Sin título, Jorge Carruana Bances

Mi mujer me acusa de ver porno compulsivamente. Pero, ¿de qué otro modo puede verse porno si no compulsivamente?
Ignatius Farray

Vista Alegre debe ser el mejor barrio de Santiago. Ni el carnavalesco Sueño ni la soleada Santa Bárbara pueden competir con ese pequeño Vedado. Construido a comienzos del siglo pasado, comienza en la cuesta de la Avenida Manduley y desciende suave hasta el Palacio de Pioneros y el hospital Juan Bruno Zayas, siempre con sus casas amplias y sólidas, sus calles arboladas y silenciosas y ese aire tan de burguesía derrotada.

Me gusta ir allí. El silencio circundante resulta ilógico, irrespetuoso para con la bullanguera ciudad. Da la impresión que cualquier trámite a realizar será breve y saldrá bien, que una visita a un amigo será tranquila y evocadora, que un simple paseo por los alrededores devolverá las ganas de vivir. En Calle 15, antes de enfilar a Carretera del Caney y el hospital, la guagua pasa frente a un palacete descascarado, de escaleras dobles, jardín deslucido y verja oxidada, y me digo: “Aquí fue donde vi pellejo por primera vez”. Contemplo un momento la casona, lo que me permite la combinación azarosa de cabezas y sobacos sudados de los pasajeros, y cuando el ómnibus se incorpora a Carretera del Caney siempre tiro el cálculo de que ya han pasado más de tres décadas.

Fue en nuestros famosos ochenta, cuando los de mi edad tomábamos yogurt de sabor ($1.00) o latas de jugo Taoro ($0.45) como si no hubiera un mañana, le dábamos a los tenis el mismo valor que a un par de zapatos (que se promocionaban con nombres tan cargados de magnetismo como Pionero o Pista), y al atardecer mirábamos al horizonte de la playa Siboney sin imaginar que años después esas minucias serían consideradas verdaderas excentricidades.

Más que al bloqueo, temíamos al diversionismo ideológico –especie de inquisición ridícula puesta en marcha por escribir los nombres de Metallica o Iron Maiden en una libreta, llevar el pelo demasiado largo para la apreciación del docente promedio o masticar un chicle–, y a su instancia superior, verdadera antesala a los infiernos: la moral socialista. Combinadas, estas nociones proporcionaban una chealdad de moral intachable y desprovista de la menor diversión. En resumen, una vida sin sexo.

Cejijuntos y aburridos, Míster Diversionismo y Doña Moral habían convertido a la Cuba que esperaba con docilidad el Período Especial en un barrio grande y pacato, donde películas como Échale la culpa a Río (Stanley Donen, 1984), La hora Texaco (Eduardo Barberena, 1985) o Arma de doble filo (Murilo Salles, 1989) merecían colas de varias cuadras en los cines de estreno por el escándalo de una teta, y en las noches las mujeres se humedecían cuando la televisión “iba a por todas” con las evoluciones de Bacallao bailando “La Chaonda” con La Aragón.

En una esquina de ese estrecho convento, mis socios y yo, tan en la búsqueda como los extras de Una novia para David (Rolando Díaz, 1984), resultábamos más creativos en las historias de affaires sexuales que nos infligíamos en los recesos que en nuestras composiciones de Español, aunque la única bibliografía literalmente a la mano era ¿Piensas ya en el amor?, del germano Heinrich Bruckner, un tratado de sexología timorato con el terminabas masturbándote a costa de una silueta. No exagero: era la de una muchacha saliendo del baño. Creo recordar que está o estaba en la página 75.

La vida en VHS

Una tarde la vieja señora y el cejijunto compañero se descuidaron y un cubano compró una reproductora de video. Sé que a mis socios del barrio, matriculados en escuelas más humildes como Mendive o la Otto Parellada, les tocó años después, pero mi pertenencia al Cuqui Bosch, uno de los preuniversitarios de más prosapia en la ciudad, destino natural de los muchachos de los barrios acomodados de Sueño, Santa Bárbara y Vista Alegre, me puso delante uno de aquellos aparatos cuando todavía los padres cubanos advertían que las teclas del rewind y el fast forward “hacían daño al equipo”.

