Fotograma de la película ‘También los enanos empezaron pequeños’ (1970), dirigida, escrita y producida por Werner Herzog

Un cuerpo siempre es revolucionario porque representa lo que no puede ser codificado.
Pier Paolo Pasolini

Hacer una lectura herzoguiana de Virgilio Piñera conjura los demonios predecibles: personajes obsesivos (hasta megalómanos), situaciones extremas, violencia, mutilación, fracaso, “la conquista de lo inútil” en palabras del mismo Herzog. Sea en sus largometrajes como Aguirre, Fitzcarraldo, El enigma de Kaspar Hauser, Stroszek y Woyzeck, o sus documentales como Grizzly Man, God’s Angry Man o Wild Blue Yonder, Herzog habita y recrea mundos que no serían ajenos a la sensibilidad de Virgilio Piñera. De la misma manera, cuentos como “La cara”, “Las partes”, “La carne”, “La caída”, “El viaje”, “El que vino a salvarme” y la novela La carne de René comparten algo de los paisajes interiores de los personajes herzoguianos interpretados por Klaus Kinski, Bruno S., Brad Dourif y Nicholas Gage, para no hablar de sujetos reales como Reinhold Messner, Gene Scott, y Timothy Treadwell.

Nada nuevo en insistir que la obra de Virgilio se centra en el cuerpo, e incluso su descripción de lo que es escribir enfatiza su ineludible corporeidad: “Porque no se lucha por la escritura sino en su contra. Desconfiar de aquellos escritores que afirman encantarle la literatura. Llegar a dominar la escritura; obtener esa alquimia de entrarla en la corriente sanguínea de nuestro cuerpo […] Cada uno dirá lo que quiera respecto a la escritura, pero en lo que a mí se refiere puedo afirmar que su sola presencia angustia mi ser hasta la náusea.”[1] Este concepto carnal de la escritura tiene su analogía en Herzog, que describe el cine más bien en términos físicos:

Mi curiosidad siempre fue física. A lo mejor no puedo funcionar de otra manera […] Todo aquel que hace películas tiene que ser atleta de cierta manera porque el cine no viene del pensamiento abstracto o académico; viene de las rodillas y de los muslos. Seguiré haciendo películas en cuanto esté físicamente entero. Prefiero perder un ojo que una pierna. De verdad, si mañana perdiera una pierna, dejaría de filmar, aunque mi mente y mi vista estuvieran todavía sólidos.[2]

Tanto las experiencias como realizador (Aguirre, Fitzcarraldo, El diamante blanco, Encuentros al fin del mundo) o los sujetos de sus películas (alpinistas, saltadores con esquís, soldados, pilotos, pioneros de Antártica) revelan no sólo un atletismo extraordinario sino también nos muestran a personas que toman riesgos físicos a veces inverosímiles. La última parte de la cita de Herzog es sorprendente, porque al ser cineasta uno diría que la vista sería lo más precioso; sin embargo, es la habilidad de caminar, estar parado, o correr lo que más concierne al director alemán. Aquí Herzog se aparta del narrador de “La caída”, obsesionado con conservar los ojos y ver la gloriosa barba gris de su acompañante, que como él ha caído a su muerte. Pero ambos comparten una visión visceral que rechaza el mundo refinado de lo artístico, de ver el cine o la literatura como esencia de lo enrarecido. El propio Herzog, muy a lo Virgilio, rechaza la denominación artista, alegando que los únicos artistas que quedan pertenecen al circo (trapecistas, juglares, domadores de leones) y concluye: “El cine no es análisis, es la agitación de la mente; el cine viene del circo y de las ferias rurales; no del arte y lo académico.”[3] Pero para Herzog, y sobre todo para Virgilio, la mente se agita cuando se agita el cuerpo. El cuerpo agitado es lo que rinde las verdades del cine y de la literatura, y a su vez es el combustible que enciende los éxtasis de Herzog y los fogonazos de Virgilio.

