‘Bacurau’, 2019, de Kleber Mendonça Filho y Juliano Dornelles

Bacurau no tiene el estilo cortante, distanciado, casi reseco, de las películas anteriores de Kleber Mendonça Filho. Tanto en El sonido alrededor como en Aquarius hay algo espeso flotando en el aire, que demora en definirse, o que sólo cobra forma en los detalles que suceden como por sorpresa, sin que nada los subraye a nuestra atención.

En Bacurau, en cambio, hay demasiados subrayados. La cámara se hace omnipresente a golpes de zoom. El tono es menos sereno, las situaciones dramáticas se intersectan bruscamente. Todo huele a una suciedad formal que estorba. Y esa cosa espesa, inevitable en las películas del brasileño, cobra forma pronto, no se esconde más que un rato.

Pero las sospechas se disipan cuando se advierte que estamos ante un western. La aridez del oeste de Pernambuco es un entorno óptimo para escenificar el conflicto de una comunidad de gente humilde enfrentada a un grupo de invasores que los utiliza como presas de safari. Como en cualquier western, el tono trágico y crepuscular es decisivo, así como los valores extremos en conflicto, sobre todo los de la ley y la justicia. Luego, Kleber Mendonça Filho y Juliano Dornelles eligen un estilo fílmico reminiscente del western spaghetti, con sus rostros sudados, el desaliño y la crueldad explícita que toma distancia del moralismo del viejo oeste de Hollywood.

La elección genérica no es un gesto intertextual facilón, sino que supone importar un soporte para la fábula sobre el que se cruzan los repertorios que luego invocan los realizadores. Primero, porque estamos ante una distopía que se anuncia como un relato del futuro (“De aquí a algunos años…”, reza el texto del pórtico), pero que, paradójicamente, parece remitirnos siempre al pasado. En concreto, al cine brasileño del cangaço, reinterpretado y releído con maldad.

El mundo de Bacurau es paradójico de muchas maneras si se le mira desde la perspectiva del western clásico. Por eso insisto en la tarea transgresora que emprende la película. Al contrario de como suele suceder, la espacialidad moral del género, que se expresa habitualmente en el conflicto entre el adentro y el afuera, manifiesto en la irrupción del desorden, de lo indomesticable, de lo salvaje, donde no queda más que la ley del más fuerte, aquí es invertida: la entidad invasora tiene rasgos caucásicos, habla inglés y exhibe valores occidentales modernos. Los invadidos son mestizos, lusoparlantes y extraños al canon de belleza del cine hegemónico. No es un dato menor el cuidado con que se hizo el casting de unos y otros.

Luego, habrá que leer Bacurau como una fábula antietnocéntrica, que se sirve de los préstamos de un género fundacional del cine para dinamitarlo. Por eso mismo, es también una metáfora política. No es uno de sus rasgos menos llamativos que el conflicto entre la comunidad del paraje remoto y el político de turno al que repudian sea el detonante del conflicto. O que el otro paisaje que ilustra la trama sea el de un Estado ausente: Bacurau es un poblado aislado debido al estado ruinoso de las vías; al costado del camino, de la escuela primaria no quedan más que ruinas: la educación colapsó, el Estado mismo colapsó y de su arquitectura sólo persiste el simulacro electoralista del populismo. A todo se suma la imposibilidad de acceder al agua potable, luego de que una represa les quitara ese recurso.

Ante ello, la comunidad responde recreando una suerte de socialismo primitivo, una lógica política que reorganiza la educación, que atesora libros como una Introducción al pensamiento crítico (apilado entre tomos de Historia y Álgebra en el librero del maestro de la localidad), y que utiliza el ómnibus escolar abandonado como huerto. No es este un grupo humano romantizado: incluye desde una doctora alcohólica y lesbiana que cura con sexo y abluciones, hasta un héroe local que es admirado por los asesinatos violentos que cometió.

