Umberto Peña, ‘Foo muchas veces’ (detalle), 1967

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En el gremio nadie se acuerda de mi verdadero nombre porque después de un altercado con Mamanosabe, la Superiora de Escritores, en que esta terminó mordiéndome una nalga, todos comenzaron a llamarme “Cicatriz”. Sucede que Mamanosabe me había pedido que la ayudara con una revista literaria que había quedado en el olvido cuando, a inicios de los años noventa, antropófagos y comunes dejaron de leer porque, teniendo que salir a la calle a ganar dinero a causa de la crisis económica, no había tiempo para sentarse a hacer esas tonterías; también los anteriores responsables de la publicación habían renunciado a la carne humana de manera radical y publicaban textos verdaderamente clorofílicos y tan bajos de calorías que ni siquiera los comunes se atrevían a comprar.

La revista era un verdadero cadáver y la Superiora, con tantos asuntos que desatender, cientos de países que visitar, tanta abstinencia que fingir e involucrada en escribir un exorcismo caníbal bajo la forma de un libro de recetas vegetariano, no estaba en condiciones de obrar con fidelidad a esa naturaleza insondable de la cual renegaba por la promesa hecha a su madre difunta; mucho menos cuando sabía que la única posibilidad de renovar la revista era publicando artículos donde los antropófagos se sintieran reconocidos, aunque no al punto de resultar expuestos.

Dicen que Mamanosabe pensó en mí porque, siendo antropófago, tal vez por los genes de mi ascendencia china, aparentaba alguna tendencia a lo botánico. Por algún tiempo sospeché que su elección se debió a los comentarios sobre mis nalgas que delante de ella hiciera Antígono el Viejo sólo para provocar en la Superiora el ataque, la emboscada, donde yo encontraría el final: “Parecen buenas para morder”, dijo el viejo, a lo que Mamanosabe, reprimiéndose, replicó: “Parecen buenas para patearlas”. No sé, pero dos días después estaba contratado en la revista, aunque debo confesar que jamás la sorprendí mirándome las nalgas aunque sí las de mi amiga Martica O que, a poco más de dos meses de trabajar junto a mí como secretaria, el culo le había aumentado unas veinte o treinta libras a golpe de pellizcos y patadas; decía ella que propinadas por el marido.

Para reanimar la revista encargué a un amigo que tradujera y actualizara con los ingredientes de hoy unas lecciones medievales de cocina caníbal escritas por un famoso antropófago rumano. Lo hizo tan escandalosamente bien que la publicación del número desató el desenfreno y por toda la ciudad comenzaron a aparecer cadáveres mordisqueados, al punto de que, en secreto, el Gran Palacio reclamó al gremio un poco de compostura y piedad con los comunes. El Gran Encargado, viendo en riesgo su camino a la silla del Gran Palacio dejó de hacer chinitos por un momento y llamó a la Superiora de Escritores para que explicara la falta de discreción.

Esa misma tarde fui llamado a la oficina de Mamanosabe. Me esperaría, como era usual en sus despachos, sentada en una poltrona de mimbre bajo una pérgola de guano que se había hecho construir en el patio de la Unidad para demostrar su fuerza de voluntad herbaria, su dominio de los instintos.

Cuando llegué al lugar no encontré a nadie que me recibiera o me indicara que debía esperar, por eso atravesé la oficina y me dirigí directo al patio donde suponía que era la reunión. Al abrir la puerta me encontré a la superiora completamente desnuda, calzando como única prenda unos borceguíes de espuelas con los cuales, sentada sobre el lomo de Martica O, la expoliaba repetidamente hasta hacerla sangrar. Mi secretaria también estaba desnuda y gemía de placer y se removía para estimular la cabalgata de Mamanosabe que le gritaba, no muy alto pero fuerte: “Rica… rica berenjena, quimbombó que resbala… arre caballito, vamos a Belén que mañana hay fiesta y pasado también…”

