Fotograma de Taller de ‘Línea y 18’, de Nicolás Guillén Landrián

Una de las más seductoras aventuras de la fenomenología del cine se ha ocupado de la exploración del rostro humano sobre la pantalla y dentro del sistema de signos de la iconografía fílmica. El rostro como manifestación sobresaliente de la ambigüedad constitutiva del cinematógrafo cual tecnología del índex y al mismo tiempo territorio privilegiado de embrujo, encantamiento y gestión de una nueva dimensión para lo sobrenatural. El rostro como superficie; el cine mismo como repertorio de rostros-superficies. El rostro como agujero negro impredecible donde abismarse los sentidos y desatarse las tensiones entre enigma y búsqueda del conocimiento.

De la dilatada bibliografía dedicada al asunto, un texto de Mary Ann Doane explora la genealogía del rostro cinematográfico a través de su encarnación formal básica: el close-up.[1] Para ello, Doane examina uno de los primeros intentos por establecer los rudimentos de una teoría estética que diese cuenta de la especificidad comunicativa del cine. Se trata de la fotogenia, noción desarrollada dentro del movimiento del impresionismo fílmico francés de la segunda década del siglo XX y mejor expresada en los textos de Jean Epstein y Louis Delluc, pero también en los presupuestos estéticos de Abel Gance, Fernand Léger, Germaine Dulac y Hans Richter.

Parte de una primera vanguardia cinematográfica que exploró las profundas implicaciones del nuevo dispositivo de la visualidad como fuente de manifestación estética y generador de conocimiento acerca del mundo, esta corriente constituyó un síntoma de discusión con la manera en que se codificaría el sistema del modo de representación institucional. El impresionismo fílmico resultó una corriente asimiladora de los elementos de protesta ideo-estética que implicó la revuelta surrealista y, sobre todo, la exploración del cine como una forma de expresión individual, subjetiva y más allá de la mímesis, acaso la primera revolución abstracta para el joven medio.[2]

La ambigüedad constitutiva del cine encuentra en tales prácticas su encarnación, cuando la representación fílmica, que depende del registro parásito de la realidad objetiva, persigue forzar la producción de un lenguaje apropiado para lo sensible, una forma de expresión propia de las sensaciones, lo cual forma parte de la aspiración estética de fines del siglo XIX hacia definir aquello específico del fenómeno artístico, considerado como esfera pura y singular. Ambigüedad que aparece incluso en la categorización propuesta por Doane, quien indica la existencia de dos tradiciones en el uso del close-up en el cine. Una, representada por el cine estadounidense, interesado en sugerir cercanía, intimidad, en “modificar el drama por el impacto de la proximidad”, según palabras de Epstein.[3] Otra, teniendo al cine de Sergei Eisenstein como paradigma, además de al cine impresionista francés y a los cines nórdicos del período primitivo, estaría motivada ante todo por la búsqueda de una sensación de magnificación, de hiperbolización, que transformaría el plano detalle en un signo individualizado, en una entidad que adquiere significado propio generando un meandro en la corriente fictiva del filme, que desvía el relato hacia una dimensión metafórica.

Fotograma de ‘Coeur fidele’ 1923 de Jean Epstein | Rialta
Fotograma de ‘Coeur fidele’ (1923), de Jean Epstein

En ambas tendencias se expresa el debate presupuesto arriba, que traslada al cine la dicotomía creada en la historiografía de las artes a partir de la modernidad, según la cual existiría un enfrentamiento perenne entre las artes de la representación y su opuesto, el impulso anti-representativo. Dicotomía que explicaría las tensiones que motivan el conflicto del cine ante las posibilidades que abre su dispositivo de registro: un afán realista, inclinado por la representación analógica, sincrónica, del movimiento, en pugna con un afán analítico, que buscaría la descomposición del movimiento y el desarrollo de un modo de pensar lo visible y la percepción humana propio del cinematógrafo.[4]

