Geoff Dyer

En uno de sus mejores ensayos, Susan Sontag sostiene que “en la literatura japonesa la llamada novela del yo, la narración sobre todo autobiográfica, pero que encierra episodios inventados, es una forma dominante de la narrativa”. Esto quizá sea cierto, pero en la tradición occidental, con algunas excepciones fulgurantes (Sebald, Peter Handke), no parece haber demasiado entusiasmo por esta peculiar estructura. La literatura inglesa contemporánea (que no se caracteriza precisamente por su vocación experimental: la férrea distinción entre fiction y non-fiction se presenta en ocasiones como el insuperable legado de la industria editorial angloamericana) no parece, a primera vista, un lugar demasiado prometedor para el hallazgo de libros que utilicen este protocolo narrativo. Sin embargo, eso es precisamente lo que sucede con Bajo la sombra de D.H. Lawrence, del prolífico, ingenioso y peripatético escritor Geoff Dyer.

No se trata entonces de otro aburrido estudio sobre el tuberculoso genial, sino de un texto más o menos inclasificable, a medio camino entre el discurso autobiográfico, el libro de viajes y la ficción, una narración absolutamente delirante que podría haberse llamado Notas sobre la imposibilidad de escribir un ensayo acerca de D.H. Lawrence o El gran aburrimiento (del narrador). En efecto, el narrador hace todo lo posible para postergar el momento en que realmente comenzará a trabajar en su estudio sobre D.H. Lawrence (su lema parece ser “no hagas hoy lo que puedas dejar para mañana”) y pronto comprendemos que no sólo no va a escribir el así llamado “ensayo definitivo sobre Lawrence y el arte de viajar”, sino que, probablemente no escribirá nada, o al menos nada que pueda relacionarse de alguna manera con el polígrafo inglés.

Así, viaja de Roma a Grecia. De Grecia a Inglaterra, de Inglaterra a Nuevo México y de regreso a Roma sin conseguir escribir la primera línea del texto, aunque eso no le impide, como sucede en la mayoría de sus libros, teorizar sobre la esencia del aburrimiento, despotricar contra la vagancia (de la que es, sin duda alguna, uno de los más consumados especialistas) y acumular una descomunal biblioteca que probablemente no consultará nunca (su poltronería alcanza proporciones descomunales). Estamos ante un tipo que, como Thomas Bernhard, convierte las condiciones de posibilidad de la escritura (es decir el ritual más o menos complejo que la hace posible) en uno de los fundamentos de su obra.[1] Ahora bien, esta poética de la postergación se manifiesta también en el plano estilístico, en las repeticiones constantes y los retrocesos que impiden avanzar la narración y crean una extraña comicidad: “En cualquier caso, empezar mi estudio de Lawrence con toda seriedad, otra frase que se vaciaba de significado a medida que daba vueltas en mi cabeza, era de hecho imposible porque, además de decidir si iba a escribir o no mi estudio sobre Lawrence, tenía que decidir dónde lo iba a escribir, si es que lo iba a escribir”.

De todas formas, llega un momento en que, por mucho que lo intente, el protagonista no puede retrasar más el inicio de la escritura (después de todo tiene una fecha límite para entregar el texto y si hay algo que valora tanto como el ocio es el dinero: aparentemente se las arregla para obtener anticipos fabulosos por un libro inexistente). Entonces intenta convertir las miles de notas dispersas en una narrativa coherente y comprende que, sorprendentemente, en realidad no le interesa tanto la obra de Lawrence como su vida, o por lo menos la imagen de Lawrence que registra su casi infinita correspondencia (lo único que ha leído hasta el final con un entusiasmo que no decae). Por supuesto, las cartas son, en cierto sentido, tan ficcionales como las novelas (nada confiables como fuente de información sobre el verdadero Lawrence, sea lo que sea que esto signifique) y esto no escapa a la perceptiva mirada de Dyer. Pero no le importa. Es evidente que lo fascinante para él es la imagen pública que su ídolo forjó para sí mismo: el escritor como viajero, aventurero y vagabundo, como artista trashumante que no se contenta con extraer su inspiración de otros libros, sino que intenta transformar su propia vida en una obra de arte por derecho propio.

