Detalle de un grabado de La Habana, Amsterdam, siglo XVII

Las celebraciones por el medio milenio del asentamiento definitivo de La Habana, cabe la margen derecha del estrecho canal de acceso al seguro puerto de Carenas, concitan el interés en Cuba y en otras partes del orbe. La otrora villa, convertida con el paso de los siglos en una gran urbe, cuya parte más antigua fue declarada en 1982 Patrimonio de la Humanidad, conserva atractivos que la hacen inolvidable para quienas la viven, sean oriundos o no de ella, y para quienes la visitan por diversos motivos. El tiempo, el implacable, el que se fue, como diría nuestro Pablo Milanés, no sólo una muestra triste nos ha dejado de ella, sino también los vestigios de un esplendor que poco a poco va siendo restaurado para disfrute de propios y extraños. Cubañejerías se suma a los homenajes por la efeméride con un pequeño dosier en dos entregas sucesivas. En esta, la primera de ellas, un invitado de lujo demuestra la temprana inserción de la villa (poco poblada, pero muy animada en los días de asiento de la flota), en el imaginario español del siglo XVII, en particular a través de la escena teatral; mientras que su redactor en propiedad presentará en la próxima una cuasi inédita visión de la “mítica ciudad” escrita desde la distancia de su exilio matritense por uno de los grandes poetas del grupo Orígenes, cuya revista homónima, no debe olvidarse, tuvo como primer nombre soñado La Consagración de La Habana. Antes de dejarlos con las primicias de esta nueva Cubañejerías que no requiere más explicaciones, estimamos oportuno ofrecer una sucinta información sobre nuestro invitado.

Crítico, investigador y profesor, habanero de pura cepa, Alejandro González Acosta (1953), ha desarrollado una intensa y fructífera carrera iniciada en La Habana y continuada en México, donde reside desde hace ya más de tres décadas. En Cuba, fue profesor en el Instituto Superior Pedagógico Enrique José Varona y periodista en el Ministerio de Cultura; miembro de la Academia Cubana de la Lengua y autor premiado en varios concursos. Entre sus publicaciones de entonces se cuentan Joyas de papel (1983) y La ciudad de los castillos (1985). Vinculado a la UNAM tras radicarse en México en 1987, es profesor en su Facultad de Filosofía y Letras e investigador en el Instituto de Investigaciones Bibliográficas (Biblioteca y Hemeroteca Nacionales), además de haber defendido exitosamente su doctorado en Letras, iniciado en El Colegio de México. Ensayos suyos han obtenido premios en importantes certámenes. Es miembro de la Academia Mexicana de Estudios Heráldicos y Genealógicos, de la Benemérita Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, del Consejo de la Crónica de la Ciudad de México, la Academia Nacional de Historia y Geografía, y de la Academia Norteamericana de la Lengua Española, entre otras instituciones de relieve internacional. Ha continuado su colaboración con reconocidas revistas del mundo académico y cultural azteca y de otros países. Entre sus obras “mexicanas” pueden señalarse El enigma de Jicotencal: estudio de dos novelas sobre el héroe de Tlaxcala (1997), Sor Juana Inés de la Cruz y la crítica cubana (1998), Crespones y campanas tlaxcaltecas en 1701 (2000). También en México han aparecido sus compilaciones y estudios Cartas a La Habana: epistolario de Alfonso Reyes con Max Henríquez Ureña, José Antonio Ramos y Jorge Mañach (1989), Poesía selecta (1991), de Dulce María Loynaz, La milagrosa aparición de Nuestra Señora María de Guadalupe de México (1995), de José Lucas Anaya, así como las ediciones de Hernán Cortés en Cholula: comedia heroica inédita de Fermín del Rey (2000), Dos novelas indigenistas: Jicotencal de José María Heredia y Xicoténcal, príncipe americano, de Salvador García Bahamonde (2002), Miscelánea, periódico crítico y literario (2007) y Dulce María Loynaz: La Dama de América (Madrid, 2016). Dirige el proyecto internacional Rescate de José María Heredia.

Agradecemos a González Acosta su generoso y espontáneo aporte en tan significativa efeméride y aprovechamos la oportunidad que tal dádiva nos ofrece para reiterar a otros fieles seguidores de nuestras Cubañejerías la invitación a que envíen sus colaboraciones para así enriquecer y diversificar la columna. Y sin más preámbulos, disfruten cuanto merece esta erudita y novedosa contribución, a pesar de la añejidad de cuanto se informa en ella, de la mano de un nuevo Cubañejero, el amigo Alejandro González Acosta. Y queden expectantes hasta la próxima entrega, donde serán develadas palabras sobre La Habana escritas junto a las secas arenas del Manzanares por un nada inocente Grande de la literatura cubana contemporánea.

