Bolaño liminal

Cualquier palabra que se aventure hoy sobre Roberto Bolaño nace consciente de su obsolescencia inmediata y de la complicidad con la opereta total que satisface los roles más humanos y más mezquinos, los de la letra y la sangre. La suya parece insinuada desde su propia perspectiva del oficio de la literatura y consumada en eso que es hoy el Bolaño que se impone inabarcable y creciente. La incontenible propagación de relatos, las bromas pantagruélicas al filo de la angustia, la compulsiva narrativa de sí que no dejó de fomentar en cada texto suyo, la voluntad de inventarse una y otra vez, de sentirse y concebirse en personaje del mundo y en el mundo, muestran, ante todo, a un entusiasta prefigurador de su propio futuro, uno que no sería –y lo tenía muy claro– el “gran futuro” de la eternidad.

Cada día creo asentarme más en la idea de que buena parte de los actos y los textos del chileno prescribían, no conscientemente por supuesto, acaso a base de puro deseo contenido, el destino que le ha acontecido a su figura y a su literatura. A fuerza de algo más que golpes de azar, tras su muerte, Bolaño se fue disipando en su propia textualidad y adquiriendo la forma de un “hombre-obra”, una suerte de maquinaria compleja y proliferante de usos y discursos a merced de los ardores, necedades y voluntades hermenéuticas que lo canonizan y de la glosolalia historiológica que lo legitima. Las posibilidades que ofrece semejante proceso y los imperativos estructurales que lo han motivado me han llevado incluso, poco a poco, a ver el fenómeno de su trascendencia como un gran proyecto estético que debe menos a los antojos de la contingencia que al imperativo del propio Bolaño de ser leído como una interminable, esquizoide y melodramática gran novela total.

El protagonista de esa magna obra sería, por supuesto, también su autor, una figura-personaje que reviste ropajes dionisiacos y se ofrenda en las fiestas donde truecan roles la realidad y la ficción, el mito y el chismorreo. Su comienzo habría que buscarlo allí donde el héroe empieza a adorar dos tradiciones que usurpará con descaro prometeico (como sólo lo hacen los grandes personajes literarios) leyendo, fracasando, fracasando otra vez. Por un lado, encontró al maestro del delirio que resultó ser, con tan buena suerte, además, el matador y reinventor de la forma de la novela para el siglo xx, una dimensión donde Bolaño halló la casa para ser. Por el otro, descubrió e imitó como mozalbete que usa los zapatos demasiado grandes de sus padres, la jerga y fanfarria de los saltimbanquis vanguardistas, de los que aprendió, con otro tanto de suerte, el arte de languidecer y sobrevivir al límite de lo literario.

Si con la publicación del Ulises la literatura perdía su ingenuidad y se replegaba sobre sí para convertirse en medio y fin de su realización, por la misma época las primeras obras de la vanguardia condenaban al lector a mirar más allá de los márgenes de los libros, a indagar en el mundo de los referentes, ya fueran históricos u oníricos, y calar la literatura por su incidencia en esa dimensión empírica en la que habita el minotauro moderno, un angustiado animal mitad hombre, mitad sociedad. Es evidente que ambas posiciones implicaban un sacrificio y una apuesta por llevar la literatura hasta sus propios extremos. Joyce, en un movimiento hacia el interior de la obra, se abstuvo de adoptar una convención y puso en primer plano la convencionalidad misma; arrastró el lenguaje hasta las zonas primigenias de la inteligencia donde aún la palabra apenas nombra y la sintaxis abandona su efectividad lógica. Los surrealistas permanecían horas alrededor de un Robert Desnos hipnotizado para transcribir al francés lo que en jerga bovina presumían el dictado de su inconsciente. Dadaístas, letristas, situacionistas y futuristas trocaban las palabras y los gestos, asfixiaban el lenguaje hasta hacerlo abandonar los dominios del verbo y diluirse en el grito, la onomatopeya, el ademán. Tanto la interrogante por la capacidad de representación del lenguaje como la demanda de politización del arte remitían inexorablemente a explorar el proceso que media entre la percepción de lo sensible y la intuición de lo decible. Ambos movimientos, aunque en direcciones contrarias, arribaron a una misma evidencia: la literatura se hace de sus propios límites, allí donde ya ha empezado a constituirse, empieza también a extinguirse.