Hoy día pensamos la estética desde una perspectiva un poco desencarnada, pero Terry Eagleton nos recuerda que no siempre fue así:

La estética nace como discurso del cuerpo. En su formulación originaria por el filósofo alemán Alexander Baumgarten, el término no se refiere en primer lugar al arte, sino como la palabra griega aisthesis sugiere, a la región entera de la percepción y sensación humana en contraste con el reino enrarecido del pensamiento conceptual. La distinción que el término estética valoriza a la mitad del dieciocho no es entre ‘arte’ y ‘vida’, sino entre lo material y lo inmaterial: entre cosas y pensamiento, sensaciones e ideas, todo aquello relacionado con nuestra vida de criaturas opuesto a la existencia en sombras dentro de las cavidades de la mente. Es como si la filosofía de repente despertara al hecho de que hay un territorio denso y pululante que trasciende el enclave mental y que amenaza con eludir su dominio. Aquel territorio es la totalidad de nuestra vida percibida por los sentidos; todo el asunto de afectos y aversiones, de cómo el mundo golpea el cuerpo en sus superficies sensoriales, de lo que se arraiga en la mirada y en las entrañas, todo lo que surge de nuestra inserción banal y biológica en el mundo. Lo que concierne a la estética es la más grosera y palpable dimensión de lo humano, que la filosofía post-cartesiana, en un lapsus curioso ha soslayado. La estética representa las primeras incitaciones de un materialismo primitivo, la rebelión larga e inarticulada del cuerpo contra la tiranía de lo teórico.[4]

Vayamos considerando lo que implica esta definición que recoge Eagleton y su relevancia para Piñera (y Herzog). Ese “materialismo primitivo” va a revelarse insólitamente en la obra de ambos. En Virgilio se manifiesta en cuentos como “La caída”, “La carne”, “El caso Acteón” y “Unos cuantos niños”. En Herzog, lo vemos temprano en su obra, en su segundo largometraje También los enanos empezaron pequeños (1970), y en obras como Tierra de silencio y oscuridad (1971), Aguirre (1972), Kaspar Hauser (1974), Stroszek (1976) y Woyzeck (1979).

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“La caída”, un cuento de 1944, es uno de los relatos más conocidos de Virgilio, y en él cobran especial relevancia y vigencia las nociones comentadas de Eagleton. El narrador y su acompañante alpinista bajan de una montaña de unos mil metros cuando de repente el primero resbala y el narrador se da cuenta que los dos se van a despeñar, ya que van unidos por una soga. En un tono típicamente “frío”, Virgilio narra el resto de la caída, cómo los dos van perdiendo partes de sus respectivos cuerpos. La obsesión del acompañante es preservar su “hermosa barba, de un gris admirable de vitral gótico”;[5] la del narrador es no perder sus ojos. El placer perverso del cuento es ver al narrador insistir en la hazaña de narrar su propia muerte que termina de esta forma: “Pero no pude hacer lamentaciones, pues ya mis ojos llegaban sanos y salvos al césped de la llanura y podían ver, un poco más allá, la hermosa barba gris de mi compañero que resplandecía en toda su gloria.”[6] Sucinta e inverosímil fábula del proceso estético que narra su propia imposibilidad y muerte en apenas dos páginas, a través de una minuciosa contabilidad de dos cuerpos que se descuartizan precipitosamente, “La caída” es una afirmación de la visión estética de Schopenhauer. Dice Eagleton: “La estética schopenhauereana es el instinto de la muerte en acción, mediante esta muerte hay una especie de vida, Eros disfrazado como Thánatos: el sujeto no puede ser enteramente negado mientras pueda deleitarse, aun cuando ese deleite es el de su propia disolución.”[7]

Siguiendo a Schopenhauer, una lectura nietzscheana de “La caída” podría ser provechosa, más todavía si leemos este relato en conjunto con otro titulado “La carne”. Del mismo año que el primero, “La carne” es una narración de automutilación, donde los habitantes de un pueblo, a raíz de una crisis por falta de carne y siguiendo el ejemplo de un tal Ansaldo, van cortando partes de sus cuerpos para ingerirlos. El ejemplo inusitado por fin es adoptado por el pueblo entero que a la postre queda “muy bien alimentado”. La solución personal del señor Ansaldo, sin embargo, a nivel del pueblo entero representa un suicidio colectivo. A ver, ¿cómo nos tragamos esto?