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Después de ver Danko calor rojo (Walter Hill, 1988) o Tango y Cash (Andrei Konchalovsky, 1989), el asombrado grupo de muchachos delante de la máquina decidía, a golpe de risitas y silencios sobreentendidos, que había que ver porno. Siempre alguien tenía un amigo con un primo que conocía a no sé quién. Desde ese momento comenzaba el complot que además de planear estratégicamente en casa de quién sería, incluía al selecto y muy reducido grupo de espectadores. Por eso puede afirmarse, sin mucho asomo de duda, que hasta bien entrados los dos mil y las computadoras, ningún cubano vio porno solo. Nunca.

Fue así como llegué a aquella casona de Vista Alegre, donde el crecido grupo de condiscípulos fuimos expulsados por la misma escandalizada señora de siempre, que no permitía que en su casa se vieran películas “de relajo”.

El complot injustificado, el silencio a deshoras, la tonta hurtadilla, fueron los componentes más voluptuosos de aquellos filmes en BETA y VHS que de tanto prestar y prestar siempre se veían mal y estrictamente sin volumen, y que uno intercambiaba en una atmósfera ilícita que ya querrían para sí algunos expendios de droga. A la luz de hoy, resulta tragicómico intentar explicar cómo hombres jóvenes, y adultos, se sintieran amedrentados ante semejante banalidad, y por las mismas razones espero que dentro de algunos años, sonriamos con benevolencia al recordar los temores que hoy damos por ciertos. Al menos, esos tejemanejes, esos “ssssss…, callados, que si alguien se despierta se jodió esto” fueron nuestro mejor contrapeso, el único sostén vitalista en aquel famoso apagón.

Fue por entonces, ya con máquina reproductora propia y escondite definido, cuando adquirí la costumbre de averiguar dónde los demás guardaban los suyos. Desarrollé una especie de scan automático que se activaba no más llegar a una casa y ver el Sony acomodado al lado del televisor, y entraba en modo searching. Cuando tenía la oportunidad, llegaba a registrar gavetas y libreros con la misma fruición de un detective privado, sintiendo el chutazo de adrenalina al encontrar el inconfundible, el irrompible VHS sin caja, recompensado únicamente con la creatividad de mis coterráneos para camuflar contenidos. Encontré varios nombres-trampa, de principiantes, como Venganza anónima, que era fácil suponer que alguien asumiera como válido y causara un revuelo familiar; otros elaborados y cariñosos, como Voltus V o Elpidio Valdés ataca de nuevo; y escuché del mejor, el más críptico, aquel que descubrió mi socio Rafael que usaba su papá, quien aprovechándose de su estadía en Vietnam, rotulaba sus pellejos en ese idioma.

Virus: no tocar

A comienzos de los dos mil llegaron las computadoras, y si bien los disquetes de 3 1/2 pulgadas, que solo permitían almacenar algunas decenas de fotos de baja resolución significaron un retroceso sobre el movimiento, ya para Windows 98 las máquinas tenían RAM y CPU suficiente para reproducir los vídeos que ahora podían verse en la intimidad de un dormitorio.

La moralina de turno obligó a renombrar las carpetas de contenido erótico y allá fuimos todos a comprender los códigos ajenos para acceder a la información. La extendida estrategia primeriza de señalarlas como “Virus: no tocar” se hizo tan familiar, que era allí, precisamente, donde buscaban los expertos.

También, la historia universal recogerá que fue en este período cuando comenzó el destape en la Isla.