El close-up así visto sería una instancia privilegiada para examinar el efecto comunicativo del cine sobre el espectador, así como la repercusión fenomenológica del filme y del rostro humano en la cultura. El gran primer plano del semblante del personaje, si bien naturalizado hoy como constituyente de la sintaxis fílmica, es una herramienta expresiva cargada de posibilidades que ha despertado el ansia especulativa de teóricos de diferentes disciplinas, y que ha constituido un escenario de trabajo para el cine más allá de su variante clásica. Tómese en cuenta el potencial papel subversivo del close-up del rostro en el cine de Ingmar Bergman o Andrei Tarkovsky, quienes se adhieren a la exploración de la subjetividad de sus personajes, comparado con su apropiación por el cine industrial, con su apego a la valorización de la deidad pos-humana de la star. Hablo de una tensión que acompaña las adherencias políticas al cine como forma de indagación en la estructura de lo visible y de acceso a lo sensible, enfrentado a su apropiación como instrumento de cosificación mercantil del sujeto por vía de su consumo industrial. En tal línea de razonamiento, podría considerarse la gestión histórica de dos maneras de utilizar el close-up dentro del orden fictivo cinematográfico: uno, de carácter descriptivo; el otro, más regularizado dentro de la modalidad institucional, de tipo narrativo.

En el cine cubano, el close-up se convirtió en un recurso habitual de desenvolvimiento de las marcas que definen, a partir de finales de la década de 1960, sus discursos maestros. Estas cláusulas, que van a convenir en la estructuración de una voluntad estética, a la manera del clasicismo entendido por David Bordwell[5] para el cine de Hollywood, definen las condiciones de institucionalización del discurso fílmico nacional.

El cine de Humberto Solás contiene algunas de las trazas más significativas en esa dirección dentro del largo de ficción. Sobre todo en Lucía (1968), Solás reelabora la fotogenia clásica en la dirección de sus intereses particulares, que son la relectura de la Historia cubana desde la perspectiva del sujeto femenino que participa en el cambio social. A la manera de una alegoría historiográfica en tres tiempos, Lucía expresa tanto su tema como su tratamiento a través del interés y la necesidad de expresar asuntos de la identidad nacional, haciendo del cine un escenario representativo de asuntos que caracterizan o explican “lo cubano”. Los close-up reiterados de sus heroínas dotan a Lucía de una iconicidad superlativa, que persigue definir un entorno fictivo que registre cómo se expresa lo nacional, qué lo caracteriza, cuáles son las marcas externas y también psicológicas del cubano.

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Solás detecta en los rostros de sus actrices las marcas de autoctonía que le interesa resaltar: la raíz europea acriollada, de tez blanca, rasgos caucásicos, pelo negro y ojos oscuros, en Raquel Revuelta y Eslinda Núñez; de piel trigueña, rasgos aindiados de raíz aruaca, que la aproximan a los primeros habitantes de Cuba, en Adela Legrá. Los célebres close-up del rostro de estas actrices, sobre todo de la última, marcan el acento de la fotogenia cubana en dirección a subrayar en la individualidad los rasgos de historicidad, el depósito humano de un proceso de larga duración, que en este caso indicaría la evolución de un etnos híbrido.

Adela Legrá en ‘Lucía’ | Rialta
Adela Legrá en ‘Lucía’

La fuerza plástica de estas imágenes, en cuya femineidad se quiere subrayar menos el contenido erótico que la condición de integrante de una raza, de una cultura o pueblo específico, dotan a la fotogenia fílmica cubana de un carácter afirmador de los valores de la nación a partir de rasgos externos que podrían actuar como lenguaje universal. O sea, el rostro de una cultura como sitio privilegiado de su condición moral.

En palabras de Deleuze, el rostro encarnaría la singularidad de cada persona y expresaría además un rol o tipo social,[6] razón por lo cual Solás hace un uso parabólico de estas marcas para redondear desde la fotogenia el empleo del rostro de la mujer como símbolo del país abocado a la gestión de su autodeterminación. Propósito este que encarna el sujeto femenino en Lucía más allá de su rol dramático, pues la hipótesis que hace Solás tanto en esta como en sus siguientes películas sería la posibilidad de colocar a la mujer cubana en el mismo centro donde su ubicaría la ley social, en vez de como subalterno en un devenir que ubica al principio masculino como único eje posible desde donde imaginar la reglamentación de la comunidad. Por ello, los personajes masculinos que comparten cada uno de los tiempos de las protagonistas tienden a la traición o el equívoco, mientras que las heroínas rebosan de integridad.[7] Integridad que permanece imbatida incluso cuando, solitaria, pobre, embarazada, tras la muerte de su compañero revolucionario, la Lucía de 1930, en un close-up cargado de abandono, mira a cámara en un gesto extraño, justo antes del corte final.

