Armando Uribe

Nos despertamos con esto, la muerte de Armando Uribe (1933-2020).

Aún es muy temprano, casi las seis y media de la mañana.

Mientras le pongo camiseta gruesa a mi hija para que vaya a la escuela y sorbo un café aguado, momentos uribescos e inconexos me rebotan en la bóveda craneal.

Su figura larga, de carnes grises y pocos dientes sobresalientes, como de vampiro jubilado.

La de un dandy que se peinaba a la gomina y vestía de traje y corbata para hacerle visitas ilustres a su biblioteca por las mañanas y a su sala de estar, por las tardes.

Un Uribe por televisión, replicando los dichos de un político de derecha en torno a las violaciones a derechos humanos en dictadura. “Los trapos sucios se lavan en casa”, decía el triste funcionario. “Esa es una forma… de reconocer… ¡que sus trapos están sucios!”, replicaba Uribe, levantando la voz al final.

Un Uribe en entrevistas breves con presentadores repulsivos, pregonando que era un rabioso; que la rabia era el motor de la historia (cosa que comparto). Y luego leyendo, con parpadeos compulsivos: “Odio lo que odio rabio como rabio / desdén desdén desdén desdén desdén. / El rencor la amargura y el resabio”.

Un Uribe despojado de su coraza de hombre colérico y de modales anacrónicos cuando, en 2001, fallece su mujer, Cecilia Echeverría. Ahí es cuando se desestructura y, quizás, despega en términos de reconocimiento, en un país con tantísimos poetas buenos y tantísimos lectores malos.

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El recuerdo de mi lectura profunda y voraz, tumbado en la cama de una exnovia, de Léautaud y el otro, un ensayo singularísimo de su autoría sobre este raro diarista y crítico francés, multiplicado, diverso, heteronomista, que dijo una frase casi atribuible al propio Uribe: “Las bibliotecas pueden quemarse”.

El recuerdo de mi lectura, en escalinatas de metro y en asientos de metro, camino a la universidad, de poemarios que me dejaron tiritando, como El engañoso laúd, Los obstáculos y A peor vida, pero sobre todo de Odio lo que odio, rabio como rabio, quizás su cumbre, su más perfecta ideología poética: “El poder decir pestes de casi todo / lo que ocurre y considerar a las gentes / como apestados como apestosos / es un placer que sólo da la edad/ y la senilidad y el no tener bienes / sino males y achaques y peste”.

Un alumno de un taller literario, que escribía poemas a lo Till Lindemann, de Rammstein, y que una vez me rogó: “Profe, preséntemelo al viejo. Ya hasta le compré un cartón de cigarros”.

Todo eso se agolpa esta mañana, mientras conduzco por anillos viales demenciales de un Querétaro con neblina londinense y con mi hija atrás, que pide canciones.

Es inevitable preñar el presente de pasado, porque como presente, sin gente como Uribe, es totalmente opaco.

Armando Uribe hizo confluir en un mismo manantial dos afluentes: uno dionisíaco, su temprana afición literaria, gracias a la academia que Roque Esteban Escarpa había generado en su colegio, el Saint George; y otro apolíneo, sus estudios de derecho, que lo llevaron a defender, en medios y en libros (no olvidar esa feroz diatriba que es El libro negro de la intervención norteamericana en Chile), causas comunes. Entre cargos y gestiones diplomáticas (curioso, se hizo especialista en temas nucleares), escribía versos, expandía formas poéticas, hasta que luego las constriñó a las métricas conocidas: “Cómo voy a saber hacer la caridad / siendo un canalla… ¿Dice la verdad / el canallesco? Sólo si es un cínico / consumidor de su ceniza, o clínico / sádico masoquista, o bien un quiste / canceroso que expone su tumor (su temor) / como un chiste”.

Luego, cuando se vino la noche, su protesta ante los diecisiete años de dictadura chilena fue el silencio. No publicó, no habló, sólo acumuló. No es hasta 1989, año en que comienzan a avizorarse vientos democráticos, que aparece de nuevo versando, con Por ser vos quien sois. Al año siguiente retorna a Chile, después de un largo exilio en Francia.