Aunque la representación de los valores de esta gente sea algo ambivalente, no deja de sorprender que el espíritu bocón de Glauber Rocha se deje percibir en las heroicidades que lo integran. Rocha solía invitar a los cineastas latinoamericanos de la época sectaria y militante de los años sesenta a no legitimar al oprimido de las sociedades subalternas fabricando modelos angelicales. En cambio, le gustaba recordar que los pobres no son necesariamente buenos, ni mucho menos mejores que los ricos. Pero, apuntaba, el cineasta debía estar de su parte, porque tales sujetos se encontraban ubicados en desventaja dentro de un orden social injusto.

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Con muy contadas excepciones, las palabras del mártir del cinema novo no fueron escuchadas. Y Mendonça y Dornelles hacen lo que pueden, pero sus retratos de los subalternos no acaban de deshacerse de cierto romanticismo propio de la idea del realismo mágico latinoamericano. Y esto, porque los matices no son el fuerte de un tratamiento de género que trabaja con arquetipos. Por ello, donde mejor funciona el acercamiento de Bacurau es en el trazo de los conflictos extremos que explican al sujeto popular del filme.

Nada en la lógica política del mundo social que se ve en Bacurau hace presagiar que sea esta un derivado automático de la resistencia como valor fundacional de las sociedades subalternas. Al inicio del filme, tras la muerte de la matriarca local Carmelita, la procesión luctuosa canta: “Bien entrada la noche, es la hora del bacurau. Celebramos el miedo y el horror. Los fantasmas atormentan el valle. En el aire, flotan los hechizos de un brujo maléfico”.

La muerte es un elemento más en este paisaje. A través de ella se explica la esencia del mundo social que habita esta gente: sobreponerse a lo difícil de su circunstancia los ha preparado para dar y para quitar la vida. La táctica de guerra de guerrillas que usan para enfrentar a los invasores, más ocupados en encontrar razones morales para lo que hacen y en celebrar su racionalidad como espectáculo, es la consecuencia de lo que son. Para ellos, “el miedo y el horror” no son asuntos abstractos: son materia consustancial del existir.

Como tampoco lo son los “fantasmas (que) atormentan el valle”. Esos espectros son parte de aquello que los justifica. Por ello no debe perderse de vista la función de la memoria para estos sujetos dramáticos. Pido atender a un detalle aparentemente nimio del clímax violento del filme: la mayoría de las armas con que el vulgo de Bacurau se enfrenta a los invasores son tomadas prestado del museo local. Ese recinto, al que se accede con un respeto casi religioso, guarda la memoria de aquellos “bandoleros” célebres que asolaron el árido sertón. Mientras que en el panteón nacionalista brasileño los cangaceiros no son hoy más que una nota de color local, como en buena parte del cinema novo fueron el reclamo de una suerte de héroe popular arcaico que contiene la matriz de la rebelión del oprimido soñada por la izquierda (una rebelión más de cuento de hadas marxista, mal contado por Moscú en los lejanos tiempos del foquismo guevariano), en la película de Mendonça y Dornelles la rebelión del cangaceiro es una herramienta, no una idea bonita y sangrienta que traerá la emancipación definitiva. La rebelión para la gente de Bacurau es una cosa.

De las muchas alegorías que maneja Bacurau, esta es decisiva: los mosquetes y pistolas arcaicos que se exhiben con cierto orgullo adormecido en esa casucha ubicada al centro del pueblo, sobre cuya fachada dice “Museo” (ojo: Bacurau es un pueblo sin sacerdote y con una iglesia clausurada, que se usa como almacén), mostrados para el agrado de algún turista accidental como testimonio de tiempos violentos, pueden ser devueltos a su utilidad original siempre que ello sea necesario. Esas piezas de museo todavía son capaces de matar. No es esta una metáfora linda dentro de una película “sucia”. En ella están explicadas de un plumazo y sin pedantería las tesis sobre la Historia de Walter Benjamin. Para el pensador alemán, recuerdo, la Historia es siempre una tumba abierta.