Dice Nietzsche: “La conciencia es un órgano, como el estómago.”[8] Tomemos esta frase como metáfora, no como reduccionismo biológico de parte del filósofo alemán. Nietzsche no usaba lo animal como mera referencia a lo biológico, sino para patentizar su rechazo a interpretaciones materialistas y espirituales de la cultura. El doble rechazo de Nietzsche se dirige, por un lado, contra un biologismo reductivo, y por otro, contra una noción de la cultura como creación de lo humano desvinculado de su animalidad. Lo humano y lo animal van íntimamente ligados al olvido (animal) y la memoria (lo humano) y lo sobrehumano (la promesa, la futuridad).[9] Estas tres relaciones (animal, humano, sobrehumano) no son tan separables, según Nietzsche: “El ser humano es una soga amarrada entre lo animal y lo sobrehumano.”

En el caso de “La caída” de Piñera vemos lo sobrehumano expresado en la capacidad del narrador de poder narrar/observar la barba gris de su compañero y la posibilidad de retener sus ojos que caen al césped, donde termina el relato. Lo estético (lo material/inmaterial, las sensaciones y superficies) va siendo una mediación entre lo físico y el goce de ver y narrar. Si la vida es la pluralidad (y caos) de las sensaciones y el intelecto la simplificación (ordenamiento de la pluralidad), el cuerpo es el intermediario entre estos polos: “por lo tanto, Nietzsche no pretende reducir el intelecto al cuerpo, sino que presenta el cuerpo como una ‘pluralidad de intelectos’, para revelar la naturaleza radical de la pluralidad”.[10] “La carne”, entonces, representa un retorno a la animalidad y una parodia del intelecto, que descuartiza la pluralidad para así domesticarla.

Aquí cabe señalar una distinción que hace Nietzsche entre cultura y civilización, y que nos ayuda en la comprensión de Piñera (y Herzog). Para Nietzsche, la civilización es lo que doma el ser humano, lo convierte en un ser conforme; la cultura es cultivación, educación, liberación de lo creativo en el ser humano. Tanto Virgilio como Herzog comparten esta distinción de Nietzsche, y sus obras respectivas lo reflejan. En la obra teatral El no, Virgilio pone esto de manifiesto con una pareja, Vicente y Emilia, que a lo largo de la trama, que dura más de cuarenta años, siguen de novios y se resisten a casarse. Su “no” persiste a través de décadas, a pesar de la insistencia de los padres de Emilia (Pedro y Laura), vecinos y otros allegados. Lo curioso es que el noviazgo tiene algo muy tradicional: Vicente visita a Emilia todas las noches de nueve a once, y luego vuelve a su casa. En las dos horas que pasan juntos se sientan en unos sillones y ella teje y él lee o estudia. Por un lado, se resisten a llevar el noviazgo a nupcias, al pacto matrimonial; los novios no tienen relaciones sexuales, lo cual elimina además la posibilidad de ser padres. El narrador y el interruptor que ocupan el escenario al principio de la obra luchan por definir a la pareja; el primero se refiere a los novios como monstruos, cosa de lo que el interruptor discrepa. Pero esa monstruosidad será una visión compartida por otros personajes a lo largo de la obra en su afán de casarlos.

Antón Arrufat ha señalado que “la negación afirma la existencia de un límite y de una singularidad”.[11] El límite para los novios radica en no ceder hacia dos ritos importantes de la sociedad, la boda y el matrimonio; lo singular –sigo con Arrufat– es que quieren construir un amor singular. Al ser un amor de ellos (y entre ellos) requiere, a su manera de verlo, el rechazo de cualquier imposición familiar o social. Piñera pone al relieve el matrimonio como una institución social que conlleva un elemento de coerción (o por lo menos presión), como mecanismo de poder que muchas veces no se manifiesta hasta que alguien (o algunos) dicen “no”. En ese no querer ser marido y mujer, en ese no querer ser padres se revelan todos los subterfugios del control social, y en su destape algunos ven el “no” como amenaza.