Ricardo Luis Hernández Otero

La primera mención a La Habana en el teatro: 1658

Como se acerca el aniversario del medio milenio cuando la Villa de San Cristóbal de La Habana fuera, no fundada (pues esto lo fue en 1515, al sur de la isla), sino refundada –según la imprecisa y contradictoria tradición– en noviembre de 1519, ya en su emplazamiento definitivo hasta la actualidad, presento este fragmento de un trabajo en desarrollo, con la noticia, desconocida hasta ahora, de la que quizás sea la referencia más antigua de esta insigne ciudad en el teatro español.

Tres párrafos sobre los orígenes del teatro en Cuba

La comedia El príncipe jardinero y fingido Cloridano (Sevilla, entre 1730 y 1733) se asume como el inicio del teatro cubano, sólo porque su autor, el Capitán Santiago Pita de Figueroa y Pérez Borroto y Recio (La Habana, 1694-1755) nació en la isla, pero no es, por el ambiente, el escenario, ni el lenguaje, propiamente cubana y menos habanera, ya que se desarrolla en la lejana Tracia en una época fabulosa, aunque el profesor José Juan Arrom se empeñó en suponerle una cierta “cubanidad”, al atribuir generosamente a su protagonista Aurora, la calificación de “bella cubana”, frase que nunca aparece en la pieza, que no fue representada en la isla hasta 1791.

El teatro propiamente cubano nace ya tardíamente con Francisco Covarrubias (1775-1850), quien fue para la isla algo similar a lo que Ramón de la Cruz resultó en la misma época para Madrid: el divertido reproductor de costumbres y personajes típicos sobre la escena, con sus populares sainetes de sabor criollo como Las tertulias de La Habana, Los velorios de La Habana, y una nutrida y temáticamente profusa obra, de la cual –que yo sepa– sólo se conserva la memoria en las crónicas teatrales de la época, pero ningún impreso.

En realidad, el primer autor del teatro cubano que nos ha legado una nutrida obra publicada, y por tanto representable, fue, irónicamente… un gallego: Bartolomé José Crespo y Borbón (El Ferrol, 1811-La Habana, 1871), el famoso Creto Gangá, creador del célebre e inmortal negrito chistoso que a través de todo el género bufo, llegará hasta los personajes de Chicharito y Sopeira, Pototo y Filomeno, y la Suprema Corte, y este sí con una abundante producción impresa, desde El Chasco o Vale por mil gallegos el que llega a despuntar (comedia en un acto, 1838), hasta el juguete cómico-lírico en dos cuadros Debajo de un tamarindo, de 1864.

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El autor: Andrés de Baeza

En el erudito estudio de Miguel Zugasti, “América en el teatro español del Siglo de Oro,”[1] me topé con una pieza que de inmediato despertó mi interés: Más la amistad que la sangre, Comedia famosa, del escritor hispano Don Andrés de Baeza, incluida en las Comedias nuevas escogidas de los mejores ingenios de España, Duodécima parte (una recopilación comercial del teatro de la época), editada en Madrid por Andrés García de la Iglesia, en 1658. Me informa Zugasti que esta es la primera edición, pues después hubo dos más en el siglo XVIII, ambas en Sevilla, en el típico formato comercial de los sueltos teatrales: una numerada como “Pliego 63”, por Francisco de Leefdael, “en la Casa del Correo Viejo, en frente del Buen Rostro” (h. 1700-1728); y otra posterior, que deriva de la misma anterior, en la Imprenta Real, también “en la Casa del Correo Viejo” (h. 1748-1753): tres ediciones en menos de un siglo, indican que la pieza tuvo cierta popularidad.

Poco he podido encontrar hasta ahora sobre el autor Andrés de Baeza. El gran hispanista alemán Adolf Friedrich Von Schack, en su Historia de la literatura y del arte dramático en España (Geschichte der dramatischen Literatur und Kunst in Spanien, 1845-1846; 2.ª ed. Fráncfort, 1854), apenas informa que “fue un dramaturgo en las cortes de Felipe IV y Carlos II”. En sus Décadas del teatro antiguo español, Narciso Díaz de Escovar reproduce lo que ya había recopilado Cayetano Alberto de la Barrera y Leirado, en su Catálogo bibliográfico y biográfico del teatro antiguo español. Desde sus orígenes hasta mediados del siglo XVIII: “En esta Parte se insertaron dos comedias suyas; y es muy de notar el que en la aprobación solo se refiere a una expresándose en estas modestas frases”:

En este libro he hallado, solicitada de ajena diligencia, una comedia mía, y por no faltar al precepto de obedecer a V. A., la he visto como juez, no como padre, y hallo que sino en cuanto al acierto, en cuanto al decoro se puede imprimir como las otras.

