La lectura de No buscan reflejarse (Editorial Letras Cubanas, 2001, con selección y prólogo de Jorge Luis Arcos), antología del poeta cubano José Kozer, nacido en La Habana en 1940 y emigrado a Estados Unidos en 1960, ha constituido para mí una experiencia altamente gratificadora por más de una razón. Se trata de un libro conformado desde una obra vastísima, acaso la escritura más abundante de toda la poesía cubana y quizás de todo nuestro idioma, entre sus muchos creadores significativos y de rango menor. El impresionante corpus textual de este creador nuestro posee unas dimensiones que en cierta medida lo definen y caracterizan su visión de la poesía, para él consustancial con su persona sin distingos de las múltiples realizaciones sociales y la diversidad de planos del diario vivir. Ciertamente, la poesía es para Kozer una emanación de su cuerpo, una sustancia que se encuentra en todas las criaturas, para decirlo con una frase que encontramos en críticos y poetas. En una entrevista que apareciera en la revista Unión podemos leer esclarecedoras afirmaciones acerca de sus juicios sobre la cotidianidad en su poesía, integrada por el diario vivir y, como este fluye con total naturalidad al calor de lecturas o de vivencias de lo inmediato. Diríase que, a la luz de esas respuestas, el poema va integrando múltiples experiencias de diverso orden hasta conformar textos en los que las percepciones se tornan poesía en la misma medida en que el autor necesita decir todo lo que va apareciendo en sus palabras, así como su cuerpo genera reacciones diferentes ante los más disímiles estímulos.

Cuando leí estas páginas que ahora comento tuve dos experiencias inolvidables: una deliciosa impresión de caos irrefrenable y la extraordinaria riqueza de un mundo inagotable de recuerdos y asociaciones que tenían la capacidad de iluminarme mis propios diálogos de niño y adolescente con la realidad. Por momentos me parece que estoy leyendo los textos fragmentarios de los poetas líricos de la Grecia arcaica que recoge Francisco Rodríguez Adrados en los dos tomos de Líricos griegos. Elegíacos y yambógrafos arcaicos (Barcelona, Ediciones Alma Mater, 1956-1959), pero en el caso de Kozer esa fragmentación posee una fuerza creadora descomunal en tanto se nos entrega en esas imágenes dispersas la totalidad de una vida y de una historia íntima que se integraban a la convivencia con un hedonismo esencial, hondo. Al leer tengo la sensación –esa es al menos mi experiencia con estos poemas– de que cualquier impresión que recibe Kozer en su vida diaria (de la índole que sea la actividad que esté realizando en cualquier momento), mueve en él oscuras fuerzas en las que se entremezclan memorias de sitios o personas, vivencias de paisajes, comidas o estados corporales, acontecimientos esperados o indeseables, diálogos y temores de la vida familiar, enseñanzas que fue recibiendo de sus padres y estos a su vez de generación en generación, según las tradiciones hebreas que una y otra vez aparecen en este libro, todo ello con una fruición inocultable y que subyace como una felicidad última de la que se nutre su existencia toda, hecha al mismo tiempo de sombrías posibilidades, como nos sucede a todos en una u otra medida. Esplendor mayor de No buscan reflejarse es esa alegría ante la realidad interior del hogar o ante el afuera, vuelto íntimo también por la calidez con que el poeta lo percibe y da testimonio de su presencia. La palabra irrumpe en esta poesía con una fuerza avasalladora que la transforma en cántico, como en los más jubilosos salmos bíblicos, fuente nutricia de primer orden en la cosmovisión y en la manera kozeriana de aprehender el suceder hecho recuerdo o factualidad presente. El texto se va integrando como un indetenible fluir en el que se da testimonio, sin cuidados formales, a la manera de un torrente natural que rompe todos los límites de estructuras pensadas, regulares, preconcebidas. Estamos ante relatos que no cesan, sólo se detienen por un tiempo para continuar en otro poema, aunque en apariencia el poeta esté hablando de otra cosa. Dentro de un mismo poema encontramos esa multiplicidad de referencias, desplazamientos hacia sentidos más abarcadores que surgen y se suman en el texto a las alusiones generadas por aquellas, como si el poeta quisiese revelarnos las secretas asociaciones de cada elemento presente en cada momento de la elaboración de su discurso. Tenemos la sensación de una vastedad ilimitada que el poeta se ve compulsado poderosamente a entregarnos de un modo minucioso, como si quisiese que nada escapase a su testimonio. Necesita escribir todas sus vivencias, no puede silenciar nada de lo que ve, recuerda, siente y desea. En ocasiones el poema tiene una brevedad que podría hacernos pensar que el poeta ha realizado un trabajo de síntesis extrema, a la manera del haikú japonés –grande ha sido la importancia que ha tenido para Kozer la poesía oriental, de la que ha hecho traducciones desde el inglés–, pero creo que en esos casos se trata más bien de otra experiencia de la totalidad, ahora caracterizada por una brevedad que en sí misma posee la suficiencia plena, satisface la necesidad comunicativa del creador como si se tratase de un texto de mayor extensión. Ahí, en esa página menos dilatada, están las vivencias que en esos momentos se le entregaron al poeta, le fueron dichas desde afuera, como dice en la entrevista mencionada.