Se trata, en ambos casos de esa famosa enfermedad metafísica diagnosticada por Baudelaire en sus Diarios: “el horror del domicilio”. Esta veneración por el enfermizo polígrafo de Nottingham impregna la prosa de un entusiasmo poco común y alcanza por momentos una vehemencia visionaria que no es inferior a la de los mejores textos de Lawrence (El mar y Cerdeña, Crepúsculo en Italia) esos relatos de viaje en los que, como sugirió Rebecca West, “escribía no sobre un paisaje determinado sino sobre el estado de su alma en ese momento que sólo podía traducir en términos simbólicos”. Hay entonces, tanto en Lawrence como en su fervoroso discípulo, una profunda espiritualidad alejada de cualquier ortodoxia occidental, una sed de absoluto que conduce al enfermo al esoterismo desesperado de Last Poems (plegarias invocando al dios ignoto y abisal del maestro Eckhart y la religión gnóstica) y a Dyer (ese dandi dotado de un alma “naturalmente atea”) hacia la búsqueda incansable de lo que llama “la zona”: un lugar mítico en el que cesaría todo deseo y todo desasosiego, una especie de utopía zen que, como es natural, no existe en ninguna parte, aunque eso no lo disuade de continuar su búsqueda.

Esto se relaciona con las objeciones contra la novela como forma narrativa: para Dyer estamos entrando en una era que “en general se aparta de la novela”, o al menos de la novela como la concebimos desde hace trescientos años. La razón estribaría en un agotamiento progresivo de las estructuras verbales que intentan conferirle un sentido a la realidad: para Lawrence, ese modernista tan osado como Joyce, la novela era la forma más alta de expresión humana, pero “hoy la mayoría de los textos copian a otros y es tan aburrido ver cómo todos esos escritores hablan de sus sentimientos que quizás sea mejor evitar completamente la novela como medio de expresión”. En otras palabras, no es posible acceder a la zona “mediante la invención pura”.[2]

La anterior es una objeción contra las posibilidades epistemológicas de la narrativa convencional que, si bien no rechaza completamente la ficción, apuesta por complejizarla, por “contaminarla” con otros géneros que no suelen asociarse con ella: los cuadernos de notas, los aforismos, la autobiografía imaginaria, las fotos y su comentario. Por supuesto, en rigor no hay nada nuevo en todo esto (¿acaso lo hay alguna vez?), pero Dyer, con su radicalismo característico, articula un texto absolutamente singular, denso, híbrido y vertiginoso, un artefacto que moviliza todos los procedimientos del arte verbal y accede a una ebriedad narrativa muy poco común en la literatura europea contemporánea.

Esto no significa, sin embargo, que su obra no establezca un diálogo constante con otros maestros de la forma y la experimentación: ya he observado el vínculo estilístico con Bernhard, pero Sebald también es una presencia constante: la obsesión con las fotos de Lawrence, con el significado de ciertas imágenes, parece deberle mucho a ese refinado estilista alemán que, como Baudelaire y el valetudinario poeta de Nottingham, profesaba “el culto primitivo de las imágenes”.[3] Así, nos ofrece digresiones asombrosas en torno a ciertas fotografías: no es Martin Heidegger[4] (Dyer huye del tono pomposo como Lawrence de la tuberculosis, y su ironía es incesante),[5] pero tampoco lo necesita, y gradualmente consigue comunicarnos la fascinación, no exenta de misterio, que irradian estas fotografías: allí donde no son un mero complemento al relato sino que, en una curiosa inversión, el texto parece existir para dilucidar la enigmática irradiación de las imágenes: como Sebald, como Teju Cole, como Leonid Tsipkin, Dyer no es un mero narrador sino un artista radical que persigue, en el espacio del lenguaje e incluso más allá, ese elusivo Gesamtkunstwerk[6]que Wagner consideraba el único objetivo digno de un verdadero esteta.

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Notas:

[1] La influencia de Thomas Bernhard en Dyer resulta, por supuesto, notoria (algo ciertamente inusual en la literatura inglesa).

[2] Aunque Dyer no puede ser tan pesimista si quiere escribir algo, el nihilismo desemboca probablemente en la esterilidad creativa.

[3] Dyer parece tener una curiosa predilección por la cultura alemana: en otro de sus libros hay un importante intertexto de Thomas Mann.

[4] Por suerte, no hay muchas cosas que puedan competir con las insensateces que Heidegger, ese charlatán, dijo sobre algún cuadro de Van Gogh.

[5] Ni siquiera Rilke, ese santo secular, consigue sustraerse a su sarcasmo: comentando el conocido verso “debes cambiar tu vida”, Dyer cita el ingenioso epigrama de Larkin (Selected Letters): “eso significa, buscar otra princesa que me preste dinero”.

[6] Gesamtkunstwerk: ‘obra de arte total’.

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