Jacques Lacan
Jacques Lacan

Para M. A.

Es mentira el que presume, fifí-naricita-alzada: “uy, yo lo conocí por los textos de Jacques-Alain Miller”, o “ay, yo lo descubrí en la universidad por mi cuenta”. Todos los de mi generación llegamos a leer a Lacan a través de Žižek. Todos.

Vimos esto en un momento, y después vimos esto (ja: “I’m a lacanian”), y dijimos: “¿y este Jacques-Marie Émile quién es?”

Yo vi por primera vez su cara, arrugada como pasa, con ese jopo a lo Elvis y esos lentes que le agrandaban los ojos como a Sybill Trelawney, en un cartel mal fotocopiado que estaba pegado en la puerta de una librería del Portal Lyon (no recuerdo cómo se llamaba y creo que ya desapareció). Ese cartel promocionaba un curso sobre Jacques Lacan, con el gancho de que regalarían en un CD todas sus obras. Obviamente, eran las ediciones piratas de El seminario, las que luego circularon por Internet, pero en esa época casi nadie descargaba cosas (descargar por eMule una porno de Rita Faltoyano demoraba dos noches enteras, imagínate ahora la obra completa de Lacan). Mi sorpresa fue tremenda cuando Valeria, una niña pecosa, ojiverde, caderona, que me gustaba a principios de los dosmil, llegó diciéndole a la clase que se había inscrito a ese cursillo y que empezaba esa misma tarde.

—¿Alguien quiere ir? –preguntó con la fotocopia en la mano. Parecía como si Jacques-Marie Émile, desde el papel, me estuviese guiñando un ojo. Dale, dale, dale.

—Yo, je, moi, I, Ich, Io –respondí.

—¿Has leído a Lacan? –me dijo, con sus ojazos muy abiertos.

—Tsss… claro. El seminario, los Escritos

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Uno es joven y voluntarioso, y a veces hace cualquier cosa pa’ que lo que ha visto por eMule se vuelva realidad. Así que esa tarde-noche llegamos a una casa enclavada en la comuna de La Reina que parecía haber sido comida por la vegetación. Era una pirámide maya recién descubierta. Afuera se apelotonaba un montón de gente. Algunos fumaban. Otros planeaban ir, después del curso, a un concierto de Lucybell (el rock chileno estaba en todo su apogeo). Pasadas las ocho, una mujer pequeña, de rasgos aindiados, abrió la reja y la masa de gente se adelgazó para pasar por esa abertura. Me quedé un poco atrás. Valeria se volteó y metió su brazo por el espacio que dejaban dos personas. Me llevó así, de la mano, como mi mamá me llevaba a los flippers, hasta la sala de esa casona que habían acondicionado para el seminario. En lugar de muebles, en las cuatro esquinas habían dispuesto cojines, plantas y frazadas. Cada quien ocupó un lugarcito, en posición de loto. Al centro, el piso de madera estaba lustroso y planísimo. El hombro de Valeria estaba muy cerca del mío. Podía oler su cabello… vainilla, cítricos… Espié un ratito su escote, no mucho. De pronto me sentí ridículo con mi cuaderno de notas en las piernas. Es la sensación que he tenido toda mi vida cuando entro a un lugar con mucha gente: todos parecen saber a lo que vienen, menos yo. “¿Me habré equivocado?”, pensé, “¿habrá existido otro Lacan que no haya sido psicoanalista, sino chamán o yogui?”

En eso apareció al centro del piso de madera un tipo grande, gordo, casi calvo, vestido con una túnica blanca, y casi de inmediato se sintió entre los concurrentes un golpe de electricidad. En la mano derecha llevaba la edición de Paidós del Seminario 11. Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, y sin decir agua va leyó: “Al producirse en el campo del Otro, el significante hace surgir el sujeto de significación…”

Mi cara de estupefacción fue absoluta. Uno tiene esperanza, cuando acude a una clase incluso tan estrafalaria como aquella, que el tiempo haga lo suyo y las cosas se vayan aclarando. Pero aquel roshi no hacía más que soltar y soltar verdades lacanianas como mantras: “sólo se siente culpable quien cedió en su deseo”, “el deseo tiene lugar en esa repercusión que surge de articular el lenguaje al nivel del otro”, “la realidad es el soporte para el fantasma del neurótico”.

—No entiendo un carajo –le susurré a Valeria.

—Es que no has ido a terapia –me dijo, reprendiéndome.

Después iría, sí que iría. Pero en el sillón del terapeuta, evidenciando, digamos, una suerte de Lacan aplicado, todavía uno entiende menos y lo único que quiere es regresarse al cojincito de aquel encuentro hippie de La Reina.

En esa ocasión me desconecté del todo, como cuando mis profesores hablaban del logos en clases o mis padres contaban anécdotas pedorras en las reuniones familiares. Me puse a pensar si así habrán sido los seminarios de Lacan en el hospital Sainte-Anne. Ese yogui psicótico, ¿nos habrá querido enviar un mensaje más hondo con aquella intervención?