En los primeros poemas nos adentramos en ámbitos y memorias de la vida familiar, pero recordadas de modos más convencionales, con un estilo en el que son más visibles y conocidos los discursos de la tradición, asimilados muy temprano y expuestos con una nitidez mayor. En poemas como “Te acuerdas, Silvia”, “Mi padre, que está vivo todavía”, “Este es el libro de los salmos que hizo danzar a mi madre”, “Shul”, no se nos entregan las memorias y las imágenes con sus infinitas derivaciones y entrelazamientos múltiples, como sucederá poco después, a medida que avance en el tiempo la selección. Diríase que los textos se adensan en lo que podríamos llamar la expansión de la memoria afectiva, mediante la cual el poeta va recreando su mundo desde un núcleo inicial, del que emergen poco a poco los diferentes elementos asociados a la experiencia nutricia que vino al creador de pronto ante un estímulo cualquiera, de una lectura, de la mirada a un paisaje, de un diálogo familiar, de una reflexión íntima, de la observación de un objeto cotidiano. El poeta nos ha dicho que en ocasiones está “leyendo a un autor determinado y de repente, algo en la lectura me afecta o conmueve, y sin darme cuenta (y le aseguro que es así, y que me ocurre sin darme cuenta) dejo de lado el libro y empiezo a hacer un poema”. Por esa afirmación podemos inferir que ese estímulo es el núcleo generador de una escritura libre, en la que se van incorporando los recuerdos y las imágenes inconscientes que entonces aparecen en toda su precisión como partes de una vivencia que había quedado oculta por el paso de los años. Pero No buscan reflejarse no se explica o, para ser más exactos, no se aprecia en toda su vigorosa creatividad por esta explicación sobre la génesis de los poemas. Estas páginas conmueven por la extraordinaria fuerza con que nos comunican esas vivencias y por lo que son capaces de despertar en nosotros. En muchos momentos de mi lectura he sentido que mi pasado renacía de una manera que no experimentaba hacía muchos años, aunque Kozer y yo hemos transitado por caminos bien diferentes a lo largo de los decenios, si bien tuve amigos judíos en mi adolescencia habanera y por ellos pude conocer costumbres familiares y estilos de vida similares a los evocados por el poeta en esta antología.

La riqueza de esta poesía está asimismo en el lenguaje y en la conceptualización que lo sustenta. Sintaxis, léxico, puntuación, ritmo, en fin, todo cuanto constituye el cuerpo poemático en tanto construcción verbal, posee la diversidad que con tanta fuerza y trascendencia hallamos en los conceptos y en la memoria afectiva que el poeta despliega en estas páginas. Su cubanidad está también en los giros y frases hechas, en los sintagmas que vuelven con su carga semántica, tan nuestra, en muchos poemas. El que lea sus libros sin conocer nada del autor se dará cuenta de inmediato de que su idioma es un castellano raigalmente cubano, sin dejar de ser por ello una lengua universal, de cualquier hispanohablante. Kozer va más allá de todo costumbrismo partiendo de vivencias y estilos de evidente cubanía, pues ha trascendido sus circunstancias formadoras –las de su primera juventud– sin pretender negar esos orígenes insulares que le fueron tan entrañables y auténticamente suyos. El poeta declara en una entrevista, en un fragmento reproducido por Arcos en su prólogo a esta edición, lo siguiente, respondiendo a la pregunta “cómo «Ese misticismo [se refiere al misticismo zen, de mucha importancia en la poética kozeriana, como dejan ver varios textos recogidos en esta antología] no se contradice con tu ascendencia judía»”:

Agarra el Viejo Testamento, cuán terrible es el Dios de Israel (el padre). ¿Y qué pasa con la madre, suave e intercesora? Esa es Cuba, fuego que se escinde y tranquiliza, se vuelve ascua, rescoldo, calorcillo de atardecer tropical. Mas Cuba se me fue, a los veinte años: me expulsó. El expulsado la empezó a buscar y recuperar en todas las formas posibles y suaves que la madre representa: paliativo del Dios duro, Jehová justo (implacable: el Inaplazable).

