José Lezama Lima (FOTO Iván Cañas)

En mitad de El gran Meaulnes hay una escena lezamiana. Una noche al perseguir a unos encapuchados, Augustin Meaulnes y François Seurel caen en una emboscada que tenía por objetivo sustraer el mapa dibujado por Meaulnes de sus andanzas por la Sologne hasta el castillo de Franz de Galais. Meaulnes ha encontrado el castillo por casualidad, al perder el rumbo, y todas las noches desde el cuarto que comparte con François ejercita a pasos, de una pared a la otra, la geografía de la región para dibujar el mapa que le permitirá tener una idea de por dónde anduvo y, más importante aún, cómo puede volver. La noche de la emboscada la pareja de amigos cree estar a punto de atrapar a los provocadores, pero estos son sólo la carnada para atraerlos a ellos hasta un callejón sin salida donde los asaltan en pandilla. Nada de esto es aún la escena lezamiana. Meaulnes, que es el objetivo de la escaramuza, cae al piso al ser atacado por la espalda, entre cuatro lo amarran de pies y manos. A la luz de una vela van descartando los papeles que trae encima hasta encontrar el mapa. Al fiel François, narrador de la novela, le corresponde desatarlo cuando los dejan solos. Este es el momento. Es muy breve. Es el instante en que François puede, más que demostrarle su amistad a Meaulnes, serle útil. De vuelta al cuarto que ha servido de modelo de la tierra desconocida conversan como iguales, “como dos compañeros de armas la noche de una batalla perdida”.

La tarde en el Capítulo V de Paradiso en que Fibo y José Eugenio Cemí, niños, conversan –conferencian, dialogan, alardean de saber hablar, que es uno de los timbres más notables en las voces de la novela: acertar en el decir y luego de haber dicho permitirse la exactitud que consigue el alarde– sobre la deferencia del primero por dejarlo a él y a Alberto Olaya excluidos de sus pinchazos durante los primeros días de clases, Fibo aporta una percepción de la amistad, del deseo de amistad marcado por una infatuación de primeras impresiones hacia aquel que tiene en su vida un nudo, un nudo que puede ver quien lo mira desde fuera de sus círculos, y cree que el destino de convertirse en amigo del desconocido queda justificado por esa visión de desatar el amarre que sólo él ha visto. En sus primeros días colegiales José Eugenio ve a Fibo hundir la pluma en las nalgas de sus compañeros, quienes soportan el dolor en silencio y no pueden quejarse porque los hechos ocurren durante la clase. Los pinchazos son el producto de la continuidad del acto escolar de la lectura. Fibo, el ojeroso, no tiene libro y por lo tanto le está permitido ir de un pupitre a otro colgándose a la lectura de sus compañeros. El texto continuo queda marcado por la puntuación de su pluma punzante en la carne de los lectores que le dan la espalda. José Eugenio le pregunta las razones para que los dejara a él y a Alberto fuera de la agresión. Entre otras cosas, Fibo dice:

“Siento en su presencia que me rebasa con facilidad. Lo vi un día hablando inglés con unos marineros. Otro día pasé por donde él vive, y lo vi que estaba jugando al ajedrez. Otro día en la esquina de su casa fumaba, sin importarle que lo vieran sus familiares. Se decide antes que yo, llega antes que yo, me doy cuenta de que es un animal más fino. No siento deseos de irritarlo, sino de acatarlo. Me gustaría que me confiase secretos. No quisiera pincharlo, sino si le pasase algo desagradable, si lo asaltasen en el campo unos ladrones y lo amarrasen a un árbol, me gustaría ser el que lo zafase, el que lo ayudó a zafar un nudo, y sin que él me dijese nada, ni siquiera las gracias, pero que existiese ese hecho, eso que a mí me parecería buena suerte, buena sangre para unos cuantos días. No hacerle ningún daño yo, sino que se lo haga otro, y entonces llegar yo para ayudarlo, cortar las cuerdas de la silla donde lo amarraron. Como siento que es mucho más que yo, que sea algo también superior a mí lo que lo amarre. Combatir con lo que a él lo combate, pues contra él sé que nada puedo. Sin embargo, sueño siempre que alguien lo está amarrando.” Aquí está resumida la aventura de El gran Meaulnes, que ahora leo en un ondulado ejemplar difícil de encontrar y cuya última página fija: “Esta edición se terminó de imprimir en julio de 1975, en la Unidad Productora 08, «Mario Reguera Gómez», del Instituto Cubano del Libro”.

Aunque heredamos al menos tres versiones personales del curso délfico, el autor dejó una dramatización precisa del programa en Oppiano Licario: “Mira, si un hombre se ha pasado su larga vida leyendo las mejores obras, pero no ha leído El gran Meaulnes, La Eva futura, Al revés, Mono, su gusto vacila, como un gourmet que no hubiera probado la piña”. En todas sus variantes –los testimonios, la entrevista en el hospital, la escena en la novela póstuma– el punto de partida de la “obertura palatal” es El gran Meaulnes. A partir de ahí, según el lector, el curso délfico puede desviarse por los tres estantes de madera cubana.

