En la popa de la embarcación sentada en un taburete
de poca altura una joven
(edad aproximada dieciséis
años) de piernas abiertas
repitiendo unas tonadas
infantiles para engatusar
a los rodaballos, hacerlos
saltar del fondo del mar,
morder los anzuelos de
los palangres (entre
dieciocho y veinte) ocho
lanchas componen la
flotilla, se faena cuatro
horas, la pesca son unos
ciento ochenta rodaballos,
lo suficiente para la población
(Saguasoriano, ciento veinte
habitantes) monte adentro a
unos tres kilómetros del mar.
Célibes. No quieren hijos ni
continuidad. En los pueblos
aledaños los llaman pajeros,
cortes de manga a su paso,
comen una vez al día del
pez, arroz moreno, ensalada
verde poco aliñada, jícama y
tomate. Faenan y comen.
Pasan luego el santo día
haraganeando. En treinta
años dejarán de existir,
uno a uno y como conjunto,
quedará un poso de materia
fecal en unos recipientes
sellados de metal, especie
de legado que atesoran en
nombre de sus mayores.
Las autoridades temen
que en otras poblaciones
cunda la misma idea,
nacer para perecer sin
dejar una huella del paso
de la gente: resulta válido
pensar (mono ve mono
hace) que los imiten y en
un siglo no lleguen al
millón de gentes en toda
la faz de la tierra: hormigas
león, efímeras, mantis
religiosas, albur, y a
manera de despedida,
abur, inmortal la bacteria.
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