Es probable que haya una anterior, pero el mayor desarrope que muchos recordamos fue el protagonizado por varias muchachas de la UCI, casi a manera de inauguración de ese enorme centro educacional. Sus fotos, de un erotismo casual y ligero, y en muchas ocasiones con poses más cándidas que lascivas, se regaron por cuanto disco duro había con espacio en este país, y al instante provocaron una rápida respuesta de nuestra mal templada cumbre ideológica, que en un santiamén deshizo (a escondidas, como siempre: la opinión pública nunca se enteró del escándalo por medios oficiales) aquel prólogo de College rules criollo, y banneó de su asexuado paraíso a aquellas díscolas ninfas de la generación del aguazúcar.

El affaire UCI provocó las primeras reflexiones de los teóricos locales de los porn studies. Quedaba claro que la intención de aquellas fotografías apenas tenía que ver con lo sexual, toda vez que muchas de las muchachas no podían ser descritas ni siquiera como “agraciadas”, sino con un aliento que muchos interpretamos como la más pura necesidad de rebelión (las más elemental, la del cuerpo, la del eros) ante una moral social que, diciéndose liberadora, imponía un conservadurismo a todas luces pequeñoburgués y decimonónico, y encorsetaba cuanta apetencia individual apareciera en la esfera pública.

Jorge Carruana Bances 2 | Rialta
‘Piernas de mujer con Lenin y composición’, Jorge Carruana Bances

El asunto daba incluso para cuestionar el carácter pornográfico de las incipientes grabaciones domésticas nacionales, que ya por entonces comenzaban a aparecer. Al faltar el propósito comercial, a nuestro pellejo se le encontraban más connotaciones, sociológicas, y hasta políticas, que puramente sensuales.

Por eso muchos alegan que el material nacional no sirve para disparar. Porque las filmaciones, además de mal iluminadas y peor fotografiadas, hablan de personas necesitando ser reconocidas por aquello a lo que otorgan un valor mostrable, individualizable, que los significa entre una masa amorfa, sin rostro, sin voz individual, y que vive en las estadísticas sociales, metas gubernamentales y planes quinquenales. Quien haya leído una o dos entrevistas a gente del ramo sabe que a actriz/actor porno no se llega empujado por la pobreza. No importa cuánta sea tu necesidad material: si no tienes el gen exhibicionista, no hay nada que puedas hacer desnudo frente a una cámara, excepto sudar vergonzosamente.

Y aunque de manera general pudiera ser válido el criterio antes mencionado (el de la inutilidad del porno cubano para cumplir con el objeto social del género), esto no se cumple para cada uno de los, llamémosle filmes, en particular. Primero, porque lo erótico, sexual y sensual es diferente en cada ser humano (cada uno tiene su propio manubrio, dice el Cuervo Mereles en Plata Quemada, de Piglia). Segundo, porque aún dentro de este dominio del amateurismo pobretón, la charlatanería exhibicionista y la legítima emancipación del cuerpo, existe una enorme variedad de orígenes, intenciones y contextos, que se refleja, no podía ser de otra manera, en los nombres que se les dan a los archivos.

A veces aparecen señalizados, sencillamente, con la combinación alfanumérica que brinda por defecto el teléfono o la cámara. Pero casi siempre en los comienzos alguien, seguramente sin ánimo alguno de trascendencia, se encarga de otorgarle el nombre que lo acompañará, salvo excepciones, de memoria flash en memoria flash. De ahí lo directo, ingenuo y apresurado de las denominaciones.

Existen las puramente geográficas (ejemplo hipotético: Matancera, Chica reparto eléctrico), las que pretenden una “evaluación de desempeño” (Loca, Se mueve rico, Cubanita chea), las que siguen un criterio de edad (Puretana le gustan los jovencitos), las que apuntan a la profesión de los protagonistas (Económica…) o al lugar donde, supuestamente, se desempeñan los hechos (Servicentro…), las que pretenden establecer una marca de exclusividad (Tortilla a la cubana), las que son una mezcla de todo lo anterior, y las que son tan abstractas que dejan todo el trabajo a la imaginación (Final, Qué problema).