Emilia y Vicente están conscientes de lo que significa su “no”, ya que, en una bronca, Pedro, padre de Emilia, acusa a Vicente de maricón y el disgusto del encuentro provoca un infarto mortal en Pedro. La madre, Laura, después de armar un altar en la casa para la boda de una amiga (que sirve para embullar a los novios a que se casen), enloquece y es recluida en un manicomio, donde fallece. El alto precio que pagan los personajes por su firmeza (intransigencia para otros) llega hasta el final: cuando los vecinos advierten que vendrán todos los días para atosigarlos, Vicente y Emilia deciden que se van a suicidar. Este pacto, valga la contradicción, sólo reafirma el “no”.

El “no” toca un extremo mayor en un cuento de 1957 recogido en El que vino a salvarme (1970): la fábula macabra “Unos cuantos niños”. El narrador come niños, pero sólo en época de cambio de estación. Se presenta como buen ciudadano:

No se piense a la ligera que soy anormal, un nuevo Gilles de Rais. Detesto las misas negras, el erotismo insano, los placeres complicados […] Soy un hombre de casa, un empleado del Estado que cumple sus deberes. No vivo en lugares apartados, no frecuento gente de mal vivir, pago mis impuestos, nunca me he visto en líos con la justicia; en una palabra, soy buen ciudadano.[12]

Muy calmadamente, el narrador ofrece su justificación: en una sociedad que devora a sus jóvenes por decenas de miles en guerras, el saborear la carne de los recién nacidos (sólo tres o cuatro al año: hay mesura en su apetito) es “poca cosa”. Además, con esto evita que los lleven a la guerra. Dentro de una sociedad que tiene una lógica de exterminio, el narrador, que admite tener una “debilidad”, parece ser “normal” ya que habita un mundo de locura colectiva. Piñera nos reta a considerar lo que el antropólogo Marvin Harris preguntó hace treinta y cinco años:

Las personas pueden aprender a disfrutar (o no) el sabor de la carne humana, de la misma forma que pueden aprobar u horrorizarse con la tortura. Obviamente, hay muchas circunstancias en las cuales un sabor adquirido por la carne humana puede integrarse al sistema de motivaciones que inspira a las sociedades humanas. Es más, comerse el enemigo es literalmente derivar fuerza de su aniquilamiento. Lo que hay que explicarse, por lo tanto, es por qué culturas que no tienen escrúpulos en liquidar a sus enemigos se refrenan de comérselos.[13]

No es el lugar para discutir todas las dimensiones de esta pregunta sino de ver cómo Piñera ha integrado aberración personal, razones de Estado y dogma religioso para darnos un retrato escalofriante del sadismo moderno.

Para colmo, el narrador menciona el canibalismo, pero no se considera a sí mismo caníbal. El relato se centra en un incidente donde por instinto el narrador se ha dejado llevar por su apetito y termina en un ascensor averiado junto con un niño y un perro San Bernardo. Para escaparse coloca al niño en las entrañas del perro y luego él hace lo mismo, ya que nadie sospecha que ni el criminal ni su víctima van a estar en el estómago de un perro. En el sentido literal, los que buscan al niño se han tragado el cuento. De esa manera se escapan, y el narrador, junto con su esposa, comparten la criatura para la cena. Fin de cuento.

Nietszche estableció una analogía entre el estómago y la conciencia. ¿Piñera no estaría ofreciendo otra analogía entre conocimiento e indigestión? De nuevo Nietzsche: “Uno habla de estar enfermo del hombre sólo cuando uno no se lo puede digerir, aunque tenga el estómago lleno de él. La misantropía viene de un amor avaricioso del hombre y el canibalismo; ¿quién te mandó tragar hombres como ostras, príncipe Hamlet?”[14] Pero el narrador de Piñera no es misántropo, lo es la sociedad con su barbarie estatal (la guerra). El narrador resulta indigerible a los otros, incluyendo el perro. Puede ser tragado pero no asimilado (digerido). De igual forma el narrador encuentra a los otros seres humanos “indigeribles”, así que limita su comercio culinario a los niños, tal vez porque no han sido corrompidos por la sociedad, como los adultos. El impulso del narrador no es apetito ciego, ya que sólo ocurre cuatro veces al año, no todos los días.

