Henry Eric Hernández

Autor de diversos libros, curador, artista… la obra de Henry Eric Hernández (Camagüey, 1971) es una locomotora. No sólo porque en ella esté presente la reflexión hacia lo político, hacia los constructos sociales o históricos, hacia el territorio, sino porque no deja de adentrarse en el debate, en la idea. Debate que en el caso Cuba ha sido secuestrado desde 1959 por la ideología y por una mirada a veces ramplona y siempre totalitaria. Para hablar a profundidad de estos entrecruces y de cómo ha mutado la crítica de arte en la isla en los últimos decenios –espacio donde parecía que se abandonaba el Período especial y en verdad sucedió lo contrario–, le propongo una conversación a propósito de su último proyecto, Pan fresco. Textos críticos en torno al arte cubano, antología realizada junto a Clemens Greiner y editada este mismo año por Almenara con el apoyo de la Fundación Reinbeckhallen; libro donde además de imágenes se reúnen reflexiones de quince ensayistas de adentro-afuera. Nada ayuda tanto a pensarnos a nosotros mismos como cuando le metemos –coralmente– cuchillita al otro.

 

A pesar de los años ochenta, donde una serie de artistas reflexionaron sobre la relación política-arte, el discurso de lo visual en Cuba ha estado vigilado siempre por la maquinaria ideológica. ¿Cómo ha condicionado el castrismo en los últimos treinta años la plástica en la isla?

El punto de partida para responder tu pregunta lo tenemos en el cruce de dos cuestiones básicas. Una es la condición totalitaria sobre la que diserta Rolando Sánchez Mejías (La condición totalitaria, 2009), y la otra es la postura crítica reformista de la que habla José Fernández Pequeño (El reformismo intelectual frente al Estado cubano, 2017). Estas variables tejen la trama y el drama del sí pero no, o sea, la controversia entre la falta de democracia en la que se nace y el paripé de sentirse demócrata, o dicho de otra manera, el reconocimiento de los límites totalitarios a la hora de ejercer la crítica. Esto es una relación válida para toda la producción de pensamiento en Cuba y por supuesto para la vida de quienes lo producen.

Dicho esto, hay que aceptar que los revivals imaginarios en torno a Cuba se deben a dicha condición totalitaria. Lo cual, llevado al ámbito de las artes visuales, pide admitir que la vitalidad del Nuevo Arte Cubano –por emplear la etiqueta legitimada durante la década del noventa– también es consecuencia de dicha condición. Y me refiero tanto a la hora de producir obras como a las estrategias de promoción de las mismas. Esto sin entrar a definir si son obras más o menos críticas, que no políticas, puesto que todo arte es político, y esto se hace cada vez más patente en Cuba mientras más se pone de moda el decir “soy apolítico”, puesto que nadie logra serlo en el totalitarismo.

Por eso resulta una necedad intelectual negar que la avalancha de exposiciones durante dicha década de los noventa no se debió a la conversión de Cuba en un objeto y un objetivo déclassé a raíz del derrumbe del Muro de Berlín. Momento a partir del cual la imagen de Cuba comienza a debatirse, por cubanos y cubanistas, artistas y políticos, gente de adentro y de afuera, entre la resistencia antinorteamericana y la nostalgia por el americanismo, entre la reivindicación del sistema justo y su condena como dictadura, y entre la valía del líder y el deseo de su caída. Todo esto también ha hecho rentable la avalancha de exposiciones y proyectos promocionales de todo tipo de los últimos cinco años, incluido el mercadeo por supuesto. Sólo que en esta ocasión, con el simulacro de que Fidel Castro ya estaba fuera del poder y luego con su muerte, el objetivo déclassé ha sido el cambio inminente.

Hablo sólo de una parcela del condicionamiento al que te refieres, pero dentro de la que hay un detalle significativo que se pone en discusión en el libro El fin del Gran Relato (2019). Me refiero a la estereotipación por parte del correlato crítico del término “utopía”. Una representación que todavía hoy funciona para muchos críticos cubanos, que tomando la idea de Fernández Pequeño considero reformistas y que siguen intentando “reformularla”, para acolchonar su deseo de contestar al poder y protegerse del mismo a la vez. Continuar creando relatos a propósito de la “utopía fallida”, del “adiós a lo soñado” o del “más allá utópico”, sin ninguna duda sirve para acomodar “diálogos” y transacciones con los gestores internacionales, sean curadores, investigadores, críticos e incluso coleccionistas. A pocos de estos les gusta que le hablen de totalitarismo en Cuba. ¿Por qué no comisariar una exposición en cuyo título leamos dicha palabra? ¿Tanto duele la misma y tanto pesa el sentido que arrastra hacia la discusión sobre Cuba? Pues parece que sí. Según mi experiencia, muchísimos colegas críticos y académicos norteamericanos, latinoamericanos y europeos, con cuyos trabajos aspiran a generar circunstancias y espacios democráticos, ponen “restricciones” de uso al término totalitarismo con respecto a Cuba.