El cuerpo de la revolución

La particular fotogenia del cine de Solás se resiste a reiterar la figura femenina como fuente de deseo, como el locus mismo del acto de posesión que privilegiaba la modalidad clásica del cine. Los relatos acerca de stars inocentes o malditas, en ambientes de vodevil o bucólica campiña, maquilladas y embellecidas para el control de un sistema de producción de ilusiones que pasa por la clínica del cuerpo establecida por los estudios, son sustituidos en su caso por ese ideal del cuerpo desarrollado en el cine moderno. Ideal que hace de la anatomía del intérprete superficie donde se inscriben las profundas tensiones del nuevo realismo cinematográfico y sus dispositivos de registro de la apariencia del mundo, lo cual trae aparejadas intensas disyuntivas morales. Al cuerpo mentiroso de la star, al universo fantástico del foro y sus decorados, se encaran figuras desaliñadas e incongruentes que pugnan por alcanzar su plenitud a pesar de las limitadas opciones que la sociedad les ofrece. El ansia de tomar control de su corporalidad y en lo adelante de sus elecciones, hace de las mujeres del cine de Solás un repertorio de seres perseguidos por el pathos trágico que aguarda a quienes pretenden enfrentarse abiertamente a la Historia.

Nada de lo anterior puede considerarse sin percibir el cambio radical de percepción que sobre el cuerpo y su administración se opera con la revolución socialista cubana. La multitud y su agencia colectiva es el sujeto prevalente en los discursos visuales a partir de la década de 1960; una nueva clase de cuerpo que retumba en el espacio público y ejerce su albedrío en la plenitud de la sanción definitiva de su destino. Este cuerpo enérgico legitima sumariamente y en razón de su autoridad cuantitativa la aprobación de la revolución en la gente común. Todos los cuerpos juntos y revueltos: desde niños hasta ancianos, blancos y negros, mujeres y hombres, producen la entidad icónica regente en el cine cubano en lo adelante. Una entidad que se expresaría de manera prioritaria en el cine documental.

La fuerza dramática de la multitud absorbe en buena medida la labor de representación de la no ficción cubana de la época. Las modalidades documentales institucionales (en el sentido de Bill Nichols, representadas por las tres categorías básicas: documental expositivo, interactivo y observacional), incluyendo el registro del Noticiero ICAIC, se nutren del telurismo social. El cine cubano de este periodo va a caracterizarse por la intensidad dinámica del movimiento al interior de sus composiciones de cuadros de la vida diaria del país. El registro de la vida pública ajena a la tremolina y el envite político también subraya espacios donde el frenesí colectivo se manifiesta en libertad (por ejemplo, Gente en la playa (Néstor Almendros, 1961) y PM (Orlando Jiménez Leal, Sabá Cabrera Infante, 1961).

No obstante, esa estampa enfebrecida contiene piezas donde el cuerpo mismo de la multitud es sondeado para sacar de él un contenido plástico y político que otorga nuevas dimensiones a la sensualidad desbordante. Es el caso de Asamblea general (Tomás Gutiérrez Alea, 1960), testimonio del encuentro de Fidel Castro y la multitud en la Plaza Cívica de La Habana para discutir y aprobar una declaración política en respuesta a la condena expresada por la reunión de cancilleres de la Organización de Estados Americanos (OEA) al Gobierno de Cuba. A partir del registro obtenido con seis cámaras dispersas en el océano humano de la plaza, el montaje final busca entender el diálogo político como una relación de doble vía, sin verticalismos, tal y como era percibida esa comunicación en el día a día de la recién nacida revolución cubana.

