Charles Baudelaire

¿Existe algo más estrambótico en el XIX que París? Y dentro de París, ¿algo más estrambótico que Baudelaire (con el perdón, claro, de Flaubert, Nerval, Lautreámont, Jarry y el satánico Huysmans)? Lo más seguro es que no. La relación de Baudelaire con París –dixit Calasso— es la misma que se establece entre un caos y su marco, mientras más fuerte sea uno más ancho tendrá que ser el otro, para así evitar que la “enfermedad” desborde.

La folie Baudelaire (Anagrama, 2011), el excelente libro del narrador y ensayista italiano, es, de alguna manera, un viaje alrededor de este doble vínculo. No había en París ningún movimiento, ninguna escuela artística, ningún escritor que de alguna manera no fuera la extensión de lo que pudiéramos llamar, con cierta ligereza, la esquizofrenia-Baudelaire, ese territorio que Sainte-Beuve, el retrógrado y a su vez imprescindible crítico de la Revue contemporaine, identificó como la “Kamchatka”, extensión cruzada de tierra donde se superponían las voces que el autor de Las flores del mal convertiría en escritura. Esta es la razón por la cual La folie…, después de su ensayo inaugural sobre Baudelaire, “La oscuridad natural de las cosas”, sólo regrese a este para introducir anécdotas o contarnos a través de la carta a un amigo sobre el sueño del burdel-museo, el único que el poeta dejó escrito y fue interrumpido (el sueño, no su posterior relato) por Jeanne Duval, la amante mulata del autor de Mon cœur mis à nu.

Hablar de Baudelaire, y lleva razón el autor de El loco impuro, es hablar de Ingres, Degas, Constantin Guys; de Madame Azur y Mallarmé, de las casas de citas, de Poe… Es diseñar una ciudad donde la palabra Baudelaire no tiene mucho sentido, ya que es precisamente su esquizofrenia, es decir, su juego entre caos y marco, la que la convierte en algo posible, carne.

¿No viene a ser, mutatis mutandis, lo mismo que nos sucede en Cuba con Lezama-Piñera, esos dos amorfos que de alguna manera resumen La Habana, tanto la canalla, la de prostíbulos y guagüeros como la otra, la socarrona, la ininteligible, la kitsch inquisitorial?

Quizá una de las cosas que más llame la atención aunque al final Calasso no le dé mucha importancia, sea la del Edipo. Tanto ese clandestino y moralmente impresionista que sentía el poeta francés por su madre (se citaba con ella en el Louvre, “es el lugar más decente para una mujer”, escribía), como ese otro que, como ya hemos señalado, no era más que la proyección de su teatro mental, de su percepción de la ciudad como un leprosorio privado. Tal y como deja en claro La folie Baudelaire, quien siempre parece describir la ciudad luz como una madre edípica y amoral (esas madres que abrazándote te chupan…), y tal como deja en claro Sainte-Beuve, a quien por cierto Baudelaire nunca dejó de implorarle una reseña, al hablar de este como un quiosco repleto de postalitas que conducían a una suerte de París aberrado, exquisito.

¿No es precisamente hacia esa “bisagra” hacia donde parece empujar la ciudad a sus hijos predilectos, tanto a los que como Balzac husmeaban en su vida privada (levantaba los faldones de sus personajes con el mismo desparpajo con que las criadas le sacudían el polvo a las almohadas, dice uno de sus biógrafos), como a esos otros, Maupassant por ejemplo, que la entenderían más como una suerte de perra, de cínica que se burla incluso de nuestras frustraciones?

La folie…, el cual comenzó como parte de esa investigación que desde hace años viene realizando Calasso sobre los límites entre mito, saber y metafísica en el eje Occidente-Oriente, se ha convertido, junto al gran estudio que realizara Benjamin sobre París en su momento, en lo más sugerente que se pueda leer sobre nosotros mismos ahora mismo.

Y esto es, ante todo, por una razón…

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Con Baudelaire se abrió una Kamchatka que aún no se ha cerrado. Una Kamchatka enferma, delirante, opiácea, limítrofe, con la que el mundito intelectual aún discute y sueña. Con Baudelaire empezó todo, hasta París. Lo cual, como ya sabemos, no es poco.

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CARLOS A. AGUILERA
Carlos A. Aguilera (La Habana, 1970). Escritor. En 1995 ganó el Premio David de poesía, en La Habana, en 2007 la Beca ICORN de la Feria del libro de Frankfurt, y en 2015 la Cintas en Miami. Sus últimos libros publicados son: Umberto Peña. Bocas, dientes, cepillos, restos (monografía, 2020), Teoría de la transficción (antología, 2020), Archivo y terror. Operaciones entre literatura, política, teatro y arte (ensayo, 2019), Luis Cruz Azaceta. No exit (monografía, 2016) y Matadero seis (nouvelle, 2016). Codirigió la revista Diáspora(s) entre 1997 y 2002. Coordina en Rialta la colección FluXus. Reside en Praga.

1 comentario

  1. En su ensayo delirante Elòge du Maquillaje, el otro locuelo Charles anuncia «una línea conduce a difuminar la otra» mientras sacude la pluma, que será delimitador/delineador del contour à l’aussage/vissage. Este Carlos deslumbra (por deslumbrado) ante la imposibilidad de detenerse a deglutir tal predicción sin devolvernos el mismo bolo nutritivo enriquecido de aderezos. La ubicuidad del talento huye del centro y se explaya en lejana y gélida península. Para menguar sus fuegos.

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