Por tanto, uno de los condicionamientos totalitarios más perversos para el arte cubano ha sido el de sumarse al mercadeo del fetiche utopía. O sea, no es lo mismo que como artista comentes tu obra al curador o investigador de turno haciéndole ver que Cuba es una “utopía fallida”, lo cual le supone cierta belleza de la miseria y con ella algo precario a reparar en algún momento, que le digas que evalúas un sistema totalitario. Tampoco es lo mismo titular un libro como el de Rachel Weiss To and from Utopia…, que conceptualizarlo desde From and to Totalitarianism… Es así como la utopía no deja de alimentar su fetichismo, de “embellecer” el credo del izquierdismo intelectual, que no es lo mismo que la izquierda crítica. Y esto es muy importante porque el hecho de aferrarse al eufemismo discursivo en torno a esta representación detiene la dimensión histórica, es decir, si no se hace un cambio de término y se consiguen otras connotaciones, no se posibilita una dialéctica social y política, el cambio que muchos vienen ansiando. Hablo de tener presente los rasgos y modos de persuasión que comparten narrativa y normativa. Con relación a esto, el profesor Kaius Tuori propone desarrollar un cambio en las narrativas tomando en cuenta que las significaciones históricas permanecen engranadas con los procesos culturales, y que de estos se destacan los usos del pasado que tienen lugar en dichas significaciones. Y no es que todo se cumpla o solucione a través del lenguaje, pero es innegable que las enunciaciones del mismo modulan –y en determinados períodos de manera irremediable además– el porvenir. De hecho, esto es lo que ha sucedido con relación a sintagmas como la revolución, la utopía y el socialismo, tanto desde el discurso político castrista como desde el correlato crítico. Entonces ya no estamos hablando de un guillotinazo ideológico sino intelectual, es decir, que el filo que vigila determinada producción visual es el del sentido único y unitario otorgado a la imagen utopía. Lo que finalmente resulta ser un tipo de totalitarismo imaginario respecto del cual ni gestores ni autores ni públicos, ni cubanos ni cubanistas, permiten la renovación necesaria.

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¿Pueden pensarse la censura y la violencia desde lo estético? ¿Qué tiene que decir o dónde tiene que colocarse lo estético para no devenir pamphlet?

Este es un tema enquistado en la producción intelectual a causa de la condición totalitaria. Sigo centrándome en el correlato crítico y te digo que “la cuestión estética” ha sido utilizada para bien y para mal, para salvar y para condenar. Pensemos en el Caso AR-DE, un grupo que tuvo que cotejar su activismo en torno a una discusión estética para justificarse ante la burocracia, evadir la censura, la prisión y la expulsión, pero esto sirvió de poco pues luego sus mismos amigos y colegas, artistas y críticos, conjuntamente con dicha burocracia cultural, juntaron lo estético con la cuestión de ser contrarrevolucionario y condenaron a sus miembros.

Pese a esto, hoy hay artistas que siguen preocupándose por generar prácticas democratizadoras de forma paralela a cierto renacimiento de prácticas cívicas, aunque son pocos frente a una mayoría desinteresada, incluyendo en este paquete a gran parte de la crítica. Siempre digo que primero eres persona, luego ente cívico y después artista o zapatero, y que en Cuba ha habido cierta legitimidad desde la política cultural para que el artista critique al poder dentro de determinados marcos discursivos, digamos institucionalizados, pero no hay un foro público para el zapatero que no sea la marcha establecida por el Partido. Por eso es importante salirse de dichos marcos y generar espacios de unión, cívicos, con estándares democráticos, para una y otra figura. Y por eso también siempre llamo la atención sobre el “artivismo”, pues creo es un término que en el contexto cubano puede ablandar la reivindicación de las prácticas cívicas, de la oposición como gesto personal, más espontáneo, quiero decir, que no estén hasta cierto punto protegidas por la sombrilla del arte en la que puede acomodarse “la cuestión estética”. Si se aboga por ser activista y ser artista, entonces la burocracia cultural y la mayoría de la crítica quedan fuera de discusión, una por incapacidad democrática y la otra por miedo. Y por supuesto, las exigencias democráticas pueden ir haciéndose cada vez más eficaces, y como se ha visto, se suman no sólo artistas, sino también y en mayor grado otras personas que quieren reivindicar cambios en muchas esferas sociales.