Esto lo potencia la puesta en escena, fortuita, pero atenta al propio ritmo de la multitud: la gente que va llegando, de a poco primero, en tumulto después; el repertorio de banderas y carteles con consignas; el vestuario, cuyo colorido espejeante la película en blanco y negro no llega a encarcelar; los rostros de mujeres simples, de jovencitas encendidas por el entusiasmo del momento que se aproxima, de milicianos duros, con niños en andas. Las vestimentas tienen la rudeza de la hora: ropas de faena, uniformes de miliciano o recluta, blusas humildes, botas militares y zapatos de tacón. El ojo del cine se encima sobre los sudores de la gente, gente disuelta como masa o distinguible, particularizada, como una viejecilla pequeña y delgada de sombrero de yarey y pronunciadas gafas, el larguísimo pelo encanecido atenazado en dos trenzas, que alza las manos a la tribuna como si ante un altar rindiera rezos; o la mulata de edad madura que, en el umbral del paroxismo, profiere: “¡Con la revolución y con Fidel hasta la muerte!”

Asamblea general sería un ejemplo bisagra entre el tratamiento prevaleciente en el cine documental cubano y la operación de desarmar el tumulto, de descomponer el retrato grupal, de ir de lo general a lo particular, en operación dialéctica que pareciera preguntarse qué sucede cuando el sujeto queda solo, cuando acaba la fiesta o concluye la manifestación, cuando la persona disuelta en la masa se corporeiza de vuelta a su soledad consustancial de individuo.

Es esta una pregunta que recorre el cine cubano. Una interrogante que se manifiesta de manera paradigmática en Memorias del subdesarrollo (Tomás Gutiérrez Alea, 1968), pues el conflicto de Sergio, su personaje central, alegoriza la función del dispositivo escópico que observa sin dejarse arrastrar por el entusiasmo, sosteniendo en cambio la extrañeza y la duda de si en verdad podemos reconocernos en los demás siendo otros. Indagación que está antes en PM y más tarde en ese electrón libre dentro de la filmografía de Humberto Solás que es Un día de noviembre (1972).

Nicolás Guillén Landrián posee una obra singular por su elaboración de la tensión individuo/masa. Su primer corto de importancia dentro de la industria como director, Un festival (1963), resume la celebración en La Habana de los primeros Juegos Universitarios Latinoamericanos. Bajo una incesante descarga jazzística, su estructura reporteril refiere la llegada de las delegaciones, el recibimiento, el ambiente de camaradería en los hoteles, los entrenamientos y la competición, las palabras inaugurales a cargo de Raúl Castro, la presencia de Fidel entre el público, la celebración final. Los cuerpos entregados a la faena atlética y al encuentro abierto culminan convocados por la fiesta de clausura, y el remolino de multitudes es el tema único y perenne.

Fotograma de ‘En un barrio viejo’ | Rialta
Fotograma de ‘En un barrio viejo’

El elemento de la fiesta se repite una vez y otra en el periodo inicial de su filmografía, con predilección asociada a rituales religiosos y ritos sociales. Seguir los cuerpos libres en el empleo abierto del espacio público se convierte en uno de los estilemas visuales predilectos de su cine. La cámara deambula como flaneur despreocupado en En un barrio viejo (1963), y observa a la gente viviendo sus liturgias: pelarse, salir de compras, trabajar. Subraya incluso la nueva liturgia que interrumpe por unos instantes tales faenas: una columna de milicianos cruza la calle a paso de marcha; tras alejarse, retornan la calma y el abandono pesado del existir.

Landrián no se conforma con la opción estilística favorita del direct cinema y descubre su cámara –aunque aquí dudo, pues parecería en cambio que el dispositivo observador es descubierto por los observados–. Buena cantidad de planos breves singularizan a personajes del ambiente retratado: mujeres tomadas por la belleza de su rostro o acosadas por la cámara a la altura de la cadera y los glúteos. El trabajo cómplice de Landrián y su fotógrafo Livio Delgado despliega un abierto juego erótico de rúbrica masculina que utiliza la manía fisgona del cubano como recurso para disponer sobre el texto fílmico, con un matiz de autoreflexividad, las líneas que intersectan su cine con los rasgos propios del ambiente visual popular criollo, tan caracterizado por espiar al otro sin recato. El juego se abre al personaje cuando un grupo de niños hace carantoñas para la cámara, agrupados contra una pared de la que cuelga un cartel propagandístico que reza, perentorio: “Todos somos uno”.