Al final me quedé con el CD mal quemado de las Obras completas y sin Valeria, la Vale, y vale: todo este rodeo para decir que la transferencia de la enseñanza de Lacan fue, es y ha sido siempre un problema.

*   *   *

Hace quince años comencé a leerlo como se lee la mejor poesía: sin entenderlo. Eso, como supe después, es ventajoso, porque a Lacan hay que retornar con insistencia si se quiere sacar algo en concreto. Como le pasó a él mismo, que atisbó el tremendo aporte de Hegel recién cuando tomó clases con Alexandre Kojève, a Lacan lo empezamos a asimilar gracias a las clases de Manuel Asensi, que venía de Valencia al DF y pasaría a Guanajuato, Xalapa y Puebla trayendo este evangelio. Eran sesiones maratónicas de hasta seis horas, celebradas en una casa vieja del centro de Puebla que, literalmente, se caía a pedazos. Allí, creo, con calor, mala acústica y ni siquiera un pizarrón decente, pasamos por donde teníamos que pasar para entender el famoso “retorno a Freud”: la modificación del signo lingüístico de Saussure, la subversión del sujeto hegeliano, el RSI, algunas acepciones de las mil quinientas que tiene el object petit-a, el circuito de la pulsión, el fantasma, el Otro, los grafos, la diferencia entre goce y placer, la metonimia y la metáfora para comprender por qué el inconsciente está estructurado como un lenguaje, etcétera.

Asensi era un roshi a su modo: pelón, musculoso, con barba y después tatuado y con piercings. Quienes asistimos a esas clases sentimos el efecto del lacanismo como al tercer día. Varios se angustiaron, se levantaron y se fueron de allí aterrados. Otros, consiguieron pareja. Otros, dejaron a la pareja. Algunos encontraron cierta liberación psíquica para darle nombre a manías. Los más, salimos con apuntes extraños, llenos de fórmulas y anotaciones al margen de títulos que, debido a la poca visión de algunos libreros poblanos, no pudimos más que piratear de Internet.

Gracias a Asensi y a Élisabeth Roudinesco sigo volviendo seguido a Lacan. Me gusta leerlo sin etiquetarlo: es y no es un terapeuta, es y no es un filósofo, es y no es un escritor experimental y un polímata contemporáneo, a lo Da Vinci, pero su creación no fue plástica sino verbal.

Me ha tocado enseñarlo, a veces, desde el punto de vista literario, lingüístico o psicológico, y allí la premisa es siempre la misma, escandalosa por verdadera: ciertos comportamientos, más que fenómenos patológicos, son formas supremas de expresión.

La propia biografía de Lacan tiene episodios fascinantes: su expulsión del IPA, su encuentro con Dalí, su conversación a la hora de los postres con Louis Althusser en un restaurante de barriada muy popof, su mudez desde 1978, su obsesión por lingotes de oro en tanto sublimación de la función excrementicia. Lean, por favor, el libro Lacan. Esbozo de una vida, historia de un sistema de pensamiento, de Roudinesco. Y después, Psicoanálisis. Radiofonía & Televisión. Y luego, estos ensayos que tienen títulos parecidos a los que pone Patricio Pron en sus novelas (pero claro, mejores): “La instancia de la letra en el inconsciente o la razón desde Freud”, “El estadio del espejo como formador de la función del yo [je] tal como se nos revela en la experiencia psicoanalítica” y “Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente freudiano”, todos incluidos en los Escritos. Y después, los seminarios 11, 7 y 5, en ese orden. Y luego ya lo que quieran, y habrán entrado en el abismo con guía turístico, o en el infierno con un Virgilio más realista.

“Si el conocimiento sólo nace al tiramollar el lenguaje, no es para que sobreviva que hay que andárselo, sino para demostrarlo abortado”, dijo en Radiofonía & Televisión. Con los años, ya entiendo el mensaje del yogui aquel que me llevó Valeria a ver: como pasa con El libro tibetano de los muertos, el Bhagavad-gītā o el Popol Vuh, pueden abrirse los libros de Lacan en cualquier parte y encontrar alguna revelación que nos ayude a seguir caminando. O a retroceder. O a cambiar de acera.

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FELIPE RÍOS BAEZA
Felipe Ríos Baeza (Santiago de Chile, 1981). Escritor, comunicólogo social y doctor en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada. Es autor del volumen de cuentos Satori (2018) y de las novelas Clowns (2016) e Infectados (próxima aparición: 2020). Ha publicado, además, El texto desbordado. Aproximaciones contemporáneas al fenómeno literario y artístico (2019); El desvarío ilustrado. Ensayos sobre literatura hispanoamericana contemporánea (2014) y los dos volúmenes de Roberto Bolaño: una narrativa en el margen (2013 y 2016), entre otros libros académicos. Se ha desempeñado como profesor e investigador en varias instituciones de educación superior, en materias de literatura, cine, filosofía y estética, además de escribir y coordinar libros críticos dedicados a autores contemporáneos como Enrique Vila-Matas, César Aira y Juan Villoro, entre otros.

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