Pero se encuentra en Francia y se pierde en Chile, porque lo que halla, en el país de la transición y del arcoíris, es que los trapos siguen sucios. Y entonces polemiza y rabea y publica y lee en vivo muchísima poesía.

Quienes lo oímos y entrevistamos, alguna vez, podíamos sentir eso: este fantástico iracundo hablaba casi echando espumarajos por la boca, denunciando, a la par, el cinismo en política y el cinismo en literatura. No había manera de convencer a Uribe de algo en lo que no estuviera de acuerdo; nada de arrogancia: su detector de estupidez y de vileza estaba siempre muy bien calibrado: “La dictadura / no fue un error, tiene apellidos, / como colas de rata o lagartija, / y su elenco de honor para asesinos / los regocija todavía y dura / indefinidamente; no fue un malentendido / sino la voluntad de pasar una lija / de hierro por encima de los niños”.

Otro botón de muestra: “La primera disciplina intelectual chilena del siglo veinte ha sido la poesía en verso. Esto parece ridículo; y tal vez lo es […]. Una religión venerable, una larga tradición política y social, no garantizan que exista cultura en aglomeraciones de creaturas humanas parlantes en la misma lengua”.

Así como Nicanor Parra, Armando Uribe supo liberarse pronto de “metaforones de importación francesa” e hizo alta literatura transparentando contenidos envueltos en métricas cultísimas.

Fuimos testigos, también, de su ostracismo voluntario, debido en parte a los achaques por el tabaquismo. Así como Pascal y Montaigne, a quienes admiraba, en 1997 se recluyó en su casa para ya no salir. Conmovedor es lo que escribe el periodista Javier García en 2013, acerca de una visita al poeta (ya el título de la nota es desgarrador, “Me levanto, me visto y vuelvo a la cama”): “El poeta y premio nacional de Literatura 2004 está acostado en cama: vestido de traje negro, en una pieza semioscura, rodeado de estantes con libros. En su cama hay más […]. A su lado, en el velador, dos lupas, el teléfono, dos vasos de agua y un crucifijo”.

Casi nadie lo vio desde entonces. Además de la insuficiencia respiratoria, padecía “claudicación intermitente”, nombre atribuible al terrible dolor de piernas pero que él lo asumía con cierta ironía, debido a los vuelos poéticos que se pueden encontrar en los términos médicos.

Claudicación intermitente. Casi un título póstumo para lo que dejó escrito Uribe en cientos y cientos de libretas que, de seguro, ahora reclaman los altos curadores de las más altas editoriales que en algún momento ni caso le hicieron.

Con todo, Uribe es un muerto más vivo que muchos, circunstancia que él mismo había anticipado: “No soy viudo, soy el muerto / que deja viudos a sus alrededores. / La agonía conozco, la del huerto. / Lo sé muy bien: He muerto. No me llores”.

Se fue hoy el poeta al huerto, un mismo día en que se cumple el segundo aniversario luctuoso de Parra. Nos queda como herencia la idea de que también se vale usar la poesía para ponerle cierto orden al mundo (y no sólo desmadrarlo) y la voluntad de tener cortafuegos para la indecencia en política y en literatura.

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FELIPE RÍOS BAEZA
Felipe Ríos Baeza (Santiago de Chile, 1981). Escritor, comunicólogo social y doctor en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada. Es autor del volumen de cuentos Satori (2018) y de las novelas Clowns (2016) e Infectados (próxima aparición: 2020). Ha publicado, además, El texto desbordado. Aproximaciones contemporáneas al fenómeno literario y artístico (2019); El desvarío ilustrado. Ensayos sobre literatura hispanoamericana contemporánea (2014) y los dos volúmenes de Roberto Bolaño: una narrativa en el margen (2013 y 2016), entre otros libros académicos. Se ha desempeñado como profesor e investigador en varias instituciones de educación superior, en materias de literatura, cine, filosofía y estética, además de escribir y coordinar libros críticos dedicados a autores contemporáneos como Enrique Vila-Matas, César Aira y Juan Villoro, entre otros.

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