No pocas veces las etiquetas pecan de imprecisión y los fanáticos de la taxonomía (siempre los hay) se debaten entre varias opiniones. Otras, cierto tremendismo a lo prensa amarilla nos hace desembocar con avidez en algo que resulta poco más que una tierna sesión de fotos de un par de enamorados, o algún baile, más acrobático que sensual, de una aspirante a stripper. O se nos promete la presencia de alguna celebrity, que resulta ser alguien remotamente parecido. No podemos asegurar nada, excepto la existencia de una generación de compatriotas que se desprende a paso redoblado de cualquier ideal de vergüenza, que posee la suficiente amplitud de mente y/o desfachatez para filmarse en la intimidad, consciente de que alguien más puede verlo. Tal vez, incluso, con ese objetivo expreso.

Sin embargo, por más que me gustaría que fuese este el origen de toda la producción nacional, la vida está lejos de ser un cuento de hadas. Todo espacio de libertad presupone, incluso denota, la existencia de otro de opresión. Por cada muchacha que acceda gustosa a filmarse puede haber otra que no sabe que está siendo filmada. Un descuido con un teléfono o la persona equivocada sentada a la máquina, pueden sacar al público materiales concebidos para el sano disfrute privado. Ante la ruptura de una pareja no es imposible que el hombre (es lo más frecuente, lamentablemente) divulgue imágenes comprometedoras. Y a veces, sin que suceda nada de lo anterior, es evidente, en las pocas palabras que se distinguen entre el medio ambiente, la arrogancia del “macho” que se sabe o se cree, en virtud de su bolsillo, dueño de la situación, siempre dispuesto a fingir que son reales los desganados gestos de complacencia de las protagonistas.

Me alegra decir que, según mi experiencia, los casos anteriores no son mayoría. También que esa indefinición creciente de la frontera entre lo cubano “de adentro” y “de afuera” hace que a veces, en las carpetas Cuba, aparezcan producciones extranjeras que incluyen actrices nacionales. Pienso en una preciosa conocida como Cubana de loca en París, o en aquella en la que una muchacha nada espectacular, se enfrenta con total naturalidad e incluso, si mal no recuerdo, se burla, nada más y nada menos, que del gran Nacho Vidal. .

700 Mb y bajando…

La relativa candidez en el pellejo cubano está cambiando, gracias a la decisión que ha tomado ETECSA, nuestra invencible empresa de comunicaciones, de incorporarnos a las dinámicas de la globalización. Ahora tenemos influencers criollas que están a dos fotos de Instagram de un casting para Brazzers, y desde Chrome, o cualquier otro navegador, se necesitan menos de cuatro clics para crearte tu propia página.

Estás en tu casa y abres datos móviles. Suenan las notificaciones. Emoticones que refuerzan el contenido: gotas, zanahorias, manos: hay material local en los grupos de Whatsapp o Telegram. Uno calcula la cantidad de megas en cuestión y compara con el siempre magro crédito del cubano común. “Son X megas. Te quedan Y. ¿Valdrá la pena?” Los primeros comentarios, dirigidos a quien colgó el material, confirman las reticencias, y lo hacen sentir a uno parte de una tibia colectividad: “Loco, ¿seguro que es nacional?”, afirmativa la respuesta, siguen otras consideraciones, de plano merecedoras de baneo en otros sitios web.

A saber:

―¿Amateur?

(Spoiler para principiantes: el profesionalismo tiene menos morbo.)

―Las titties: ¿son fake o reales?

(Spoiler: el primer caso resta puntos.)

―¿Es una cubana en Cuba?

(Spoiler para ñangaras: cubanas de misión, o radicadas en Miami u otro lugar, causan menos interés que sus compatriotas con libreta de abastecimiento. El casi autóctono ventilador Órbita 5, una pared sin repello o algún producto Suchel, son pruebas suficientemente fidedignas).

Resueltas las primeras interrogantes, y todavía movidos por la mezquindad digital, se intenta dilucidar las generales de la performance:

―¿Es calentadera?