Bolaño tomó entonces de uno la majestad del lenguaje y las delicias de la estructura, de los otros, una ética del poeta ante el imperio de la realidad. En correspondencia persiguió en sus años de juventud hacer de su vida un poema épico y, con el paso del tiempo, cada verso, cada línea, una pieza que añadir a una sola gran obra que comprendiera todas las historias del mundo. ¿Cómo justificar si no el larguísimo y aciago viaje en la geografía creativa de Bolaño hacia la cenital 2666? ¿Cómo comprender la retahíla de textos menores que se continuaban y completaban, volumen tras volumen (pienso en La pista de hielo, La senda de los elefantes, Amberes, Una novelita lumpen) en sus entregas mayores, en su grandes novelas? ¿Qué más prueba de su sometimiento a un tantálico work in progress (obstinado ejercicio que sancionaría cada página final con las marcas de una perturbadora y deliberada imperfección), que esos millares de folios, borradores inconclusos, trazados anecdóticos que a sus ojos nunca cuajaron, y con los que hoy se nutren las escuálidas ediciones de retacería alfaguara? ¿De qué otro modo nos explicaríamos una vida consagrada hasta sus últimas horas a la escritura, sino como la disciplina de un agnóstico secularizado que se ha aplicado en la búsqueda de lo incognoscible en lo literario o, como un arquitecto de su propio anhelo, supliciario y placentero a la vez, en hallar un estado puro de la ficción sabiendo que es también su estado cero?

Bolaño barajó los pocos temas a su disposición (los pocos grandes temas de la cultura occidental) y ensayó una serie de variantes (elocutivas, narrativas, retóricas, tropológicas) sin privarse de invertir todos sus recursos en ello, de mostrar todos los medios. Esa empresa impía y borgeana de tentar el infinito, tan excesiva de tan anticuada, recupera los anhelos de una época en la que todavía se creía posible lograr la totalidad por la acumulación lineal y consecutiva de historias (pienso en la Comedia humana de Balzac, en Émile Zola con su “novela total”, o los registros históricos novelados de Galdós en los Episodios Nacionales). Bolaño los actualiza cínicamente, porque la sabe empresa imposible, y urde una u otra vez relatos que giran en torno a los mismos temas y buscan las mil maneras de leer la vida que es, en principio, la única forma de escribir. A diferencia de Borges que pretendía resumir todas las variantes a su forma más pura, arquetípica, Bolaño desoye los principios de economía y narra, casi siempre a partir de la misma fórmula, las anécdotas más peregrinas con la certeza de que el mundo existe a pesar del Libro que lo narre, pero que en narrarlo se halla precisamente la finalidad de la escritura.

Sobre esa paradoja no es de extrañar que convierta las demasiadas páginas en pretexto para discursar sobre la literatura y los escritores, sí, por el contrario, que proceda negativamente. Me explico: para Bolaño explorar la literatura en sus extremos es, de entrada, acercarse a casi todas sus marcas negativas, conducirla hacia allí y desvelarla donde queda asediada por el silencio, intuirla donde no alcanza la grafía. Las pruebas de este procedimiento son contundentes: nos remiten a los poemas inexistentes de Cesárea Tinajero; a los versos de Auxilio Lacouture trazados sobre papel higiénico y luego deglutidos en un baño de la Facultad de Letras de la UNAM durante la ocupación de los granaderos y el ejército en el ʼ68; a los espacios en blanco que se camuflan tras los testimonios de Los detectives salvajes y en los que presentimos a los perseguidores de los poetas Lima y Belano; en la ausencia de mujeres sepultadas en un bosque de Alemania o en el desierto de Sonora donde los cuerpos, despojados de todas sus funciones, preservan la de comunicar y cuentan, desprovistos de voz, a través de contusiones, perforaciones y turgencias el relato de su propia muerte.

A veces me inquieta la idea de que incluso la literatura, en tanto dominio del discurso en el que “lo literario” es la cualidad que contiene lo bello, lo artístico o lo estético, no es más que otro pretexto para indagar en la frontera imprecisa con lo prosaico y pragmático de la realidad. No alcanzo a recordar una sola novela de Bolaño cuyo argumento se organice a partir de un texto o indague por el momento creativo en sí mismo (como sí pudieran recordarse más de una obra de Piglia o Juan José Saer, Borges o Castellanos Moya, por mencionar algunos latinoamericanos). Por el contrario, las historias del chileno se construyen del material que está antes y después de la obra misma: las idas y venidas de los autores y lectores, sus contingencias diarias, sus pasiones y frustraciones y mezquindades instintivas para mantenerse a flote. La mayoría de los relatos se vuelve menos hacia el fenómeno estético que hacia los distintos eventos de naturaleza pragmática entre los cuales la literatura apenas permanece en su condición transitiva, efectiva, utilitaria. Con razón, lo más cercano a un motivo textual que sirva de centro (y quizás por eso no tenga mucho sentido asignarle esa condición) sea el artefacto gráfico adjudicado a Cesárea Tinajero en Los detectives salvajes. El famoso poema-figura sin más palabra que el título parece la caricatura de la obra perfecta, del poema absoluto; ni perlas de estilo que ponderar ni pasajes electrizantes que nos consternen. El engendro sólo cobra valor en la nostalgia visceral de Amadeo Salvatierra y en la lectura eufórica de Lima y Belano. Y en efecto, “Sion” nos echa en cara la dudosa maestría de la poetisa-vellocino, pero revela, entre tantos impulsos ágrafos y maloja sentimental, lo que posiblemente sea la gran concepción poética de Arturo Belano y Ulises Lima en toda su existencia como personajes: una musa. Ambos hicieron de Cesárea a fuerza de deseo y entusiasmo una figuración viviente, una invención primordial, genésica y germinativa: un constructo de la memoria y la imaginación por el cual una persona ordinaria queda investida de atributos teogónicos.

