El concepto de cultura abarca simultáneamente un programa didáctico y una efervescencia creadora. En las relaciones entre cultura y revolución, este programa y esta efervescencia son dos necesidades tan imperiosas la una como la otra, pero rigurosamente distintas. Corresponde a los educadores la tarea didáctica mientras que los artistas deben entregarse sin trabas a la aventura de la imaginación.

Todo se hace falso si la creación artística es sometida a la necesidad de educar a las masas bajo el pretexto de que estas no pueden absorber brutalmente la enorme herencia cultural de la cual fueron privadas durante siglos por sus opresores. ¿Es preciso fabricar un arte y una literatura a su alcance? Esta es la solución del desprecio, contra la cual se había levantado Lenin. Fue esta, sin embargo, la solución adoptada en 1934 por Stalin y Zhdánov. Esta es la solución que sue­ñan aun sus cómplices, quienes, un poco en todas partes y sin la menor vergüenza, continúan ocupando las tribunas, acechando la ocasión de instaurar nuevamente la doctrina contrarrevolucionaria conocida por el nombre de realismo socialista y que ha paralizado durante más de veinte años el genio creador de Europa del Este. Es una suerte para Cuba el haber evitado (espero que definitivamente) esta monstruosidad.

La reflexión teórica, para ser revolucionaria, debe asumir esta verdad dolorosa de que el proceso de asimilación de la cultura por las masas será extremadamente lento, que habrá de desarrollarse poco a poco, irreversiblemente, por ondas concéntricas, pero en ningún caso y bajo ningún pretexto los creadores renunciarán a su necesidad revolucionaria e íntima: buscar infatigablemente en lo desconocido imágenes nuevas para entregarlas a los demás. Los artistas no deben educar sino maravillar.

Recordemos, en fin, que existe una determinada sensibilidad que escapa a toda cultura, sensibilidad minoritaria repartida de manera aleatoria entre los hombres, sin distinción de clase, de raza o nacionalidad, y que despierta espontáneamente frente a la obra de arte auténtica. Esta sensibilidad, ella sola, justifica que el poder revolucionario deje libertad total a los artistas.

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