Joseph Conrad (izq.) y Henry James (der.)

En el prólogo a sus recuerdos sobre Joseph Conrad, Ford Maddox Ford enuncia algunos principios teóricos que, según él, son esenciales para la escritura de cualquier biografía literaria que aspire a superar los enciclopédicos y pedantes estudios que la industria editorial insiste en promover: “Ambos[1] profesábamos una gran aversión por las biografías oficiales de hombres de letras, cuyas vidas son generalmente poco interesantes. Pero estábamos de acuerdo en que si la vida de un escritor tenía algún interés más allá de la escritura misma, entonces esta vida… debería entonces ser escrita por un artista y ser una obra de arte.” Y finalmente afirma que su libro será “la impresión de un escritor sobre otro que reconocía ser un impresionista”. Son precisamente estas ideas sobre el género biográfico las que informan su más logrado volumen de memorias, Amistades literarias.

En este libro Ford se ocupa de cuatro escritores (Henry James, Joseph Conrad, Stephen Crane y William Henry Hudson) que ejercieron una influencia considerable sobre la literatura inglesa a finales del siglo XIX y principios del XX: artistas verbales supremamente rigurosos, estilistas consumados que, sin abandonar su extrañeza,[2] se convirtieron en parte esencial de la cultura británica.[3] Se trata de varios ejercicios de admiración: textos escritos por un amigo que intenta transmitir al menos algo de la intensa singularidad de estos personajes.

Ahora bien, a diferencia de las biografías más o menos académicas que suelen abrumar al lector con la interminable acumulación de detalles insignificantes, aquí Ford se concentra en algunos momentos privilegiados de su amistad con los escritores: conversaciones, gestos y anécdotas que, al menos en retrospectiva, adquieren el brusco esplendor de las epifanías y parecen proveer una clave para descifrar el enigma de estos narradores (aunque probablemente esa sea una ilusión como cualquier otra: Ford ciertamente no era inmune a la vanidad y en ocasiones se permite la superstición de haber accedido a un “relato objetivo” sobre sus ilustres amigos, curiosa entelequia que contradice abiertamente su ya mencionada “técnica impresionista”). En cualquier caso, resulta evidente que el principio arquitectónico fundamental del libro es la silenciosa rivalidad que siempre existió entre James y Conrad: en efecto, a pesar de que Ford insiste en su amistad y la inalterable admiración que se profesaban, es casi inevitable comprender que todo el relato gira en torno a la oposición de dos poéticas irreconciliables: James, “el maestro del matiz y del escrúpulo” (Auden), el más refinado especialista de los procedimientos narrativos en la literatura anglonorteamericana (al menos hasta la aparición de Joyce), el único escritor en lengua inglesa que podría compararse con Proust en su ambición totalizadora (ese estilo de inexorable lentitud que procura representar las cosas y los hombres en sus infinitos matices, en su casi inagotable riqueza), debía necesariamente mirar con desconfianza a ese polaco áspero y taciturno que se dedicó a producir obras maestras tan extrañas como las del norteamericano pero situadas en una tradición muy diferente: lo que escuchamos en su prosa es el ruido y la furia de las tragedias de Shakespeare, la música maligna de Moby Dick y los armónicos implacables del Antiguo Testamento.

Es natural entonces que James sólo lo elogiase (si es que de un elogio se trata) con la mayor ambigüedad posible: “Una vez me expresó, en lo que a Conrad concierne algo similar a un inmenso respeto por su carácter y sus logros. No puedo recordar las palabras exactas, pero se referían al hecho de que las obras de Conrad lo impresionaban muy desagradablemente, aunque él no podía encontrar en ellas faltas técnicas o torpeza alguna.” Tras semejante “alabanza”, cualquier crítica es más o menos superflua: aunque Ford se esfuerza por conciliar lo irreconciliable está claro que James nunca pudo aceptar la obra de Conrad, como lo demuestra, por lo demás, su conocido y acerbo artículo “La nueva generación” (1914) en el que, tras haber criticado a H. G. Wells, John Galsworthy y Arnold Bennet, se dedica a impugnar el método narrativo de Conrad.[4] Esta injusta apreciación, que contradice directamente lo que había comunicado a Ford, debió resultar demoledora para Conrad pues, como el texto deja claro en numerosas ocasiones (y aquí sí existe una confirmación independiente de la voluble memoria de Ford), el escritor polaco siempre admiró la maestría técnica de James.[5]