Como no sabía de qué modo sacarlas del éxtasis, me senté a esperar en una hamaca que colgaba del techo de la pérgola. Parecía tejida con junquillos secos, pero cuando la observé con más atención comprobé que eran verdaderas urdimbres de cabellos humanos fuertemente entrelazados. Había rubios, castaños, negros, lacios y encrespados, cabellos de todo tipo, teñidos y naturales, canosos y frágiles como los de los bebés. Me gustó el trabajo y alabé la manufactura. Quería interrumpir la sesión con mis elogios para terminar rápido e irme a casa y, a la vez, adular a la Superiora por su habilidad de tejedora para granjearme una pálida refriega por el asunto de la revista, pero ella se enojó tanto al ser descubierta que saltó de la potrilla y, lanzándome al piso de una bofetada, se montó sobre mí y me dio espuelas en las nalgas hasta que intervino Martica O, que se había quedado excitada, y comenzó a reclamar que la montaran con urgencia. Entonces, Mamanosabe me echó a un lado y, viendo brotar sangre a borbotones de mis nalgas, se agachó sobre mí y me dio una mordida de la cual estuve recuperándome alrededor de un mes por la infección.

Los dientes de la Superiora, debido a la abstención de la carne y el vicio de chupar pelos, habían ido adquiriendo una pátina de sarro de insoportable hedor. Su aliento podía olerse a kilómetros de distancia y por eso cualquiera sabía si estaba de viaje en el extranjero o si había regresado al país. Cuando llegaba, el aire de la ciudad cambiaba, se enrarecía, y eso era a lo que algunos sosos académicos, al hablar de la poesía de Mamanosabe, llamaban “el inconfundible aroma del Caribe”.

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2

Después de la agresión decidí renunciar a ser el editor de la revista de la Unidad. Me habían llegado rumores de que la mordida en mi nalga había desatado el apetito del Gran Encargado y ya habían visto al Capataz cavando un pudridero con un pico y una pala que llevaba mi nombre, mi verdadero nombre, grabado en los astiles. Más tarde vino la mofa del gremio y por último el apodo y la pérdida definitiva del nombre que no recordaré aquí porque no tiene sentido y porque, como dirían los comunes, ya ni me va ni me viene ese petate de la trascendencia. Ya comienza a olvidarse la historia y hasta he oído que algunos piensan que me llaman Cicatriz por otro asunto que nada tiene que ver con el mordisco de la Superiora de Escritores.

Hace algunos años, allá por los inicios de los ochenta, mientras Louis Althusser asesinaba a su esposa en medio de un ataque de esquizofrenia y morían –aunque no a manos de Althusser– Sartre, Roland Barthes, John Lennon y Bon Scott, los huevos de gallina aún no se vendían de forma racionada y uno podía llevar cuantos quisiera. Todavía en nuestra República de Canabalia las gallinas no se habían extinguido ni eran tan nerviosas como las actuales, importadas, que sólo ponen bajo más condiciones que las que pueden generar juntos el papeleo legal de dos trasnacionales que se fusionan y un acuerdo de paz entre palestinos e israelíes. Aquellas gallinas, tal vez de casta china, producían a toda hora y durante todo el año a mayor velocidad que la empleada por nosotros para comer los huevos. Entonces llegó el momento en que sobraron y a algún funcionario se le ocurrió lanzar el excedente contra el “enemigo”.

Algo raro sucedió ese año ochenta que todo fue en exceso; y si a algunos les dio por asesinar a sus esposas, a otros, quizás viendo las barbas del prójimo arder, les dio por escapar de la Isla quedando el país dividido entre los que se iban porque, entre otras cosas, no soportaban ni los huevos ni las huevadas, y los que se quedaban para cumplir con la orden de lanzar las posturas en los actos de repudio contra aquellos que deseaban irse. Entre los que se quedaban estaban mi padre, mi madre y, por supuesto, yo, siempre acatando las órdenes de los más fuertes.