El narrador ha dicho un “no” más rotundo que los novios de El no, para no decir más escalofriante, aunque al principio dice que espera que un día la patria vaya a reconocer sus méritos y erigirle una estatua. Sueña en que su “no” se hará un “sí”. A pesar de su deseo (de ser reconocido y homenajeado) sabe perfectamente que su “no” no puede ser público, que sería juzgado y ejecutado por sus actos.

Los personajes (o sujetos reales) de Herzog también dicen no. En uno de sus primeros cortos, Ultimas palabras (1967), realizado mientras rodaba su primer largometraje, Señales de vida (1968), el protagonista es un hombre que ha sido forzado a abandonar su domicilio por un contagio de lepra. Filmado en Creta, este filme de trece minutos nos muestra un sujeto que resiente tener que haber abandonado su querida isla. No sale de día y ha rechazado hablar. De noche toca una lira en un cafetín. Sin duda, la experiencia de abandonar su hogar lo ha trastornado. En un momento dice directamente a la cámara: “No, no digo una sola palabra. Ni una palabra. Ni voy a decir no. De mí no van a oír una sola palabra. No digo nada. Si me dices que tengo que decir no, hasta eso lo rechazo.”[15] Este “no” al cuadrado de Últimas palabras podría estar en boca de un personaje de Piñera y no es una figura casual en el cine de Herzog: abundan seres que se enfrentan a la realidad (o huyen de ella) con una tenacidad inverosímil.

En La Soufrière (1977) un documental filmado en 1976 en la isla Guadalupe, Herzog viaja con su camarógrafo y sonidista para rodar sobre el volcán de La Soufrière que amenaza con aniquilar la isla entera, de manera similar a lo que ocurrió con Monte Pelée en Martinica en 1902, suceso que destruyó Saint-Pierre junto con sus 30 mil habitantes. La isla ha sido evacuada (unas 75 mil personas) pero a Herzog le llegan noticias de que hay tres personas que resistieron ser evacuados. Llegan a Basse-Terre, distrito de unos 17 mil habitantes que está vacía: sólo quedan unos perros que deambulan por las calles y los semáforos cambiando de señal para una población inexistente. Parece el set de una película de ciencia ficción en la cual la población ha sido devastada por un virus.

El primer hombre duerme al pie de un árbol, acompañado por un gato igualmente soñoliento. Herzog le pregunta por qué se quedó y él responde: “Sí, estoy aquí por la voluntad de Dios. Estoy esperando mi muerte. Y no sabría dónde meterme. No tengo un centavo. Soy pobre.”[16] Sigue la conversación y es claro que el hombre está reconciliado con la idea de que va a morir, incluso casi lo ve como una bendición. Es un momento poderoso, inquietante y triste.

Los otros dos hombres dan respuestas similares: “No le tengo miedo a la muerte. Aquí estoy, y cuido a los animales todo el tiempo. La gente abandonó sus ganados, así que yo los cuido. Los estoy salvando.”[17] Enfrentar la muerte les da una ecuanimidad, cosa que quizás no compartan con algunos personajes de Virgilio, en particular el narrador de “El que vino a salvarme”, quien insiste en saber exactamente cuándo va a morir. Por el contrario, el primer campesino no sabe cuándo va a morir, pero no le causa ninguna angustia.