Para Mendonça y Dornelles es, además, un manuscrito actualizable. Después de la orgía de sangre, del exterminio del invasor, la gente de Bacurau baldea ese Museo, donde se le ha dado muerte a uno de los cazadores blancos venidos de lejos. La encargada del recinto da indicaciones a las mujeres que friegan los pisos encharcados en sangre: “Limpiemos bien los pisos, las paredes déjenlas así. […] Quiero que se queden así”, y señala la huella de una mano ensangretada sobre un muro. Allí quedará, eternizada, la nueva señal de la justicia implacable del subalterno, bajo la mirada de Lampião, María Bonita, Corisco, cuyas imágenes observan desde las fotografías amarillentas colgadas en las paredes.

El ejercicio de la memoria en Bacurau es incluso más provocador: en el entierro de las víctimas de la invasión bárbara, se pronuncian en voz alta los nombres de los muertos. Uno de ellos me salta de sólo escucharlo: “Joao Pedro Teixeira”. ¿Casualidad? Que sea el nombre del líder campesino asesinado en 1962 en Paraíba, el mismo al que Eduardo Coutinho dedicara el más importante documental realizado en Brasil, Hombre marcado para morir (1984), no es un detalle cualquiera. O, quién sabe, yo estoy enfermo de sospechas infundadas.

Pero hay un elemento más que curva el tema original del western en este filme: el modelo heroico no encarna en ningún ser excepcional, ni siquiera en varios. Aquí el héroe es colectivo, a la usanza del cine bolchevique del viejo Sergei Eisenstein. Pero, a diferencia del llamado del ruso a transgredir el modelo patriarcal burgués del héroe individual, este paradigma no tiene trazas esencialistas: la resistencia y restitución del orden violentado la ejecutan mujeres, hombres, niños, viejos. Aliados con Lunga, el “delincuente” y cangaceiro por el que las autoridades ofrecen una recompensa que ninguno en Bacurau piensa cobrar.

Mendonça y Dornelles decidieron incluir además en su ecuación de la resistencia un elemento peculiar: la ingestión de una especie de píldora que Damiano, el herbolario del pueblo, administra a los combatientes antes del momento crítico. La misma que recibe Teresa (intérpretada por Bárbara Colen) recién llegada al lugar para asistir al entierro de Carmelita. Como acaba descubriendo cada espectador, se trata de un poderoso alucinógeno.

A mí se me antoja que estamos ante la píldora roja del cine brasileño, el sucedáneo de aquella que Neo decide tragar de entre las dos que Morfeo le ofrece en The Matrix. Mientras que para los personajes de la película de las hermanas Wachowski elegir la pastilla de la liberación implica perder toda ilusión de retorno al simulacro de lo real, en el caso de la gente de Bacurau, supone garantizarles un razonamiento fuera de la corriente dominante. Tragarse la droga garantiza ver mejor la estructura de la realidad, y su función dentro de ella. La rebelión en esta película es una búsqueda de respuestas para la pregunta sobre la representación del oprimido en el cine latinoamericano. Una pregunta vieja, complicada, origen de incomprensiones múltiples a través de los años.

Desde el punto de vista del espectador, tragar la “píldora roja” que supone mirar y comprender el tema central de esta película es un correctivo elegante para la noción contemporánea de que venimos de ninguna parte. Partir de un género tan conservador como el western y terminar subvirtiendo su mecanismo de consuelo simbólico (“los mansos heredarán la tierra”) implica además que el final de Bacurau no es necesariamente un happy end. Aunque los humildes triunfen. Es sólo un recordatorio de que la rabia es una energía latente, guardada, agazapada en la cultura.

Será por ello que Mendonça y Dornelles bautizaron Bacurau al pueblo de su película. Así se llama un ave de hábitos nocturnos, común en el sertón brasileño, al que los pueblos tupíes originarios le decían wakuraʼwa. Un pajarillo que, según la leyenda popular, sólo se deja ver cuando quiere.

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