Por lo demás, esto no significa que aceptara sin reservas toda la obra del norteamericano: todo parece indicar que lo desconcertaba el empleo de una inteligencia narrativa tan refinada para representar aquello que un tipo como él (precursor de Faulkner y de Cormac McCarthy) debía considerar como la apoteosis de la frivolidad: la sociedad aristocrática londinense, los cenáculos artísticos y literarios europeos, las soporíferas peripecias de los turistas norteamericanos en París, Londres y Venecia.[6] En cierto sentido, puede decirse entonces que, más allá de la infinita cortesía que acostumbraban a prodigarse cuando se encontraban, su amistad era un efecto de superficie que ocultaba una pertinaz rivalidad: al principio (finales del XIX) James podía, desde su inexpugnable posición como mayor prosista en lengua inglesa de la época, mostrar una vaga benevolencia por este polaco advenedizo que se empeñaba en narrar historias aparentemente exóticas sobre personajes poco sofisticados abandonados a su suerte en los Mares del Sur y otra locaciones inconcebibles. Más adelante, sin embargo, cuando la crítica comenzó a fustigar las novelas del así llamado “estilo tardío” de James,[7] mientras elogiaba profusamente obras como Lord Jim y Nostromo, comenzó a albergar cierto resentimiento por el empobrecido aristócrata polaco (es de estos años el sibilino “elogio” recogido por Ford) y finalmente, hacia 1914, cuando era evidente que Conrad era el único escritor que podía comparársele (y, según algunos críticos, superarlo: noción inaceptable para alguien tan orgulloso como James) abandonó su legendaria reserva y escribió el artículo atacando al polaco y… a todos los demás.

De todas formas, aunque Conrad se mostró mucho más generoso (no respondió jamás al panfleto de James), sus cartas de la época demuestran que se sintió profundamente ofendido por las invectivas del viejo escritor y en su triunfal visita a Estados Unidos en 1923 parece haber manifestado cierto desdén por los últimos libros de su “admirado maestro”: está claro que pensaba haberlo superado y no le importaba reconocer que sus concepciones de la literatura eran, en lo esencial, antitéticas.

Por todo esto, puede afirmarse sin ambages que el texto de Ford está más cerca de una novela (aunque eso sí, incesantemente amena) que de cualquier intento biográfico serio. Pero en última instancia eso no importa: si se lee junto a otros materiales (las cartas de Conrad, los artículos de James, algunos libros de Hudson), puede ser una espléndida introducción a la escena literaria inglesa de principios del siglo XX y sus dos maestros indiscutibles.


Notas:

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[1] Se refiere a Conrad, quien supuestamente compartía casi todas sus opiniones sobre la creación literaria.

[2] James y Crane eran norteamericanos; Conrad, un aristócrata polaco; Hudson, una especie de gaucho bilingüe extraviado en Londres.

[3] Evidentemente, esto se aplica sobre todo a Conrad y James. Así, ya en 1924 Ford podía permitirse esta espléndida exageración: “Piensen lo que sería la literatura inglesa sin Conrad y James… No habría nada!” Y como dice el crítico Ian Watt en uno de sus ensayos: “es preciso reconocer que habría mucho menos”.

[4] Aparentemente James había llegado al punto en que sólo aceptaba una forma de escribir: la suya.

[5] Recordemos aquí el muy elogioso ensayo “Henry James: una apreciación” (1905).

[6] Ya Borges había observado que Conrad prefería ocuparse de ambientes y personajes muy alejados del mundo de las letras.

[7] Las alas de la paloma (1902), Los embajadores (1903) y La copa dorada (1904).

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