El linaje de Baeza procede de los antiguos Señores de Vizcaya, y está relacionado con la poderosa familia de Haro, y aunque hay un personaje que aparece con idéntico nombre en un expediente de genealogía y limpieza de sangre en la Catedral de Granada en 1584, resulta improbable sea el mismo por los años de diferencia.

Mi buen y sabio amigo, tan diligente como generoso, Gabriel Verd Conradi, de la Facultad de Teología de Granada, me pasó unos datos sobre Andrés de Baeza, trasuntados de la monumental obra de José Simón Díaz:

En la Biblioteca Nacional de España se conservan dos manuscritos de Baeza, “Hasta la satisfacción” (nº 2163, Mss. 14.810) y “No se pierden las finezas” (nº 2164, Mss. 15.096), y tres impresos: Más la amistad que la sangre (en Comedias nuevas escogidas de los mejores ingenios de España. Duodezima parte), Madrid, 1658 (con reimpresiones en 1659 y 1679); El Valor contra Fortuna (Comedias nuevas… Onzena parte), Madrid, 1658, y No se pierden las finezas (ídem). Además, dos “Aprobaciones” (de igual fecha, 8 de junio de 1658) para las Comedias escogidas… Onzena y Duodezima; y unas “Poesías” (Romance, octavas y tercetos) en el Certamen angélico de José de Miranda y la Cotera (Madrid, 1657).[2]

Esta imprenta hispalense de la Casa del Correo Viejo, es la misma casa editora, presumiblemente ya entonces a cargo de su viuda, o la de alguno de sus sucesores, donde después se imprime El Príncipe jardinero entre 1730 y 1733, como señala Bello Valdés.[3]

La obra: Más la amistad que la sangre. Comedia famosa (1658)

El suelto está foliado, no paginado. Zugasti resume así el argumento:

Sobre un trasfondo de enredos, disfraces, máscaras y amores dilatados en el tiempo, el tema central es la profunda amistad que se profesan don Luis de Ávalos y don Juan de Meneses, el segundo de los cuales se vende como esclavo a unos mercaderes chinos para sacar de la cárcel al otro y eludir la pena capital. En esta cadena de aventuras y lances inverosímiles, la segunda jornada transcurre en La Habana, sin apenas toques de color local, salvo algún chiste, del gracioso de comer morros, reminiscencia jocosa al castillo del Morro de La Habana.[4]

Sin embargo, aunque sólo como un elemento testimonial, la inclusión de La Habana en la obra tiene algo bastante significativo, más allá de su exotismo, y es la asociación con lo humorístico, bufonesco y divertido (lo cual no significa, necesariamente, el popular choteo cubano de tiempos posteriores).

En el f. 219 v. se informa que la acción y los personajes llegan a La Habana:

D.[on] L. [uis] Ya, Señora, de mi parte
Está la fortuna, no
Me niegues el mayor bien
Por disimularnos, hoy
En la Habana hemos fingido
Nombres, y patrias y con
El pretexto de soldados
Asegurado el menor
Cuidado, que era forzoso
Que la ociosidad de dos
Hombres en la Habana, siempre
Dieran motivo a la voz
De un lugar corto, y en Indias
Que es nota cada Español.

Y en el f. 221 v. se lee:

Mas, ¿qué es esto? Pat. [atarrata] El Moro es
De la Habana, Jul. [ia] Fiero azar:
[¿]Te llaman? Pat. [atarrata] Son mis balanzas,
Mi obligación, y mi ley
Que sirvo en el Morro al Rey
Un español con dos lanzas.

Este fragmento tiene también claras sonoridades gongorinas, que se añaden a otros ecos calderonianos, pues remite al romance famoso Servía en Orán al Rey un español con dos lanzas… (1587), lo cual comprueba además el temprano gusto por cierta intertextualidad de los autores de la época barroca, quienes se tomaban versos prestados, y hacían esa suerte de homenajes divertidos e ingeniosos, en este caso como una delicada broma.

Que la acción dramática transcurra brevemente en La Habana puede deberse, además de a añadir un poco de exotismo motivante para el público español, a la posibilidad de jugar con el uso de las r y rr, que empieza desde el mismo nombre del pícaro Pata Rata o Patarrata, y del Moro y el Morro que aparecen intermitente pero sostenidamente a través de toda la obra. El Orán gongorino es sustituido por el Morro, con la ambigüedad que introduce al leerlo con “ere” como el Moro, lo cual es sin dudas un contrasentido cómico. Estos juegos de palabras y artificios de ingenio eran parte de los sabores y gustos de la época, pero ya habían perdido su originalidad para finales del barroco tardío, pues estaban desgastados con su uso y repetición, buscando un éxito fácil en un público no muy exigente. A pesar de lo antes expuesto, no puedo afirmar que ya desde esa época temprana hubiera un registro fonético preciso de la difusa articulación insular semi-andaluza de las r, s y l, tan característica en el habla popular cubana actual.