La novela de Alain-Fournier se publicó en Cuba un año antes de la muerte de Lezama, en la colección Cocuyo –la misma de Vidas imaginarias de Schwob, Las cabezas trocadas de Mann, Tropismos de Sarraute, Nueve cuentos de Salinger, Juntacadáveres de Onetti, Los seres queridos de Waugh, Las cosas de Perec, y de la mejor traducción del título Il visconte dimezzato de Calvino: no El vizconde demediado como abunda en su incomprensible proximidad, sino el más libre Las dos mitades del vizconde–. Al revés, venerado por su contemporáneo Julián del Casal, no ha sido publicado, y tampoco La Eva futura. Mono no es otro que Viaje al Oeste. Las aventuras del Rey Mono con el que, aunque inédito, quienes crecimos en los ochenta pudimos adelantarnos a la lectura del curso délfico en una adaptación china para la televisión, y supimos pronto de la peregrinación en busca de las escrituras, vimos el último acertijo de las páginas en blanco, fuimos testigo de la caída de los libros al río y finalmente, al verlos secar al sol (en el original son rollos), nos enteramos de la pérdida que volvía incompleta la colección y le daba sentido. Así encontramos una versión rudimentaria del “vacío primordial” antes de llegar a él. Al ver el afligido monje budista cómo unos trozos de papel quedan pegados a la roca donde se habían puesto a secar las escrituras, habla el Mono a la medida de un personaje lezamiano: “Mirándolo bien, ni el Cielo ni la Tierra son perfectos. Es posible que este sutra lo haya sido, pero, como parte de él se ha perdido, ahora ha entrado de lleno en el misterio de la perfección imperfecta. Lo que ha sucedido es algo que nadie podía anticipar y a lo que nadie puede ya dar solución.” Ni haber adivinado ni poder solucionar, como la paradoja de ver esta escena en televisión años antes de leerla, o intercambiar Paradiso como novela de juventud y El gran Meaulnes como resaca de lecturas.

¿Qué puede decir este hallazgo de conexiones reversas? ¿Que el orden de aparición de las referencias del lector cubano avanza en retrocesos? Ya lo sabíamos. Y no es muy interesante. Más notable es que el curso délfico también pueda ser recorrido a la inversa, desde Paradiso hasta las páginas del presente, que la lectura de Lezama establece el orden de la experiencia y hace visible lo que se ha percibido antes de leer y legible lo que aguarda en la lectura por venir. En la entrevista donde vuelve al curso délfico Lezama revela: “A mí nunca me ha gustado prestar libros de mi biblioteca. Antiguamente, cuando una persona me pedía uno de ellos, yo iba a la librería, compraba un ejemplar y se lo regalaba. Ahora he hecho una excepción ya que no se trata de textos que son fáciles de conseguir y pienso que es un egoísmo retenerlos para mí cuando en otra persona pueden causar también una gran resonancia”. El curso délfico se perfeccionó con la precariedad bibliográfica –ese “ahora”–, en la emergencia de la biblioteca por sobre la librería. De tal forma leímos (Meaulnes contando sus pasos dentro de un cuarto nocturno para rehacer un mapa), sin pasar por la compra: de las bibliotecas públicas a la circulación entre conocidos. Todo préstamo de libros se nos hizo un poco délfico.

Pero con la imposibilidad de replicar los volúmenes viene apareado el envejecimiento. El espacio editorial, la ciudad reducida a la estatura de un estante conformada por la secuencia discontinua de pasadizos entre anaqueles domésticos, estantes de bibliotecas públicas, de librerías estatales, de librerías de viejo a la sombra de los parques, esa ciudad de madera y papel, también ha envejecido. Si algo ha marcado la lectura cubana de las décadas pasadas, a la par de sus grandes ausencias, es leer libros viejos, acartonados, frágiles. Ya en los ochenta los ejemplares de varias colecciones podían desmigajarse con un estornudo y sus páginas color cartucho olían a burocracia estatal. Doblarle una esquina para marcar la lectura sería imposible porque el triángulo se desprende. De encontrar la huella de un lector anterior, su doblez es respetado como un fantasma y no se devuelve a la geometría inicial. Sus lomos han devenido columnas abofadas. La resina del pegamento ha cristalizado y se hincha en una costra deforme que en puntos extremos se separa de las tapas como una postilla levantada. Su color, alguna vez blanco, ha acumulado el tinte de los muros donde las lluvias han moteado el cemento despintado. Las portadas se han descascarado como frescos florentinos. Al abrirlos, la mancha del engrudo avanza sobre las páginas. Las polillas atraviesan de tapa a tapa los volúmenes y dentro se esmeran en deformidades sinuosas, diseñando colectivamente el túnel de una polilla mitológica que descansara en el vacío, a su paso dejan larvas que no conocen la luz con la promesa de que estas sigan el proyecto que otras comenzaron. Su lectura despierta las alergias y devuelve la coriza. Hasta las ediciones más recientes, una vez en el estante de madera cubana, se incorporan al canon empolvado.

La manera peculiar de leer estos libros ha determinado una gestualidad nacional ante la lectura: leer sin abrir mucho las páginas, la lectura en atisbos. Si se abre un milímetro más se oye un crujido y de no obedecerlo el volumen se resquebrajará en una grieta perpetua como si en esa página hubiera un pasaje relevante al que vale la pena volver, al que hemos vuelto muchas veces, y lo único que ha ocurrido es que en algún momento se leyó con demasiada confianza en la industria editorial. Es muy común terminar detestando ese pasaje, siempre dispuesto a exhibirse y donde no hay una gran verdad ni ocurre nada en particular. Esta ciudad délfica se recorre con cautela, como si en cualquier momento a pesar de su resistencia fuera también a desplomarse.

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