Este recurso de participar en vez de observar, lejano y didáctico, se acrecienta en Los del baile (1965). Landrián subraya a través del montaje intelectual y de contrapuntos sonoro-visuales la dimensión privada de los bailes de salón criollos en sociedades negras (contradanza y danzón solían ser los ritmos con que las parejas cohabitaban en una clase de fiesta de alto peso clasista), enfrentados al frenesí de la fiesta en espacios abiertos. Aquí la cámara interviene en el baile como un cuerpo más, subrayando la comunión de libertad y goce erótico, paneando antojadizamente y fragmentando las anatomías, deteniéndose si acaso en los vestuarios, que no soportan el libre ejercicio de la voluntad de sus usuarios y se liberan ellos mismos, desgajados o al borde del quiebre. Finalmente, una voz, casi perdida en el ruido ambiente, que podría ser del cámara o de un asistente a la fiesta, protesta: “Me tumban ahí con la grabadora…”

Un elemento sobresaliente compartido por estas obras es su inclinación por acentuar un tratamiento casi pictórico de sus personajes, sean individuales o colectivos, al emplear el método del retrato. De ahora en más, Landrián privilegia los primeros planos más que las panorámicas, utilizando los grandes primeros planos de sus individuos como nodos al interior de los relatos. El individuo, unas veces disuelto en el grupo, otras aislado, posa para la cámara más tiempo del requerido para la simple y llana identificación, o para su tematización narrativa: los rostros marcados por el singular de la construcción visual, en plano medio o close-up, no pertenecen a protagonistas o a caracteres especiales; puede ser cualquiera: un viandante, un niño en el camino, un hombre en un parque. El empleo del tiempo cinematográfico indica que, aparte de la indicialización, estos planos demorados más allá de la lógica expositiva persiguen desatar la reflexión sobre el plano mismo, su composición y contenido. Sobre su textualidad.

A solas con el rostro

Esta modalidad de close-up cinematográfico fue explorada por una zona del documental cubano de la misma década, con ejemplos paradigmáticos como Sobre Luis Gómez (Bernabé Hernández, 1965). Las miradas a cámara abundan también en el cine de ficción, así como los extrañamientos de carácter narrativo, sonoro y visual. En el caso particular del generalizado descubrimiento intencionado de la cámara, este opera como ruptura de la clausura, de la sensación de espectáculo fictivo que propicia el documental. Con ello, el cine cubano manifiesta sus rasgos de modernidad, de repudio a la modalidad clásica, la cual evita traicionar la ideología de la representación naturalista que acompaña su habitual trabajo como campo visual generador de una perspectiva ilusionista, que exterioriza al sujeto-espectador.[8]

Observado desde la perspectiva de la tradición cinematográfica de la fotogenia, el procedimiento de Landrián establece un debate que atraviesa las dos tendencias detectadas por Doane. El primer plano del personaje, pero sobre todo el gran close-up del rostro, activa ese específico cinematográfico que abstrae al objeto de sus coordenadas espacio temporales y genera un momento de suspensión del flujo del relato, al tiempo que vemos más cerca un detalle concreto de la composición general.[9] Doane asegura al final de su estudio que la presunta dicotomía entre las tradiciones estadounidense y soviético-francesa resulta al cabo impuesta, por razones de pugna ideológica, por Eisenstein, pues, como asegura Jacques Aumont, el close-up de un rostro humano u objeto cualquiera y un rostro filmado intensamente, incluso en plano general, generan “una superficie que es sensible y legible al mismo tiempo”.[10]

Los rostros del cine de Landrián articulan ambos deseos. Como se ha visto hasta aquí, su cine hace una operación significativa al aislar detalles de la multitud regente en el cine cubano. En una obra de su primer periodo, Retornar a Baracoa (1966), la tarea de ofrecer un testimonio descriptivo de un pueblo cubano se encuentra con el problema de cómo representar el conjunto sin discriminar sus partes. De ahí que el corto acabe siendo una trama de episodios sin coherencia obvia: dos mujeres se refieren en off a un nuevo reparto construido por la revolución; se nos cuenta la anécdota de un niño que juega con barquitos de madera mientras sueña con salir al mar como su padre; escenas de cultos religiosos o eventos públicos, como la retreta local que ofrece un concierto nocturno…

En todos ellos la cámara negocia cómo acercarse a la gente. No hay aquí la confianza del acercamiento descarado de las estampas habaneras que arriba reseñé, sino una agonía que busca romper la extrañeza del viajero que, por unas horas, aspira a representar algo más que estereotipos (Baracoa, la Primada de Cuba, primera tierra visitada por Cristóbal Colón en América) o superficies exteriores. De ahí que la cámara observe desde el fondo, casi oculta, la faena de una oficina de trámites adonde la gente va a plantear sus quejas, o que mire de lejos los cuerpos que descansan en los bancos de un parque.

