueva familia (se había casado por segunda vez), esposa e hija pequeña, Guillermina Antúnez, hoy orfebre.

Durante estos días que corren presurosos y otoñales en Santiago, la ciudad de los espectros, veo en las noticias de televisión a su hija Guillermina que habla desde la pantalla de un noticiero, de esos que se refocilan en el fútbol y los actos delictuales, e invita a los transeúntes y a cualquiera que se estremezca con la belleza a la exposición retrospectiva de su padre, a explorar la huella que dejó el artista en sus pinturas y grabados, sus cartas, los libros que leía, los pasos que daba, sus certezas e incertidumbres puestas al descubierto en la amplia sala Matta del museo capitalino.

Asistí a la exposición y durante la hora que permanecí debí varias veces tocarme la quijada, que me dolía de permanecer con demasiada frecuencia con la boca abierta ante los despliegues del artista. Nemesio era un poseso y un iluminado, al mismo tiempo estudioso y severo; un arquitecto que se dejó seducir por un riesgo mayor: consagrarse a la pintura. Recordé, cómo no, su programa de televisión abierta, Ojo con el arte, donde más que cualquier animador, de esos que se autodesignan profesionales, daba una clase de cultura y entretenimiento.

Obviamente no fueron muchas las emisiones del programa porque nadie se atreve a auspiciarlos y la estación televisiva, Nacional, es otro canal privado (queda claro de qué está privado), que compite con todos los demás por rating y avisos inútiles, matinales y teleseras, todo mediocre, feo y sin sentido, que te inunda en el living de tu casa o en tu dormitorio desde que te duermes hasta que te levantas. En fin, Nemesio daba sus batallas con fe, experiencia, encanto, seducción y cultura. Era mayor, la verdad, siempre parecía mayor, el apagado gerente de una empresa, pero no, nada de eso, fue actor de cine, trabajó en un filme de Raúl Ruiz, fue animador televisivo y, a tiempo completo, artista plástico. No perdía un minuto, era simpático, con esa expresión que fusiona al adulto y al niño que fue y que nunca dejó de ser.

En una casa de su propiedad, en el barrio Bellavista, instaló un taller de grabado para sus jóvenes cultores, el Taller 99, que aún da frutos. Tal vez lo más fascinante de su creación fueron los tangos, que graficó en óleos y grabados, pero también los manteles situados sobre mesas modestas a cuyo alrededor se instalan sillas con asiento de paja, cubiertas con manteles cuadriculados que podían salir disparados al cielo como volantines cuando los comensales se levantaban a bailar cueca. De hecho, salían por los aires y ahí estaba Nemesio para retratarlos, planeando sobre el Palacio de La Moneda, no como los aviones que lo bombardearon en septiembre de 1973, sino como cometas que iluminaban el recinto donde un presidente dio, solo, la batalla de Chile. Nemesio era el cronista gráfico de esa epopeya, la épica de un país que se caía a pedazos, pero también fue capaz de replegarse para dejar el testimonio de otro país, menos solemne, más íntimo, el de los seres modestos que desconocen por qué el arte no está presente en sus vidas, tampoco la belleza, el esplendor del ser puesto en obra, como sentenció hace miles de años Platón. Nemesio se los recordaba, sin estridencias ni fantasmagorías, se encerraba en su taller al que llegaba muchas veces sin saber cuál era la tarea que lo aguardaba, pero lo descubría allí, encerrado, sin desmayo, golpe a golpe y verso a verso como en el poema de Antonio Machado, la vida lo empujaba desde allí para salir a otros lugares, entusiasta y convencido.

Salud, maestro, en tus primeros cien años de vida.

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MARIO VALDOVINOS
Mario Valdovinos (Santiago, 1957). Narrador, dramaturgo, guionista y crítico literario. Se ha desempeñado como profesor de literatura en varias universidades chilenas. Fue coanimador del programa cultural de radio Vuelan las plumas de Radio Universidad de Chile, entre 2001 y 2007. Ha publicado las novelas Breviario de fantasmas (RiL Editores, 2005), Post Humo (Planeta / Emecé, 2010), Lihn, la muerte (Desatanudos, 2012), entre otros libros. Es colaborador habitual de El Mercurio y Revista Intemperie.

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