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A Bolaño le interesa indagar en esa zona en que la anécdota vivencial, la ficción y lo épico se unen para la emergencia de la figura mitificada del escritor. Pocos personajes escapan a su fascinación por dotar vidas comunes de un aura agonística y espartana. Así como el aeda hace eterno al aqueo de sólo nombrarlo, Bolaño dignifica al hombre haciendo de él todos los escritores posibles: el escritor callejero, el aventurero, el ninfómana, el sádico, el verdugo, el neurótico, el mesiánico, el burócrata, el performático, el parásito, el criminal, el dictador, el filósofo, el autor sin obra. Todos son “escritores” en el reino de Bolaño y pocos, muy pocos, escriben realmente.

De hecho, nadie lamentará perderse los millares de poemas que amenazaban con pergeñar los realvisceralistas, ni la crónica del perturbado Fate sobre los asesinatos de mujeres, y mucho menos los opúsculos de la crema y nata de la intelectualidad chilena que asistía a las tertulias de María Canales en el Santiago de la dictadura. En su mayoría, estos personajes aparecen, introducen una historia nueva que puede ser la suya o la de un tercero, que puede o no tocar tangencialmente la literatura, y sólo cuando se esfuman adquieren sentido definitivo en la constelación Bolaño. En los personajes-escritores, por lo general, esa ausencia viene acompañada del abandono de la escritura. Curiosamente escriben para dejar de escribir. ¿Por qué renuncian? Por temor a la muerte, por miedo a la verdad, por aprecio a la vida, por salud, por pereza, por dinero, porque nada les da ni nada les quita. Pero después de tanto leer arriba y abajo sus libros, o tal vez por eso, me he persuadido de una razón en particular, si bien no más lógica, al menos, más hermosa. Cada personaje es creado para ofrendarse en sacrificio a esa bestia jánica que muestra de un lado a Arturo Belano y del otro a Benno von Archimboldi.

Entre Los detectives salvajes y 2666 se encumbran los dos tipos de escritores que finalmente Bolaño no terminó siendo, pero que constituyen los paradigmas por excelencia de lo que consideró “un poeta de calidad” y que, desde luego, admiró en los dos programas de principios del siglo xx a los que me referí al inicio de estas páginas: ni el escritor de vanguardia, anárquico, de una energía adolescentaria que sobrepasaba el poema, fácilmente identificable con el mozalbete infrarrealista y melenudo del D. F.; ni el autor de culto que fue soldado y conoció el horror antes de publicar cualquiera de sus libros.

Junto a Belano, la camada realvisceralista entendía que vivir estéticamente implicaba por alguna lógica –que en plena década del sesenta muchos creían además “histórica”– un resultado recíproco, o sea, que era posible cambiar el mundo con la palabra. La misma fe había hecho al totémico Arthur Rimbaud confiar en el arribo a un tiempo en que un lenguaje universal permitiese expresar todas las cosas del mundo y cancelar, de una vez y por todas, la agonía del poeta. Sabemos que todo terminó, como suele sucederles a los héroes homéricos, con una caída proporcional a la intensidad de la empresa. Con la misma fuerza que deseó, fracasó radicalmente: “Ya no sé hablar”, dice y abandona la escritura para siempre. Como Rimbaud, Belano se interna en el África como quien busca en la guerra la experiencia más intensa de la existencia porque allí conviven en el hombre su principio y su final, el nacimiento y la muerte. Ya para entonces la literatura había quedado en el pasado de los tiempos mozos del D. F. Como Rimbaud, Belano llevó la literatura hasta el límite en que cede paso a la realidad dura y cruda. Convierte el silencio en la marca de estilo de su última obra. Callar quizás sea la mejor manera de conseguir la gran aspiración vanguardista de llevar la literatura a la vida. Me atrevería a decir, es la manera más propiamente vanguardista que conlleva a la aniquilación de la escritura. De algún modo esa fue la intuición de Wittgenstein: no se puede salir del lenguaje con el lenguaje. Callar es el gesto poético más radical del poeta de vanguardia.