Pero cuando logra aproximarse lo suficiente, es el rostro el eje expresivo de la composición. Así, cuando una joven acicala su cabello colocando rolos, sentada en paz en su habitación, en bata de casa, la mirada perdida fuera de cuadro, mientras escuchamos a fondo una emisión radial de poemas y canciones que hablan de amor, esa mirada de arrobo del personaje se transforma en lo único importante. Landrián escoge además fragmentar el tiempo de la representación, entregando el episodio a través de fotos fijas que se suceden a través de suaves encadenados. La tarea de embellecerse podría resultar de un costumbrismo amable, propio del candor del observador turístico, pero el énfasis en el arrobo de ese rostro (que después vemos entregado al trabajo en la “nueva y moderna fábrica de chocolates de Baracoa”), implica el acceso a una dimensión menos pública de un personaje del que no sabremos cosa alguna en lo adelante.

La radicalidad de este método sería probada en la siguiente obra de Landrián. De la trilogía de documentales realizados en el Oriente de Cuba, Reportaje (1966) tiene el mérito de la proponer una revelación instantánea. Realizado en apenas cuatro horas, refiere un evento público sucedido en un poblado remoto de las montañas. La secuencia inicial contiene una multitud de cuerpos que marchan por caminos pedregosos en procesión luctuosa: cargan un ataúd, van al entierro de Don Ignorancia. Una música casi fúnebre los escolta. La cámara busca los rostros serios, turbados, de la peregrinación, y se detiene en los carteles y telas con lemas donde podrá adivinarse que se trata de una performance colectiva, un acto teatral, remedo casi del Via Crucis que, en este caso, debería acabar exorcizando el analfabetismo y el oscurantismo. Entre los rostros, donde abundan semblantes infantiles, también hay alguno que ríe y revela el complot. La columna desaparece a lo lejos, entre el polvo y la luz blanquecina del solazo. Después de una disolvencia lenta, reaparece, ahora fragmentada. Los rostros permanecen quietos, atentos a las palabras de una voz cuyo origen no vemos, que introduce el ritual moderno de la asamblea pública donde se hablará sobre la educación. Son grandes primeros planos de expresiones contraídas, duras. Al unísono, otros rostros, enmarcados en cuadros que cuelgan de una valla, entregan sus miradas de foto fija: José Martí, Lenin, Fidel Castro. Hay detalles de grupos, así como de manos laxas, de pies cruzados sobre el terral. El montaje reúne rostros de mujeres que entregan su mirada a la cámara, una desafiante, otra divertida. Sobre el rostro de una jovencita de mirada azorada, la cámara hace un rápido till down hasta su pecho: allí cuelga una medallita de la Virgen y una cruz de oro.

Fotograma de ‘Reportaje’ | Rialta
Fotograma de ‘Reportaje’

Acaba el acto político y se procede a prender fuego al muñecón de tela que personifica a Don Ignorancia. La romería hace de una pira su santuario, y el regocijo acaba en fiesta. Otra vez la cámara se desplaza entre la gente, que aquí exhibe un baile menos bestial que en el episodio de Los del baile. La celebración pinta sonrisas tenues o intempestivas en la gente; algunos agitan sus cuerpos sin convicción emotiva. Un ritmo como maquinal va interviniendo el ritmo del montaje, mientras una música siniestra sube. El movimiento se ralentiza hasta convertir la representación de vocación objetiva en un paraje extraño. De un rostro a otro la cámara se detiene en la expresión de una guajirita de cabello rubio y belleza enigmática que se mece de un lado al otro. Hay una tenue sonrisa casi borrada en sus labios cuando su mirada descubre la de la cámara, que se le encima. Por corte directo, el objetivo la coloca en el centro de nuestro campo visual, capitalizando la pantalla. Nos mira y quita la vista alternativamente, al compás de su danza, siempre seria.