Por encima de las diferencias, tanto el cine de Herzog como las narraciones de Virgilio presentan situaciones de enfrentamiento con la muerte o su constante presencia, que no sólo ensombrece sus pensamientos y acciones sino que en determinadas circunstancias produce unos elementos extáticos que nos transportan a otros mundos, otra forma de visualizar y pensar lo insólito. En El gran éxtasis del tallista Steiner (1973), Herzog combina el talento de un saltador de esquí sin igual, el joven suizo Walter Steiner, quien se destacó en la especialidad sky-flying (volar con esquís), con el peligro del salto cuando fracasa (en el esquí el número de fatalidades, entre profesionales por lo menos, es bajo, pero sufrir concusiones, huesos rotos, desprendimientos de retina, etc., es frecuente). Dice Herzog: “Saltar con esquís no es sólo una hazaña atlética, es un asunto espiritual también, de cómo manejar el temor a la muerte y el aislamiento. Es un deporte que es parcialmente suicida y de una soledad total […] Es como si se estuviera volando hacia el abismo más profundo y oscuro que existe.”[18]

Herzog a menudo usa la palabra “éxtasis” para describir lo que busca en el cine, un estado de éxtasis estético que conduce a la verdad. Se trata de una verdad oculta, que florece a través del misterio, lo que elude la comprensión racional. Dice en su famosa “Declaración de Minnesota” (1999), que trata del cine documental: “Hay capas más profundas de la verdad en el cine, y existe tal cosa como la verdad poética, extática. Es misteriosa y elusiva y sólo puede lograrse por la invención, la imaginación y la estilización.”[19]

Uno de eso momentos extáticos en el documental sobre Steiner llega al final, cuando el esquiador habla de un episodio de su infancia. A los doce años, su único amigo era un cuervo al que le daba pan y leche. Lo cuidaba, pero los otros cuervos lo atacaban y picoteaban. Empezó a perder su plumaje y fue tan gravemente herido por los otros cuervos, que por fin Steiner le pegó un tiro a la criatura. Dice al final: “Era una tortura verlo tan acosado por los suyos porque ya no podía volar.” La próxima imagen muestra a Steiner en cámara lenta volando con sus esquís con unas palabras en off que podrían ser de Steiner, pero resultan ser una paráfrasis del autor suizo-alemán Robert Walser: “Yo debo estar solo en este mundo, yo, Steiner, sin otro ser humano viviente. Sin sol, sin cultura, yo desnudo sobre una piedra elevada, sin tormenta, sin nieve, sin calles, bancos, dinero, sin tiempo ni aliento. Entonces ya no tendría miedo.”[20] Las palabras podrán haber sido escritos por el mismo Virgilio Piñera.

El vocablo “extático” implica estar fuera de sí (incluso fuera del cuerpo). Pero siguiendo la definición previa de estética, y volviendo a Nietzsche y su noción de cultura (especialmente en lo relativo a lo animal), vemos que para Herzog (y Virgilio, en muchos casos) lo extático tiene lugar cuando lo animal en el sentido nietzscheano se apodera del sujeto, abriendo caminos de experiencia y entendimiento imposibles de alcanzar mediante el pensamiento. El camino a lo inmaterial se recorre por lo sensorial. Así, tanto Herzog como Virgilio exaltan lo visual y lo táctil: si Herzog explora la relación entre el cuerpo y la naturaleza, en Virgilio todo parte del cuerpo.

La naturaleza juega un papel enorme en la obra de Herzog, desde la selva de Aguirre y Fitzcarraldo, el desierto de Fata Morgana, el volcán en La Soufrière, los hielos de Antártica (Encuentros con el fin del mundo), el cosmos (Wild Blue Yonder), las cuevas dibujadas en Cave of Forgotten Dreams, para no hablar del parque nacional Katmai de Alaska, donde tiene lugar Grizzly Man. Varios estudiosos han comparado la importancia de la naturaleza en el cine de Herzog con el concepto de lo sublime de los románticos. Otros, más acertados, lo llaman un “sublime irónico”, [21] porque Herzog no profesa ningún amor naif por la naturaleza. En varias entrevistas ha dejado saber que no asocia la naturaleza con la pureza, la perfección, o algo ideal. Más bien habla de su dureza, indiferencia, su aspecto caótico y violento.