Si llevar la literatura hasta sus fronteras con el mundo natural lanza a Belano a la guerra, la experiencia de la guerra lleva a Benno von Archimboldi a convertirse en escritor. Tanto la vida de uno como la del otro están signadas por el crimen. Belano se ve obligado a huir luego de la trifulca que sostiene con el padrote de Lupe y sus secuaces policías corruptos que lo seguirán a lo largo de la segunda parte de Los detectives salvajes. Aún me cuesta olvidar la imagen del Ford Impala de Joaquín Font mientras se aleja, por cierto, por el mismo desierto de Sonora a donde irá a parar el bueno de Benno (von Archimboldi, por supuesto) para intervenir en el proceso que enfrenta su sobrino Klaus Haus acusado de ser el asesino de las maquiladoras. Archimboldi es el warrior, el hoplites, el soldado que, en probidad, nunca fue Bolaño (su aventurilla de víctima de la dictadura parece más bien la historia de una trastada juvenil que el contacto aurático y martirológico de un luchador por la causa. Como dice Pedro Lemebel: Bolaño llegó tarde a esa batalla).

Es posible reconocer en el mapa Bolaño un periplo de estructura mítica que enlaza a los dos extremos, o sea, a los dos personajes. La búsqueda de Cesárea Tinajero emprendida por Belano y Lima, que es la creación mítica de la poesía, los conduce al desierto donde se perpetra, con un crimen, el nacimiento poético de Belano. Belano termina buscando la muerte en la guerra pero, como personaje mítico que es, sobrevivirá en otras aventuras y en otros libros, con funciones distintas. De la guerra sobrevive Archimboldi, a quien al final de 2666 lo imaginamos como una de las tantas encarnaciones de Belano (porque Belano es Fate, porque Belano es García Madero, porque Belano es Bolaño) arribando al punto de partida, esa Ítaca arrasada por las guerras que es hoy un desierto habitado por cadáveres.

Como un espejismo siniestro, en el desierto de Sonora, Archimboldi verá reflejado aquel bosque frente al que una vez estuvo de pie y del que emergían en acto de resistencia los cuerpos inertes de los judíos griegos. La misma experiencia de lo real que lo condujo a pasar el resto de su vida tratando de verbalizar el horror del holocausto se presenta ante él en la forma de una plenitud árida y amarilla. Ignoramos si ante esa figuración de la página en blanco, que es también, claro, la de un laberinto, Archimboldi continuará escribiendo. Todo lo que había procurado en una obra en la cual “a medida que uno se internaba en ella devoraba a sus exploradores” se desvanece en ese encuentro puro de la realidad y la inteligencia en que no media la palabra y que Bolaño denomina “el horror”. El lenguaje en su indigencia no logra verbalizar todos los estremecimientos de ese mínimo instante en que el mal se hace perceptible. No hablo de una simple expresión del mal, sino del mal absoluto, ese que, a falta de una definición mejor, diré que escapa a los códigos históricos que permiten reconocerlo en una época determinada, ese que sólo es posible intuirlo porque aún lo desconocemos en su totalidad. Como Zeus en la forma del cisne o Dios en la zarza, el mal se erige entre nosotros como una deidad corporizada, encarnada en el cuerpo gélido de una mujer mexicana o en un montículo de huesos roídos por el fuego. Del mismo modo en que siglos atrás una teofanía dejaba secuelas en los inermes mortales, la experiencia del mal priva de voz y de vista o extirpa la razón. No obstante, Bolaño no “deja al mudo dar noticias de lo inimaginable” como el Dante que rehúsa cantar porque le resulta imposible comunicar la divina Beldad. En su obra ese momento de luz que silencia al poeta no es más que el choque rotundo con el desierto de la realidad, un páramo que no es obra de dios ni diablo alguno, sino el resultado de nuestra manía de imaginar y mundanizar el infierno. La literatura, parece decirnos Bolaño, ha de llevarse al punto donde ella misma se agota y donde el escritor asumirá, como un suicida o un guerrero, un mal necesario: lo real.

Con ese peso culposo y feliz Bolaño arrastra a lectores y adoradores con la misma devoción y furia con la que excita los abucheos e indiferencias de quienes pretenden, cándidos personajes al fin, desmarcarse, abstenerse de su gran novela total. Yo, no sin algo de estupor, escribo estas líneas que se desmienten y ridiculizan por sí mismas en la propia calamidad (que es también la propia verdad) de los símbolos que la soportan. Me justifica, sin embargo, la ordinaria creencia de que la mayoría pudieran haber estado previstas secretamente en algún poema destruido de Cesárea Tinajero o en los pasajes más hermosos de una pésima novela, una justamente mal leída, del bueno de Benno (von Archimboldi, por supuesto).

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