La intención narrativa de esa clase de tratamiento aparece en otro fragmento de esta misma celebración, que Landrián incorpora al metraje de Ociel del Toa (1965), único documental de personaje de toda su obra, realizado simultáneo a Reportaje. Allí, la reunión campesina aparece empotrada en la historia de Ociel, un campesino adolescente, a quien vemos como uno más de los rostros reunidos en el acto político. Casi como una caja china, los intertítulos nos presentan a una muchacha “que vende refrescos en el kiosko” de la celebración, de quien se agrega que “quiere ser joven comunista”. A continuación, varios planos medios presentan los bustos de la joven y de otra mujer de edad adulta, quietas, mirando fijo a cámara. Un nuevo intertítulo advierte: “Pero va a la iglesia con la tía”. Por corte, ambos rostros por separado. El de la muchacha, serio. El de la tía, diríase que severo. Repite el intertítulo: “Pero va a la iglesia”. Ahora la muchacha ahoga una sonrisa apretando los labios y baja la mirada.

Fotograma de ‘Ociel del Toa’ | Rialta
Fotograma de ‘Ociel del Toa’

La contradicción descrita por Aumont y advertida por Doane se hace manifiesta en estos segmentos. El rostro extraído de la multitud funciona como detalle en proximidad, como repentina cercanía e individuación, como entrada en una de las probables dimensiones privadas de la esfera pública. Pero el acto de magnificar un objeto, de amortecerlo incluso para hacerlo más y mejor visible, aproximándonos a él para convertirlo enseguida en el único objeto, en el único sentido, no puede sino implicar la operación de hiperbolizarlo para hacerlo trascender. Estamos entonces ante la Entidad, esa dimensión del ser sin afeites o aditivos que revela la esencia de las cosas.

La imagen del rostro elaborada de esta manera provoca una demanda de lectura que no se resuelve pertinentemente dentro de los documentales de Landrián: aparecen y desaparecen sin constituir parte decisiva del tema general o siquiera de un núcleo de sentido que los haga explícitos o necesarios. Tratándose el rostro humano del mismo núcleo de la identidad, el locus de la subjetividad, su importancia como fragmento aparte del conflicto general no es menor que su valor significante dentro de una obra que aspira a ser testimonio de un mundo en transformación. Y la noción de fotogenia asume aquí la implicación última que le daba Epstein, quien la relaciona con la dimensión ética de la imagen fílmica.

Gilles Deleuze denomina a este tipo de plano “imagen-afecto”, siguiendo a Bergson.[11] En el cine, esta variedad especial sería encarnada privilegiadamente por el primer plano, cuando la imagen fílmica, cuya característica ontológica sería el movimiento, pierde su “movimiento de extensión” y se transforma en “movimiento de expresión”. Deleuze equipara esta propiedad a la del rostro humano u otro cuyo tratamiento le ha dotado de similar función: la de ser una “placa nerviosa portaórganos que ha sacrificado lo esencial de su movilidad global, y que recoge o expresa al aire libre toda clase de pequeños movimientos locales que el resto del cuerpo mantiene por lo general enterrados”.[12]

En la película afección por excelencia, según Deleuze, que es La pasión de Juana de Arco, de Dreyer, el acontecimiento histórico documentado y reconocible pasa a un segundo plano cuando el proceso judicial es suplantado por el peso expresivo de la Pasión, aquello interno que está repartido en la batalla de los rostros como entidades que subraya la puesta en escena. Deleuze indica que el rostro cinematográfico se expresa en dos manifestaciones regentes. Una, cuando siente o experimenta algo, obteniendo cada órgano, cada parte, una suerte de independencia momentánea; este sería el rostro intensivo. La otra, permitiría asegurar que el rostro “está pensando en algo”, de ahí que valga mayormente por su “contorno envolvente, por su unidad reflejante que eleva a sí todas las partes”; es el rostro reflexivo.[13]