El Moro y El Morro

Por supuesto, El Morro para la época de esta pieza (1658) es muy diferente del actual. El Castillo de los Tres Reyes Magos del Morro fue construido en 1585 por el arquitecto Juan Bautista Antonelli, por orden de Felipe II, quien deseaba fortalecer aquel puerto que cada día era más importante en el imperio comercial español, por concentrarse ahí la Gran Flota de Indias, juntando los barcos de varias rutas americanas, para después navegar debidamente protegida hacia Sevilla, primero, y luego, por el aumento del calado de los buques, hasta Cádiz.

Al antiguo Castillo de la Real Fuerza, primera fortificación habanera, Antonelli añadió el Morro y el Castillo de San Salvador de la Punta, entre los cuales se tendía una gruesa cadena para impedir que entraran a la bahía los navíos no autorizados o sospechosos. Durante el gobierno de Don Pedro Valdés (1600-1607) se culminaron estos trabajos, y se añadió un torreón que servía de vigía. No fue hasta 1763, después de la toma de La Habana por los ingleses, que los arquitectos Silvestre Abarca y Agustín Crame añadieron nuevas obras y estructuras, pues las anteriores habían demostrado su ineficacia ante las armas modernas. El faro original se levantó en 1764 como parte de esas reformas, pero fue sustituido por otro en 1844, bajo el gobierno del tinerfeño Leopoldo O’Donnell, y electrificado apenas hasta 1945. Es decir, en la época de la comedia, lo que existía era el torreón inicial, no el faro actual.

No consta que el autor haya conocido la isla, pero seguramente Baeza pudo ver (en Madrid o Sevilla) algunos de los primeros grabados antiguos de La Habana, muy fantasiosos en general, concebidos por artistas extranjeros que nunca la habían visitado, como las primeras imágenes que circularon por toda Europa, las cuales insertaban en la ciudad alminares y minaretes de discordante exotismo. Pero, aunque no fuera así, el concepto de La Habana como un lugar de amplias resonancias fabulosas, ya circulaba por Madrid y otras ciudades españolas y europeas.

El texto íntegro de la pieza puede consultarse directamente en la red, pues se encuentra en libre acceso en el sitio electrónico de la Biblioteca Nacional de España.

Todo parece indicar hasta ahora, a menos que se encuentre otro testimonio anterior, que esta obra es el más remoto antecedente teatral donde aparece La Habana como parte del texto dramático, y hasta se emplean algunos sitios característicos de ella como el Castillo de los Tres Reyes del Morro, no sólo integrado en esa escenografía fantástica, sino como parte de la trama, para intentar divertidos juegos de palabras, quizá aludiendo a la peculiar fonética insular en ciernes.

Quede esto como mi sencillo ramo celebratorio para colgar a la distancia en la simbólica ceiba de El Templete, por los 500 años de esa ciudad que, pese a todo, sigue en pie, testaruda y empeñosamente decidida a prevalecer contra la incuria y el desdén.

Alejandro González Acosta


Notas:

[1] Cfr. Miguel Zugasti: “América en el teatro español del Siglo de Oro. Repertorio de textos”, Cuadernos de Teatro Clásico, n.º 30, 2014, pp. 371-410.

[2] José Simón Díaz: Bibliografía de la literatura hispánica, Consejo Superior de Investigaciones Científicas Instituto Miguel de Cervantes de Filología Hispánica Madrid, 1961. p. 227.

[3] Mayerín Bello Valdés: “Nuevas consideraciones sobre El príncipe jardinero y fingido Cloridano”, Temas, n.o 77, enero-marzo, 2014, p. 109.

[4] Miguel Zugasti: ob. cit., pp. 397-398.

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RICARDO HERNÁNDEZ OTERO
Ricardo Luis Hernández Otero (La Habana, 1946) es investigador y profesor universitario. Por cuatro décadas laboró en el Departamento de Literatura del Instituto de Literatura y Lingüística de Cuba. Sus campos de especialización comprenden aspectos como la prensa cubana, el vanguardismo y la obra de José Martí, entre otros. Es coautor, con J. Domingo Cuadriello, de Nuevo diccionario cubano de seudónimos y autor de las compilaciones Escritos de José Antonio Foncueva, Revista Nuestro Tiempo, Crónicas [de Excelsior] de Alejo Carpentier, Sociedad Cultural Nuestro Tiempo: resistencia y acción, Mirta Aguirre: España en la sangre; España en el corazón. Actualmente se desempeña como Jefe de una Redacción en la Editorial Nuevo Milenio y está al frente de la Revista de Literatura Cubana en su nueva época.

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