En sus comentarios sobre la obra de Herzog, Deleuze separa lo grande de lo pequeño. Lo grande hace referencia a los personajes que abundan en gestos grandilocuentes, los conquistadores de lo inútil (Aguirre, Fitzcarraldo, Da Silva en Cobra Verde, Timothy Treadwell en Grizzly Man, Reinhold Messner de El oscuro resplandor de las montañas). Lo pequeño es el atributo de quien se retrae, huye, esquiva, busca la forma de no ser manipulado (los enanos de También los enanos empezaron pequeños, Kaspar Hauser, los sordo-ciegos de Tierra de silencio y oscuridad, Stroszek, Woyzeck, Nosferatu, el extraterrestre de Wild Blue Yonder). En ese sentido, Deleuze destaca: “Ya no son conquistadores de lo inútil, sino seres incapaces de ser usados. No son visionarios sino enclenques o idiotas.”[22] Sus planes son “últimos suspiros, el jadeante esfuerzo de los momentos finales antes de ahogarse”.[23] Apenas sobreviven, van dando tumbos, son los eternos caminantes –y el que camina es un indefenso, según Herzog–. Su pequeñez logra crear esos extáticos momentos de verdad:

Los indefensos que van caminando dentro de ese entorno pequeño tienen relaciones tan táctiles con el mundo que inflan e inspiran la imagen misma, como cuando el niño sordo-ciego toca un árbol o un cactus, o cuando Woyzeck siente los poderes de la tierra subiendo por la madera que palpa y corta. Y esta liberación de valores táctiles no sólo inspira la imagen; en parte la abre, y la inserta en una vasta visión alucinatoria de fuga, vuelo o pasaje, como el esquiador rojo en medio de su salto en Tierra de silencio y oscuridad, o los tres paisajes-sueños de Kaspar Hauser.[24]

 A lo que apunta Deleuze es a que los pequeños de Herzog son figuras que no se pueden explotar, usar, porque su forma de actuar (y rebelarse) los aleja de lo útil, de lo rentable. En Kaspar Hauser vemos cómo tratan de convertir al protagonista en una especie de exhibición de circo, pero resulta un fracaso. El pobre Kaspar no sirve ni de espectáculo ni de mercancía.

Cabe subrayar que el subtítulo de Kasper Hauser es “Sálvese quien pueda o Dios contra todos”, que perfectamente encuadra con el mundo de Virgilio. El mundo táctil de los vulnerables, los indefensos, es precisamente el que habitan los personajes de Virgilio Piñera. Dentro de unas estructuras colectivas que llevan a la inequidad, la pobreza y la violencia sus personajes esquivan, hacen maniobras para eludir las trampas de la sociedad, crean contrarrituales, se rebelan, abrazan lo inútil y el fracaso, huyen, se automutilan, se sacrifican, trastornan los rituales más queridos, pronuncian su “no”, emprenden viajes que van a ninguna parte.

Todos estos elementos se encuentran en el cine de Herzog, emblemáticamente en su segundo largometraje También los enanos empezaron pequeños (1970). Rodada en Lanzarote (Islas Canarias), una isla volcánica muy desolada –la oscura piedra volcánica domina el paisaje–, es una película difícil de resumir: empieza después de una insurrección fallida dentro de una institución educativa (¿o es un asilo?). No obstante su “feeling documental”, es inverosímil por completo: se trata de una fábula con toques de Kafka y Arrabal, en la cual todos los personajes son enanos, trece en total. En medio de una sublevación, el director toma a uno de sus compañeros de rehén, trata de apelar a la razón. Pero aquellos siguen en una orgía de destrucción que abarca todo: objetos, muebles, animales, ellos mismos. Nunca se sabe por qué se sublevaron: no articulan un plan político ni demandas básicas.

