Pablo Neruda junto a María Antonieta Hageenar en Batavia, 1930
Pablo Neruda junto a María Antonieta Hageenar en Batavia, 1930

Se ha perdido una niña, Carolín, quién me la encontrará,
Carolín Cacao, olé olao…

Canción infantil

“¿Por qué me casé en Rangoon?”, se pregunta el cónsul Neruda en su libro Estravagario, a los sesenta años cuando recuerda, tres décadas después, su primer matrimonio con la javanesa María Antonieta Hagenaar, con quien engendró su única descendencia biológica, su desventurada hija Malva Marina Trinidad del Carmen Reyes Hagenaar.

Neruda regresó de sus inasibles consulados orientales, 1927-1932, al horroroso Chile. Un lustro sudando, enfermándose, soportando la inactividad laboral, el barco que transporta el intercambio comercial entre Chile y el Oriente demora un mes, el calor, el salario miserable, la humedad y la impenetrabilidad de esas tierras, con sus dioses y su manera de enfrentar la vida y la muerte. Por aquel tiempo no quiso ver los movimientos insurreccionales contra el imperialismo inglés, Birmania era colonia británica, ¿tenía que verlos un joven que había sido anarquista? La verdad, más un anarquista en guerra contra el ingreso a clases en el Pedagógico que un militante decidido a dinamitar el orden burgués. No hace por esos años declaración alguna al respecto, salvo en sus cartas personales, escribe, a ratos, su obra más intensa, Residencia en la tierra I y II, no ajena al medio en que creó buena parte de los poemas de esa etapa desolada de su vida.

De regreso, un lustro después, como una condena cumplida lejos, trae una reafirmación y una duda, entre muchas otras cosas: es y será poeta, ese es su destino contra todos los vientos y las mareas, y también lo acosa una incertidumbre, no tiene ningún trabajo para mantenerse él y su esposa, Maruca, enigmática, silente, espigada y aliteraria. No se entienden, al parecer nunca hubo acuerdos, son eternos no reconciliados. Neruda salió de Chile a su incierto destino sin despedirse de su padre que no ha perdonado el abandono de una carrera de profesor, poco rutilante pero segura. Escasas comunicaciones por carta hubo entre ellos. Le avisó por cable dirigido a su hermana Laura de su fuga y, tiempo después de su matrimonio con María Antonieta, contraído más por despecho ante la negativa de Albertina Azócar de casarse con él, provoca otra herida en la voluntad del padre, él y la mamadre no pudieron asistir al casamiento de su hijo, tampoco será jamás un docente. A todas luces el período consular es una derrota. Es poeta, so what? No produce dinero para solventar la devoradora vida cotidiana, más absorbente que la oceánica selva tropical, las pagodas, la religión, el opio y la miseria del este.

No pocas veces se han planteado exigencias biográficas: no vio esto, no hizo aquello, agredió sexualmente a una mujer en Birmania, abandonó y no quiso a su hija, fue infiel y estaliniano. Este es un legado que corre por un carril distinto del antinerudismo profesional, el histórico, al estilo de Pablo de Rokha y Ricardo Paseyro, también diferente del de sus contradictores, los poetas surrealistas chilenos, Braulio Arenas, Enrique Gómez Correa, que lo bautizaron como El Bacalao. Estacionados todos los contradictores en la misma zona, quieren decir que el legado poético se ensucia con actitudes de esta índole moral: arribismo, oportunismo, no dar puntada sin hilo y un largo etcétera de acusaciones con y sin fundamento. En Neruda no es tan fácil separar obra de vida –a quien escribe este texto, su tenaz lector, le cuesta mucho– y, como le ocurre a buena parte de los lectores, es fácil confundir, fusionar, mezclar arbitrariamente una obra humanista y deslumbrante por donde se le mire, con actos ejecutados o no por su autor.

Por supuesto que frente a un legado gigante como la poética nerudiana, derramada, qué duda cabe, de la mejor fe sobre nosotros y el territorio, hubo detrás de ella un gestor, humano, contradictorio… y muchos calificativos agregados que, en particular sus opositores, los tiene, y hartos, se encargarán de dilatar cada día más. No es objetable ya que una obra duradera como la suya es y debe ser vista y examinada con las nuevas formas de lectura y apreciación del legado, para ver si resiste o se desintegra.

Sigo viendo que se sostiene.

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Al hueso entonces: ¿quiso o no a su hija Malva, hidrocefálica? Pensemos que era una época donde de aquellas enfermedades no se hablaba, los pacientes de ese tipo eran embodegados, había vergüenza en las familias al tenerlos, el cariño, de existir, era soterrado, subterráneo, no declarado. El dramaturgo Arthur Miller asiló de por vida en un sanatorio a un hijo débil mental. La relación con la madre de la niña, su esposa, al parecer ya era fatal. Neruda no quiso o no pudo quererlas, a ambas. A Malva le dedicó dos magníficos poemas en Residencia en la tierra: “Enfermedades en mi casa” y “Maternidad”; a la madre, María Antonieta, ninguno.

Les enviaba dólares, periódicamente. No debe haber sido fácil por esos años, no sólo para él ganarlos, sino enviarlos de manera segura. María Antonieta dejó a su niña al encargo de una familia holandesa que la recibió como hija adoptiva, como un pequeño huésped, a quien quisieron y atendieron hasta su muerte. La madre salía a trabajar y veía a la niña una o dos veces por mes. Entonces, desplegada una mirada desde hoy, el abandono de Malva fue total, un escollo, un guijarro que quedó al margen.

Sobre este caso la joven poeta noruega Hagar Peeters escribió una bella novela, Malva (Rey Naranjo Editores de Colombia, 2017). En ella la niña hidrocefálica habla, cuestiona a sus progenitores, los asedia y reflexiona sobre el abandono de su frágil cuerpo deforme, y de su débil alma, pletórica de fe y de deseos de crecer y de vivir con ellos.

Malva y su madre no aparecen en las memorias nerudianas, Confieso que he vivido, ¿Estuvo María Antonieta en los momentos finales de su hija? Está comprobado que el padre no se enteró sino por un telegrama. ¿El poeta las dejó a ambas para el final en sus memorias, cuando ya hubiese pasado revista a la numerosa humanidad con la que se vinculó? ¿O decidió desde siempre, y sin más, desterrarlas de su recuerdo, de su memoria, de sus palabras?

“¿Por qué te precipitas hacia la maternidad/ Y verificas tu ácido oscuro con gramos a menudo fatales?”, preguntó Neruda en el poema “Maternidad”.

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