Yo era un chico e ignoraba el porqué de la furia de mis padres contra aquellos que se iban, pero me unía a la repulsa al verlos tan enérgicos gritando consignas contra Míster Jimmy –que lo mismo pactaba con Torrijos que boicoteaba las olimpiadas de Moscú– y lanzando huevos contra los huidizos –que a un sabio le dio por llamar “gusanos” porque presentía que, en una primavera no muy lejana cuando escasearan los huevos, habrían de retornar transformados en crisálidas despampanantes con alas de un verde al estilo “reserva federal”–. Apenas tenía nueve años de edad, pero recuerdo que por las tardes el presidente de la Junta Vecinal de Protección Nacional nos mandaba a pasar por las casas para dejar papelitos con los nombres y las direcciones de la “escoria”. Ahora, con el tiempo, he llegado a comprender que la escoria nunca era un antropófago. Tampoco era precisamente una persona vil o despreciable, ni siquiera un desecho de fundición. Eran aquellos que deseaban emigrar, y la orden era repudiarlos con carteles y huevos en mítines “relámpago” que eran una especie de improvisados carnavales pedagógicos donde buscábamos enseñar, primero, que si intentaban huir sufrirían las consecuencias, segundo, a la opinión pública internacional, que el éxodo era el complot de una camarilla minúscula de indeseables.

Después de varias misiones comencé a darme cuenta de que la casa del “gusano-escoria” siempre era la misma de cualquier amigo nuestro de la escuela, y ya no me gustaba eso de ir a lanzarles huevos y a gritarles insultos. No obstante, después de las siete o las ocho de la noche, continuaba obedeciendo a mis padres –que obedecían a su vez una orden–, y los acompañaba a gritar y a lanzar, olvidándome de que, hasta esa misma tarde, aquel pequeñín que luego escuchábamos llorar aterrorizado por la turba había jugado conmigo en el parque. Algunos de los nuestros se enardecían hasta golpear con palos las puertas y ventanas de las casas mientras gritaban obscenidades y frases violentas. En una ocasión derribaron una puerta y sacaron a una familia a golpes. Puedo escuchar aún el llanto de los niños, las súplicas de los padres que se doblaban sobre sus hijos para protegerlos del torrente entusiasmado en arrancarles las ropas y escupirlos. Recuerdo el rostro de cada uno de los que estábamos allí, y puedo asegurar que no había compasión en ninguno. Ese mismo día le dije a mi padre que no lo acompañaría más, que me quedaría en casa mirando una telenovela junto a mi madre. Entonces me miró con los ojos inyectados de sangre y me derribó de un golpe. Dos días después desperté y vi que mi madre me curaba una herida en la nalga, en el mismo lugar donde años más tarde me mordiera la Superiora de Escritores.

Hoy es raro escuchar a alguien hablar sobre aquellos días. Somos o más discretos o más ambiguos. Sabemos disfrazar nuestros instintos, ocultar lo que verdaderamente pensamos y jugar con el azar, coquetear con todos, pelear contra el mundo y ocultar las armas bajo el pañuelo de seda. Eso me lo enseñó mi padre con una sola bofetada. De los enardecidos quedan unos cuantos que volverían a hacer lo mismo porque, a pesar de los años transcurridos, no han visto pasar los tiempos y tienen hambre, mucha hambre; de los otros, la mayoría, no sé; de esos que quisieron irse a pesar de todo, algunos ya no viven en el barrio. Años más tarde, en los noventa, construyeron balsas y botes y, sin que nadie les lanzara huevos ni les llamara gusanos o escoria, emigraron. De paciencia y silencio fue su lección. Caminaron y saludaron a sus agresores como si no hubiera ocurrido nada. Los canabalienses olvidan pronto u ocultan sus armas bajo la lengua. A veces creo que no han comprendido bien.

Hoy, en mi condición de antropófago, percibo con claridad lo que sucedió aquella vez, y no logro creer que todos hayan olvidado. ¿Será resignación, simple estoicismo? Quien visite hoy cualquier ciudad de Canabalia podrá comprobar que las marcas de los huevos estallados permanecen aún en algunos edificios, los hay que llevan mi nombre, no Cicatriz, sino mi verdadero nombre porque, a pesar de las lluvias caídas desde 1980, y aunque los intenten cubrir con pinturas, los huevazos se resisten a desaparecer, aunque no sé si para recordarnos la locura de aquel año o para hablarnos de resignación o de fe.

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