Aquí se incluyen bailes provocativos, manoseos menores y cualquier otra situación vagamente erótica que no sobrepase los cinco megas.

―¿Es final por aparatos?

En cuestiones de pellejo local, se recurre a pocos juguetes. De todos es sabido que probablemente también por culpa del injusto bloqueo hemos vivido sin el menor asomo de un mercado sexual que nos provea de estos cachivaches sexuales, así que este apartado se cubre con desodorantes y otros ítems de reminiscencia fálica.

―¿Ripiadera?

―¿Tengo que explicarlo? Acaba de dar clic, anda.

Pero a pesar de que mi sobrino de dieciséis años no tenga ninguna amiga virgen y jamás haya escuchado hablar de Tío Stiopa ni de Tía Moral Socialista, alguna razón habrá para que no haya grandes estrellas del porno fuera de Cuba, más allá de Abella Anderson o Angelina Castro (ninguna educada entre nosotros), ni ninguna página web dedicada exclusivamente al material nacional.

Algo habrán hecho bien esos cabrones del Departamento Ideológico.

Será que falta mucho todavía por liberar(nos), por entender(nos), por tolerar(nos), por destapar(nos), que aún nos queda lejos el exhibicionismo necesario para pararnos delante de una cámara o un teléfono para atestiguar uno de los goces más primarios. Quizás porque la vida en esta cabrona isla siempre se decanta por el lado más chato, más tonto, menos peligroso, más cheo, tal vez porque tenemos tanto miedo, a todo, que moriremos con el próximo huevazo que pegue contra nuestra puerta.

A lo mejor por eso mi filmación nacional favorita sea una del occidente centro del país (se reconoce por el acento de los protagonistas y porque se titula con la locación de la escena), donde el muchacho coge el dispositivo (no queda claro si una cámara o un teléfono), y dice, señalando a la muchacha:

—Esta es la loca más rica de todo X, ¿ven cómo se mueve?

Ella, sin dejar de menearse magistralmente, toma el device y dice con furia:

—Y a este no le gusta bañarse. Es un cochino.

Ese diálogo me provoca lo mismo que si viera compactada Little Miss Sunshine (Jonatan Dayton, 2006). Aparto la laptop y quedo sobre la cama, no sé si triste, no sé si contento, paladeando esa esencial indefensión nuestra, feliz de que incluso en una vulgar filmación doméstica, dé el salto esa agridulce soledad universal, esa inevitable humanidad que nos tiene siempre al borde de la autocompasión. Doy a la barra del space y disfruto una emoción, por completo ajena a la excitación sexual, y que a veces confundo con un mínimo y esquivo orgullo patrio. “Cubanos tenían que ser”, me digo, para poder asimilar la catarata de espontánea ingenuidad, de tanta agonía, tanta deliciosa torpeza sentimental, tanta organicidad, tanto desprecio por el histrionismo, tanta vida a dentelladas. Me da por pensar que lo he visto tanto, por el simple hecho de comprobar que no todo está perdido para nosotros. Gracias por eso, muchachos.

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JULIO CÉSAR JIMÉNEZ
Julio César Jiménez Jardínez (Santiago de Cuba, 1974). Narrador, ex metalero, tecnofriki , DJ ocasional y defensor del concepto de remix en la Literatura. Graduado de Letras en la Universidad de Oriente y Máster en Estudios Latinoamericanos, por el Instituto Superior de Arte (Camagüey). Afirma estar haciendo un doctorado en Sociología de la Cultura. Se comenta que su novela Pellejo, que permanece inédita, fue mención del Premio Alejo Carpentier en 2017. Ha publicado: Cinco perros y un ratón (cuento, Ediciones Santiago, 2014), Un mundo tan blanco (novela, FRA, República Checa, 2015, Premio Novelas de Gaveta Franz Kafka), Aptitudes para el baile (notas al guion) (novela, Premio Oriente, 2016) y Ácido: blog de poesía (novela, Ediciones Santiago, 2018, Premio Especial Centenario de José Soler Puig).

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