Por eso celebro que la presidenta del Consejo Nacional de Artes Plásticas, Norma Rodríguez Derivet, haya dicho que Luis Manuel Otero Alcántara no es artista, un agravio similar al de contrarrevolucionario que se ha dicho sobre otros intelectuales constantemente y en todas las áreas de la cultura, y que siempre hay colegas que lo comparten o apoyan. Pero en este caso, el “consenso” viene dado porque la actividad de Luis Manuel y los reunidos en San Isidro no entra en los parámetros estéticos ni marcos de permisibilidad crítica. Así pues, Derivet ha dejado ver el sentido antidemocrático de la burocracia del que te hablo, y la de una élite que no quiere reconocer sus derechos, sea por miedo o comodidad. Con lo cual, el problema está en el margen de ilegalidad que conllevan los límites entre performance como evento artístico y la manifestación como práctica cívica, y cómo los coteja un crítico de arte a la hora de discutir, por una parte la reivindicación de pluralidad en la dirección que sea, y por otra, la violencia política que el Estado ejecuta contra quienes hacen una u otra actividad. Propongamos a la revista Arte Cubano o Art Crónica, una institucional y la otra “autónoma”, hacer un dossier sobre el activismo en el arte, y seguro que sus editores no se plantean profundizar sobre estas cuestiones esenciales porque comenzarían intentando exculpar al totalitarismo, al Estado y a sus cuadros políticos. Y aquí volvemos al reformismo y al sí pero no del que habla Fernández Pequeño. Por eso en el correlato crítico de los noventa no se habló de AR-DE ni de activismo, en aquel momento las discusiones sobre la violencia política aparecían en la revista Encuentro, como hoy aparecen mucho más en el periodismo independiente, sea o no cultural. Por cierto, a propósito de esto y su relación con el espacio público discuten Ernesto Menéndez-Conde, Sara Alonso Gómez y Yanelys Núñez Leyva en Pan fresco…

Entonces, de pensar la violencia política desde “la cuestión estética”, seríamos parcos. Veo mejor abogar por un sentido más cruzado en la comprensión, digamos más culturalista, porque sino el resultado seguirá siendo empobrecedor y tendremos que seguir ateniéndonos a que la gran mayoría de los textos en torno al arte cubano no intenten comprender la violencia divina, la mitificación de su gran porcentaje represivo como un gesto revolucionario.

A la vez que la represión en Cuba se ha hecho más visible, sobre todo con la entrada de las redes sociales, lo autónomo, que a veces es también lo underground y lo marginal, ha ganado cuerpo. ¿A qué tú crees se debe este fenómeno? ¿Hasta qué punto esta autonomía ha sido generada por ese mismo Estado Todo del que hablábamos antes?

La era postotalitaria en la que entra Cuba no se caracteriza, a diferencia de Rusia, China o Vietnam, por mencionar tres “aliados” actuales del Estado cubano, por un despegue económico –cosa que no sucederá en mucho tiempo–, sino por su actualización a medias de la conexión a Internet y el acceso de todos a la misma. Quiero decir, el problema que sigue quitando el sueño al Partido y a su burocracia política sigue siendo el control de la información, que ahora se les escapa de las manos debido a la personalización de la misma en todo sentido, gracias a, como bien dices, las redes sociales. Pues por activar un renglón económico que sin dudas es el de las comunicaciones, el Gobierno ha puesto en riesgo el control de lo que cree se debe y no se puede decir. Así, la consecuencia no es un despegue económico –pese a que alguna familia de militares esté ganando dinero con ello–, sino un desparpajo informacional que ha venido acalorando el deseo de autonomía, lo que podríamos resumir en el “voy a decir lo que me dé la gana”.

