Que en Cuba hay pintura, que existe lo que tanto se ha temido llamar pintura cubana, y que no queda espacio ya para los intelectuales derrotistas que, de espaldas a los postulados básicos de nuestra Revolución, se empeñan en negar todo valor a lo más genuino de nuestro arte, es lo que nos demuestra de una manera categórica las dos salas repletas de pintura, que en general se pudiera llamar buena, de nuestro Salón Nacional de Pintura y Escultura, que la Dirección General de Cultura del Ministerio de Educación exhibe en el Palacio de Bellas Artes como un festejo jubiloso con la participación de los pintores más jóvenes y los menos conocidos, que destruye lo que hasta hace un año era latifundio cultural y “piña”.

Desigual, si se quiere, con períodos de casi total importación, nuestra pintura logra integrarse como un movimiento sólido que nos representa, más allá de todos los tipicismos baratos y las anécdotas fáciles, sin una apelación a lo nacional que resulte fotostática, pero guardando el espíritu de nuestra nacionalidad, estallando en lo sensualidad tropical −hay que perder el ridículo pudor intelectual a estas palabras− de nuestros colores, en la suavidad, tan bien comprendida por Víctor Manuel, de nuestras formas.

Una sola cara, un solo tema −me refutan− no es suficiente material para hacer un pintor. Pero en el caso específico de Víctor Manuel, a quien el Salón Nacional rinde homenaje con una exposición personal de lo más representativo de su obra, esa cara y ese tema son la experiencia y resumen de una larga y fecunda rebeldía, no sólo contra los empolvados profesores de la Academia sino contra la burguesía de nuestra sociedad de la época

En el otro extremo, en el de la pintura actual −la pintura de Víctor trasciende sólo los límites de impresionismo− están dos escuelas de pintura abstracta que han alcanzado ya su mejor momento. Los pintores tachistas, jóvenes en su mayoría, y los concretos −una derivación basada en la geometría que desde hace algunos años se está trabajando en Europa− que son viejos trabajadores de la plástica nacional. Entre estas dos tendencias hay un grupo que parece trabajar sobre derivaciones del surrealismo.

Es cierta, lo reconozco, la supremacía no sólo cuantitativa sino también cualitativa, si exceptuamos dos o tres obras de la pintura abstracta. Reconozco también que en muchos de los trabajos se ha obrado con excesiva gratuidad, y creo, por último, que el logro de una pintura nacional que responda a los temas y necesidades de la Revolución es una inquietud que los pintores debían tener muy presente. Pero más presente debían tener los que por este arte desdeñan todo lo creado, que hacia él iremos sólo con trabajo evolucionado y con la fe absoluta en nosotros mismos, y nunca importando elementos de lo que en otro país puede resultar una pintura genuinamente nacional −en México por ejemplo− que la mayoría de las veces han sido trasladados a diestra y siniestra ni sin asimilación ninguna. Así, de momento, en una calle habanera −tal como lo vaticinaba en un artículo publicado en los primeros días de enero− nos sorprenden la figuras chatas, trabajadas en terracotas y ocres, que tantas veces hemos visto en los murales genuinamente nacionales y, si se quiere, de gran impacto popular del mexicano Diego Rivera.

Por otra parte, no creo que el trabajar sobre figuras o no, añadirá nada, en cuanto a calidad plástica se refiere, a un cuadro. Entre los abstractos −no quisiera citar nombres para no hacer listas interminables que me restarían espacio al que necesito para mover conceptos−, hay verdaderos logros y creo que gran parte del material enviado pudo ser seleccionado; mientras que las figuras, debido a la inundación de un júbilo muy loable de nuestro pueblo por el triunfo de la Revolución −y del cual participo− estaban, precisamente porque no habían sido trabajadas por pintores de oficios, mal pintadas.

Con respecto a las esculturas, también hay predominio de lo abstracto, aunque el trabajo en maderas cubanas, a las cuales muchos de los escultores le han sacado todo el partido que su magnífico material brinda, revela las posibilidades de una escultura trabajada con nuestros elementos.

El Salón, en fin, tiene color como revisión general de lo que aquí se hace, y como panorama de la plástica de este momento, que aunque algo uniforme, demuestra cierta ebullición interior que hace sospechar la aparición, en breve, de otro de sus momentos mejores.

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SEVERO SARDUY
Severo Sarduy (Camagüey, 1937 - París, 1993). Escritor cubano. Escribió ensayo, crítica, poesía y narrativa. En 1959 se le concedió una beca en Madrid, de donde se trasladaría a París indefinidamente para no volver jamás a Cuba. Allí se involucra con el grupo nucleado alrededor de la revista Tel Quel, lo que marcará el resto de su obra literaria y pensamiento estético. Entre sus ensayos de carácter teórico destacan Escrito sobre un cuerpo (1967), Barroco (1974) y La simulación (1982). Su primera novela fue Gestos (1962) y le siguieron De donde son los cantantes (1967), Cobra (1972), Maitreya (1978), Colibrí (1984), Cocuyo (1990) y Pájaros de la playa (1993), publicada póstumamente. Como editor trabajó para Éditions du Seuil y Gallimard.