El peregrino de la bodega oscura

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Fue Ernesto Montequín, un amigo argentino con quien conversaba una tarde en el Café Tortoni, quien me habló de él por primera vez. “Es un cubano que vive en Italia. Su libro Le tre età es formidable; allí habla de su amistad con Virgilio Piñera, Lezama Lima y Sarduy cuando vivía en La Habana”. No me sonó el nombre –Alvar González-Palacios– aunque sí me cautivó el título. A partir de ese momento empecé a fatigar librerías, hasta que un año después, gracias al internet, por fin encontré, y devoré, pese a mi precario italiano, ese grueso ejemplar.

Alvar González Palacios | Rialta
Alvar González-Palacios

Voluminosa memoria, crónica de varias épocas, retrato colectivo de un ejército de historiadores y amantes de arte, se trata de la autobiografía y casi confesión de un santiaguero (1936-) de familia acomodada, hijo mayor de Carlos Manuel González-Palacios, revolucionario de izquierda y escritor malogrado que llegó a ser ministro de Fulgencio Batista durante su primer mandato (1940-1944). Su hijo Alvar, en cambio, estudió en La Habana y Estados Unidos y a la primera oportunidad, en 1957, se marchó a Florencia a estudiar historia del arte para nunca regresar a su país de origen. Allá en Italia se educa y luego hace una exitosa carrera en toda Europa, codeándose con la flor y nata de historiadores, curadores, decoradores y coleccionistas. Durante la lectura comprobé, además de que se trata de un excelente escritor, si bien para mí desconocido, que en efecto fue testigo de la vida y obra de importantes personajes de la literatura cubana que yo había estudiado. No sólo los que mi amigo Montequín recordaba sino muchos otros que en Cuba trató, como Emilio Ballagas, Mariano Brull, Guillermo Cabrera Infante, José María Chacón y Calvo, Carlos Enríquez, Eva Fréjaville, Max Henríquez Ureña, Fernando Ortiz…

Pero fue otro el nombre que más atención me llamó: el de Julio Rodríguez-Luis, profesor y mutuo amigo, que fuera íntimo del autor durante su adolescencia habanera y con quien, a pesar del distanciamiento físico, mantenía una extensa relación epistolar que las memorias citaban con frecuencia. Aproveché esa coincidencia para pedirle a Julio las señas de su viejo amigo, al cual le anuncié mi próxima visita a Roma, donde vive hace treinta años. Alvar nos invitó a su casa –“llena de bellas obras de arte y libros”, me previno Julio– en el Palazzo Mattei Caetani de la antiquísima Via delle Botteghe Oscure, el mismo edificio donde Marguerite Caetani –princesa de Bassiano y duquesa de Sermoneta– fundó y publicó, entre 1948 y 1960, Botteghe Oscure, tal vez la mejor revista literaria de la posguerra. Alvar no tuvo nada que ver con esa revista –se mudó a ese edificio en 1994– pero bien podría haber sido un colaborador esencial, según lo acreditaba su prestigio profesional y la excelencia de su pluma –Wikipedia provee lista de doce de sus obras; la Biblioteca del Congreso, treintaisiete.

No se equivocó Julio cuando me describió el esplendor de la casa de su amigo. Faltaba más: en Le tre età y en otros libros suyos –como Persona e maschera (2014) y Solo ombre (2017)– el memorialista se esmera en enjuiciar el estilo de los aposentos de figuras que llegó a conocer de cerca, algunos de alcurnia (como Liliane de Rothschild), o prestigio intelectual (como Mario Praz). No menos deslumbrantes fueron los suyos: muebles y tapices de realengo, espléndidas bibliotecas, todo un baño decorado con auténticos mosaicos romanos. Y su dueño, cruce encarnado de amabilidad criolla y gentilezza italiana, que nos dio almuerzo elegante y diálogo inesperadamente íntimo en el que evocó las tribulaciones de su familia, las vicisitudes de su vida profesional y su involuntario exilio (una intriga palaciega le vedó durante años la ciudadanía italiana).[1] El diálogo fue nutrido por nuestras preguntas, mía y de Nivia Montenegro, mi esposa, alentada esta vez por nuestra lectura de Semillas secas, su primer libro en español, que reproduce no sólo las secciones de Le tre età sobre su experiencia en Cuba y temprano exilio, sino cartas de amistades con quienes Alvar se carteaba después de esa época.[2] Fuimos testigos, además, de un par de lo que no menos puede llamarse melancólicos soliloquios en los que el escritor, cual Hamlet tardío abstraído en bodega oscura, barajaba su identidad personal, las decisiones que marcaron su trayectoria, su destino… Sentí en esos momentos que nuestra visita había tenido efectos saludables: en él, porque le habíamos servido de cámara de eco; y en nosotros, porque una vez más comprobamos la órbita, a un tiempo solitaria y cosmopolita, de nuestra historia. Lydia Cabrera y Ricardo Pau-Llosa, en Miami; De la Vega en Northridge, California; Triana y Camacho en París; Guillermo y Miriam en Londres; y ahora Alvar, y nosotros, en Roma: todos peregrinos expulsados de la Isla, pero refugiados en nuestros respectivos museos de creación, memoria, cultura.

Poco después de mi visita, volví a recordar mi primera estancia en Roma casi medio siglo antes, cuando de estudiante y durante unas vacaciones visité parientes lejanos asentados allí, burgueses alienados con quienes ni llegué a conocer Roma ni a sentir la comunión con esos seres que mi accidentada búsqueda me ha concedido a lo largo de los años. Resignado y tranquilo, quise atrapar algún eco de mi sentir en estas líneas:

A Roma, de parte de esta ruina

para Alvar González-Palacios

Busco al que era yo en mí, el Peregrino,
y en ese mismo yo nunca me hallo.

En una bella cueva, medio siglo hace ya,
me encerraron unos godos.
(¿O será que fui yo mi prisionero?)
Ángeles isleños, oriundos de la Florida,
me dieron coincidente, descifrable bienvenida.
Ya puesto y convidado,
me negaron un boleto a Noche Vieja.
(Conversando, la pasé con otra vieja).

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De Trevi la Fontana, el feo Coliseo,
las plazas, las iglesias, las putas sicilianas,
no he visto nunca nada.

Roma fue fría conmigo, adolescente.
(Seré yo, que siempre huyo de la gente).

Busqué al otro yo en mí, el Peregrino,
y encontré al otro allí, que fue y no vino.

Roma, diciembre, 1970 – junio, 2019


Notas:

[1] “Una casa, ed é ció che io amo, debe essere sede di meditazione, di lettura, di pensiero, voluttoso o vago, e supratutto di conversazione”. (Le tre età, p. 223).

[2] Alvar González-Palacios: Semillas secas. Infancia y juventud en Cuba, 1936-1957, ed. y trad. Marilú Gómez-Palacios, con colaboración de Cristina Rodríguez-Gil, Julio Rodríguez-Luis y el autor (Editorial Verbum, Madrid, 2018). No es el único libro suyo en español; ver también: Las colecciones reales españolas de mosaicos y piedras duras (Museo Nacional del Prado, Madrid, 2001).

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