Visto desde el ámbito artístico, primero hay que mencionar la decadencia institucional, a causa de la incapacidad logística estatal y la parquedad intelectual de sus gestores, cuestiones que a diferencia de momentos anteriores ha provocado que se acrecienten las permisibilidades del autoritarismo hacia lo que deberían ser derechos de la sociedad. Sólo que cuanto más permisiva se muestra la burocracia cultural para con las aspiraciones, iniciativas y libertades de la élites, acomodándose estas a los niveles de mimetismo para con determinados pactos y reverencias, más eficazmente puede sincronizar el Estado lo que llamo su arrogancia de la legalidad. Con lo cual, la capacidad del mismo para elegir el momento de tolerar o desaprobar tal o más cual ilegalidad por él mismo permitido, sigue siendo total. Pero a pesar de esto, la movida de gestión autónoma crece y con ella el poder de elección de quienes se suman, es decir, cada vez más hay quienes eligen crear proyectos autónomos y quienes desean participar en sus actividades. Y aquí señalo el detalle de la colaboración entre las instituciones y dichos proyectos, la cual es prácticamente nula aun cuando haya “aceptación” por parte de los especialistas de las mismas hacia dichos proyectos. Pongo por ejemplo a Fernando Rojas y Jorge Fernández, quienes como viceministro del Ministerio de Cultura y director del Museo Nacional de Bellas Artes respectivamente, simulan celebrar espacios autogestionados como Galería Taller Gorría y El Apartamento, pero como cuadros políticos de la cultura, que es lo que los valida antes de ser intelectuales, curadores u otra etiqueta estándar de la gestión cultural, delimitan su participación con relación a espacios como Aglutinador, Museo de la Disidencia de San Isidro, INSTAR y otros tantos. Esto te da la medida de que el autoritarismo nunca cede ante pedidos o negociaciones de pluralidad, más bien aprovecha los resquicios de permisibilidad abiertos por él mismo para reconstituir su poder.

¿Pudiera hablarse de una diferencia conceptual y política entre la crítica de arte que se practicaba en los noventa y la que recoge la compilación editada por Clemens Greiner y tú, casi toda hecha –salvo excepciones– por críticos que han comenzado a publicar sus textos en los últimos años?

La diferencia se desprende del criterio reformista que hablábamos antes y el sentido acrítico que al día de hoy produce dicha postura. Un detalle significativo es que excepto dos textos, el resto de los incluidos en Pan fresco… discuten el contexto introduciendo los términos “dictadura”, “totalitarismo” y “autoritarismo”, por lo que tenemos un cambio en la conceptualización y, por supuesto, en el sentido político. A Clemens y a mí nos interesaba reunir a colegas que, pese a conocer el trabajo crítico de la década de los noventa, desecharan sus subterfugios, como por ejemplo, cambiar “utopía” por “totalitarismo”, con lo cual suben un escalón importante en el corpus crítico cubano. Asimismo, discuten las relaciones entre violencia política y activismo, otra cuestión que, como te decía, no entra en la discusión de los noventa. Así, el pan hecho con la misma harina y manteca incluye nuevos ingredientes que le dan cierta frescura. Pues repito, no es lo mismo discutir cuestiones de nacionalismo o política cultural desde el término “utopía”, que desde “dictadura” o “autoritarismo”. Y soy insistente porque así vienen haciendo un grupo de colegas que, desde diferentes áreas de los estudios cubanos, dejan a un lado las teorías estéticas de forma cerrada y se vuelcan sobre estudios más culturales, produciendo una disertación más compleja y justa, que es lo que amerita el contexto y, por supuesto, muchas obras, sean de las artes visuales, el cine o la literatura. Siempre digo que muchas de las obras producidas en Cuba, sobre todo las que componen el discurso político del llamado Nuevo Arte Cubano, dicen mucho más que lo que el correlato crítico intenta comentar sobre ellas.

¿Y cuáles son exactamente esas obras del Nuevo Arte Cubano que más te interesan?

Cuando digo “dicen mucho más”, me refiero a la vuelta de tuerca que puede dar el comisario o el crítico para poner en discusión estas cuestiones. El fin del Gran Relato trata de eso, de tomar obras y autores que anteriormente han formado parte de exposiciones que tratan la utopía y resituarlas para discutir el totalitarismo. Así, poniendo a interactuar obras de Celia-Yunior, Ezequiel Suárez, Jorge Luis Marrero o José Ángel Toirac, puedes dar cuenta de que ambas formulaciones políticas sacralizan la ilusión por el futuro a costa de usurpar las libertades. Digamos que este es su rizoma. Con esto hablo de torcer el discurso posibilitando no otra lectura, sino una lectura más compleja, teniendo claro que en el correlato crítico, más allá de tener la obra como pretexto, es una construcción en la que se suscriben o se obvian asuntos cuya pertinencia se ve condicionada por la prudencia política o por cierta complacencia ante el mercado. Con lo cual, como otros colegas artistas y críticos, veo pertinente consolidar un cambio discursivo. O mejor dicho, validar un “borramiento”, sin romanticismos remisos, de determinados estereotipos creativos y discursivos.

Los que conocen tus series saben que estas siempre se mueve entre lo conceptual, lo político, lo antropológico… ¿Hasta qué punto esta compilación es parte de este input? ¿Pan fresco…, sus diferentes territorios, puede ser considerado como un objeto más en tu obra?