Dentro del caos, Herzog muestra un humor corrosivo, que a veces roza en lo cruel. Hay parodias de la autoridad, la sexualidad, el matrimonio y la religión. Una de las escenas más memorables de la película consiste en una parodia religiosa: una procesión con un crucifijo que tiene a un mono vivo en el lugar de Jesucristo en la cruz. Luego capturan una camioneta que es abandonada, pero sigue dando vueltas en un mismo círculo durante la segunda mitad de la película. Lo cual es una perfecta metáfora de las acciones de los sublevados, en consonancia con el tono de la película, que siempre respeta la necesidad de la rebelión a la misma vez que subraya su futilidad. Digamos que Herzog nos muestra el destape de la libido (liberación, creación) y su completa desarticulación (caos, destrucción). Toda esta dinámica se verifica en la última escena cuando vemos un camello –no pregunten cómo llegó ni por qué esta allí– y su dueño. Hacia un lado está Hombre, el más pequeño de todos los enanos (apenas mide dos pies). El dueño trata de lograr que el camello se acueste sobre la tierra, pero sólo baja las patas delanteras hasta la rodilla y queda el trasero en el aire. Hombre empieza a reírse descontroladamente, el dueño sigue fútilmente en su empeño. Más risa. De repente el camello empieza a defecar, cosa que lo hace reír más todavía, hasta que Hombre empieza a toser y asfixiarse. Deja de reír un momento, pero entonces vuelve a la carga con una risa que parece dolerle. Allí termina la película. Como en Virgilio, Herzog capta en ese final la esencia de las palabras de Pasolini, el cuerpo en su rebeldía que evita ser descodificado; el cuerpo entregado al éxtasis de la verdad, a la ética de los valores táctiles.


Notas:

[1] Roberto Pérez León: “Con el peso de una isla de jardines invisibles”, Unión, año II, n. 10, abril-mayo-junio, 1990, p. 40.

[2] Paul Cronin: Herzog on Herzog, Faber and Faber, London, 2002, p. 102.

[3] Ibídem, p. 139.

[4] Terry Eagleton: The Ideology of the Aesthetic, Basil Blackwell, Oxford, 1990, p. 13.

[5] Virgilio Piñera: Cuentos completos, Alfaguara, Madrid, 1999, p. 36.

[6] Ibídem, pp. 36-37.

[7] Terry Eagleton: ob. cit., p. 164.

[8] Eric Blondel: Nietzsche: The Body and Culture, Stanford University Press, 1991, p. 220.

[9] Cfr. Vanessa Lemm: Nietzsche’s Animal Philosophy, Culture, Politics, and the Animality of the Human Being, Fordham University Press, New York, 2009.

[10] Eric Blondel: ob. cit., p. 207.

[11] Antón Arrufat: Virgilio Piñera, entre él y yo, Ediciones Unión, La Habana, 2002, p. 178.

[12] Virgilio Piñera: Cuentos completos, p. 196.

[13] Marvin Harris: Cannibals and Kings: The Origins of Cultures, Vintage, New York, 1978, p. 157.

[14] Eric Blondel: ob. cit., p. 224.

[15] Paul Cronin: ob. cit., p. 44.

[16] Brad Prager: The Cinema of Werner Herzog, Aesthetic Ecstasy and Truth, Wallflower Press, London, 2007, p. 116.

[17] Ibídem, p. 117.

[18] Paul Cronin: ob. cit., p. 96.

[19] Ibídem, p. 301.

[20] Ibídem, p. 97.

[21] Cfr. Fabiola Alcalá: Lo irónico-sublime. Apuntes sobre el cine documental de Werner Herzog, Editorial Académica Española, 2011.

[22] Gilles Deleuze: Cinema 1 The Movement-Image, University of Minnesota Press, Minneapolis, 1986, p. 184.

[23] Brad Prager: ob. cit., p. 49.

[24] Gilles Deleuze: ob. cit., p. 186.

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ALAN WEST-DURÁN
Alan West-Durán (La Habana, 1953). Poeta, ensayista, traductor y crítico. Ha publicado los poemarios Dar nombres a la lluvia (1994) y El tejido de Asterión (2000). De crítica literaria-cultural ha publicado Tropics of History: Cuba Imagined (1997) y Cuba A Cultural History (2017). Ha sido editor-en-jefe de African-Caribbeans: A Reference Guide (2003), Latino and Latina Writers (2004) y Cuba: A Reference Guide (2011). Ha traducido a Rosario Ferré, Alejo Carpentier, Luisa Capetillo, Nancy Morejón, y Nelly Richard. Es profesor en Northeastern University (Boston).

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