La condición intensiva, definida por “pasar de una cualidad a otra”, por encarnar una Potencia pura, nerviosismo y mutación, actividad perpetua, impera en el cine de Landrián justo hasta los documentales que realiza en el Oriente de Cuba. El pueblo que vive, danza o trabaja, que sobre todo se manifiesta a través de la fiesta, adquiere en Los del baile una condición próxima a la del cine de Sergei Eisenstein, quien rebasa con sus series de primeros planos la dicotomía expuesta antes por Deleuze para alcanzar lo Dividual, “uniendo directamente una reflexión colectiva inmensa con las emociones particulares de cada individuo, expresando finalmente la unidad de la potencia y la cualidad”.[14] La alegría de la feliz comunión entre la conga y la marcha de los milicianos, el ritual católico y el sincrético, las culturas negra y blanca, el universo simbólico de la tradición y de la revolución, esa posibilidad de la disolución de contrarios finalmente verificada en lo real, que dio lugar a un cine nervioso, frenético y abierto a la experiencia del mundo, cede terreno ante la imagen de los campesinos que encuentra Landrián.

(Continuará)


Notas:

[1] Mary Ann Doane: “The Close-up: Scale and Detail in the Cinema”, differences, vol. 14, n.o 3, 2003, pp. 89-111.

[2] El impresionismo –y su corolario teórico abreviado en la idea de la fotogenia– ha sido generalmente considerado por los estudios críticos posteriores –sobre todo en el escenario anglosajón– desde la condescendencia y la ironía amable que encierra el calificativo que le dedicara Annette Michelson: “epistemología eufórica”. No obstante, autores como Malcolm Turvey han subrayado los matices presentes dentro de una corriente de teoría y práctica cinematográfica que encierra mucho más que posturas ingenuas, y ve en ellas algo distinto a la exaltación preadolescente del descubrimiento de un nuevo juguete de las sensaciones.

[3] Jean Epstein: “Magnification and Other Writings”, October, n.o 3, primavera, 1977, pp. 9-25.

[4] Idea desarrollada por David Oubiña en Una juguetería filosófica. Cine, cronofotografía y arte digital, Manantial, Buenos Aires, 2009.

[5] Cfr. David Bordwell, Janet Staiger, Kristin Thompson, The Classical Hollywood Cinema. Film Style & Mode of Production to 1960, New York, Columbia University Press, 1985.

[6] Deleuze citado por Doane (ob. cit). La obra donde Gilles Deleuze, junto a Felix Guattari, manejan estos conceptos es Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia, Editorial Pre-Textos, 3ª ed., 1994.

[7] Con lo cual Solás funda otro de los vértices que va a caracterizar, más como síntoma cultural que como régimen expresivo, los discursos maestros del cine nacional. Me refiero a desarrollar un debate en torno a los valores simbólicos de la nación. Se trata de un aspecto que podría verse vinculado a los temas de la identidad nacional, aunque lo puramente identitario se expresa más en cuestiones del imaginario no diegético de las películas que en términos de ubicación geográfica u origen de los relatos. Lo nacional sería expresado no tanto como una cuestión de identidad, sino como la discusión de un modelo de vida, un proyecto de agregación, una comunidad deseada que antecede y rebasa a Cuba, o una manera de ver el mundo que imagina esa clase de comunidad como algo considerado ideal.

[8] La gestión y naturalización de esta clase de modelo representacional (el Modo de Representación Institucional, o MRI) es estudiada con profundidad por Noël Burch en su libro El tragaluz del infinito (Cátedra, Madrid, 1987).

[9] Véase a este respecto las consideraciones de Béla Balázs en el capítulo “El primer plano” en La estética del filme, Editorial Arte y Literatura, La Habana, 1980, pp. 22-38.

[10] Jacques Aumont : Du visage au cinéma, Éditions de l’Etoile / Cahiers du cinéma, Paris, 1992.

[11] En Materia y memoria (Obras escogidas, Aguilar, México D. F., 1963, traducción de José Antonio Míguez), Bergson designa el afecto como “una especie de tendencia motriz sobre un nervio sensible”. Deleuze lo articula a su reflexión acerca de la imagen-movimiento del cine (La imagen-movimiento. Estudios sobre cine 1, Paidós, 1984, traducción de Irene Agoff) como una de las tres variedades que la caracterizan.

[12] Guilles Deleuze: La imagen-movimiento, ob. cit., p. 132.

[13] Ibídem, p. 133.

[14] Ibídem, p. 137.

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