Creo que eso sucede siempre. Intentamos reunir nuestros criterios con los de otros. Es muy positivo buscar afinidad intelectual y política. Pero sí, Pan fresco… forma parte de un tríptico editorial en el que comencé a trabajar desde 2016. Primero vendría la curaduría de la exposición colectiva y la edición de su libro homónimo El fin del Gran Relato (2019), enfocado en trabajar con un grupo de artistas cuya obra me interesaba poner a interactuar. Un proyecto que salió adelante con la colaboración entre Galería Taller Gorría, en La Habana, Oficina de Proyectos Culturales, en Puerto Vallarta, la editorial CdeCuba Art Books, en Valencia, y por supuesto los artistas y críticos reunidos en dicho libro. Luego vendría Pan fresco…, un proyecto dirigido al correlato crítico. El proyecto anterior se completaba al trabajar con un grupo de críticos que sentía estábamos pensando el ámbito artístico desde intereses similares y desde diferentes latitudes, con lo cual me interesaba cruzar textos, por así decir, de corte más académico con otros más empíricos. Esta fue otra colaboración entre Reinbeckhalle Foundation, Almenara Press y los autores que en principio propuse al equipo de dicha fundación como una obra dentro de la exposición Otro amanecer en el trópico, comisariada por Abel González y Anamely Ramos, pero que durante el proceso y debido a sus particularidades decidimos quedaría como proyecto paralelo. Básicamente, me interesaba colocar una obra con sentido académico, de pensamiento colectivo, dentro de una exposición, porque cada vez me interesan más esos procesos de producción de conocimiento. Y por último vendría mi libro Imaginar el totalitarismo. Ensayo sobre la violencia en el arte cubano, que estoy terminando ahora y pronto será publicado por Hypermedia Editorial.

¿Y de qué va este último?

Este libro se compone de tres textos. El primero, “Imaginar el totalitarismo”, es una versión revisada del primer capítulo del libro colectivo El fin del Gran Relato. Luego siguen dos capítulos, “Desear la censura; escenificar el debate”, y “Vivir el ascetismo; condenar el feminismo”. Mi discusión está atravesada por la representación intelectual de la violencia divina y sus rituales victimarios, elementos cruciales a la hora de hablar de la mitificación de la producción intelectual y de la conformación de la política que la arropa o la guía. La violencia divina es el soporte del totalitarismo, es la premisa de su existencia, puesto que enmarca un espacio idóneo en el que se superponen y complementan ilusión e ideología. Por tanto, hablamos de un fundamento imaginario. Y este asunto, pese a su valor como condicionante de los comportamientos de los intelectuales, sigue sin preocupar al correlato crítico. El tratamiento de la historia intelectual en Cuba o dentro de los estudios cubanos continúa siendo escaso. Si revisas te das cuenta que casi todo gravita en torno a Orígenes, la década de los sesenta y poco más, pero nunca en torno a las artes visuales. También te das cuenta que la mayoría de los análisis existentes no se cruzan con los estudios sobre la violencia, quiero decir que no hacen un trabajo intertextual, interpretativo, por así decirlo, que nos haga comprender la relevancia del imaginario de la violencia política, que haga notar por qué se perpetúa la represión y por qué, como sociedad, la connaturalizamos. En esencia, extiendo las cuestiones teóricas de Mártir, líder y pachanga. El cine de peregrinaje político hacia la Revolución cubana (Almenara, 2017), para partir de representaciones que nos parecen imperceptibles o que consideramos insignificantes, pero que dibujan la mutación postotalitaria cubana actual, en la que la violencia divina continúa siendo protagónica y aún genera mimetismos colectivos a la hora de linchar víctimas. A partir de esto, evalúo, por ejemplo, los repertorios de immagini infamanti, la conformación de los sentimientos totalitarios y la figura del cuadro político, del verdugo revolucionario.

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CARLOS A. AGUILERA
Carlos A. Aguilera (La Habana, 1970). Escritor. En 1995 ganó el Premio David de poesía, en La Habana, en 2007 la Beca ICORN de la Feria del libro de Frankfurt, y en 2015 la Cintas en Miami. Sus últimos libros publicados son: Umberto Peña. Bocas, dientes, cepillos, restos (monografía, 2020), Teoría de la transficción (antología, 2020), Archivo y terror. Operaciones entre literatura, política, teatro y arte (ensayo, 2019), Luis Cruz Azaceta. No exit (monografía, 2016) y Matadero seis (nouvelle, 2016). Codirigió la revista Diáspora(s) entre 1997 y 2002. Coordina en Rialta la colección FluXus. Reside en Praga.

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