Ahí encontramos algunas de las problemáticas capitales de la poética de Kozer: la riquísima ascendencia espiritual de su formación (su mundo intelectivo, su cosmovisión esencial: el judaísmo, en el que se fusionan el Antiguo Testamento, las tradiciones rituales, la mística y las múltiples formas de la heterodoxia), el fecundo diálogo de la vida familiar, el ser cubano (entendido como un conjunto de percepciones espaciales, históricas, paisajísticas, culturales, sociales, objetuales, climáticas, lingüísticas, sensoriales, en un niño primero y más tarde un joven habanero, en particular de La Víbora) y la experiencia inolvidable del destierro propio, que se une al de sus padres –emigrados polaco y checa– y al de su raza, hecho este que alcanza una significación especialísima en su poesía. Otras problemáticas de sus textos se nutren de esos rasgos formativos de su cosmovisión, están determinadas por ellos. En las mejores páginas de No buscan reflejarse (“Réquiem”, “Vida regalada”, “Oquedad”, “Centro de gravedad”, “De la nación”, “Culminaciones”, “Regresos”, “Ánima” (el que comienza “Reinado del agua…”), entre otros muchos ejemplos, pues se trata ciertamente de un espléndido corpus del que se hace muy difícil escoger los poemas de más calidad), subyacen con presencia determinante, definidora, los elementos que señalamos como consustanciales con la poética del autor. Algunos críticos se han referido a la presencia de lo cotidiano en esta poesía, de la “cotidianidad trascendente” o, invirtiendo los términos, de lo trascendente cotidiano, diario vivir del que no puede desentenderse. Percibimos en esta antología una mezcla natural, sin deslindes conceptuales ni axiológicos de ninguna índole, de los recuerdos y vivencias de las relaciones del poeta con la realidad (comer, conversar, moverse en los espacios íntimos o imaginar en los espacios exteriores) y de los más solemnes conceptos éticos y filosóficos, todo ello en plena convivencia armónica con total ausencia de jerarquías diferenciadoras, como si todo transcurriese en un mismo plano. Kozer escribe una poesía que rompe los esquemas impuestos por el canon de la tradición y desolemniza el diálogo con la realidad. Sin desentenderse de los más auténticos valores de la cultura en la que se formó –actitud imposible más allá de cualquier pretensión de ruptura que anime al poeta, y de hecho hay en su obra una recia y creadora voluntad de ruptura, muy saludable y significativa en la alta calidad de sus poemas–, Kozer incorpora esos elementos al devenir de su existencia como individuo en su entorno familiar y social, pero sin solemnidades ni reflexiones que permitan hablar de la separación o deslinde de planos entre lo inmanente y lo trascendente.

Observamos en estas páginas una integración desacralizadora de esos planos, evidente en los usos del idioma, en los que vemos asimismo el empleo de un estilo –al que ha incorporado la tradición culta– y de frases y giros populares, de uso diario en el habla cubana cotidiana del pasado. Mucho tiene que ver con esa ruptura el barroquismo de incesante fluir y de libres asociaciones de múltiples imágenes y conceptos que caracteriza a esta poesía. Es sustancialmente fruitiva, hedonista, jubilosa, de extraordinaria sensorialidad, y al mismo tiempo tocada por una secreta angustia disonante, con la muerte como uno de sus centros generadores, pero sin las abrumadoras solemnidades ni el tono trágico que encontramos en poetas de un pensamiento mucho más sombrío. Acaso el más dramático de los textos de esta antología sea “Réquiem” –poema de tema infrecuente en Kozer en este libro tan vital y pleno de alegría, infrecuente al menos con el grado de explicitez que posee ahora–, experiencia de la muerte propia, inquietante cuestionamiento que sin embargo se nos entrega despojado de las densidades y las imágenes graves de tantas páginas de otros autores con esas preocupaciones. La conciencia de la muerte aparece como otro testimonio entre tantos que recoge esta obra, otro acontecer que nos acompaña como una costumbre irrenunciable, pero a la que nuestro poeta mira sin sobresaltos, al igual que una cena o los amigos de la infancia. Esa es al menos mi experiencia como lector de No buscan reflejarse, un libro en el que la alegría se impone sobre cualquier signo tanático y sobre cualquier recuerdo trágico.

Kozer realiza un ejercicio lúdicro con la palabra en busca de una totalidad que sea capaz de aprehender su mundo y su identidad, capaz de decirnos quién es. Encontramos en algunos de estos poemas (“Autorretrato” –el que comienza “Receptáculo y rendija, camaleón, cambiacasacas, y (soy) otro (míralo por la cuarteadura de la vasija) un cuarto de hora”–, “De la nación”, “Babel”, entre otros ejemplos igualmente válidos) un cuestionamiento de sí que se resume y se expresa en entrecruzamientos de memorias, lecturas y otras identidades, en el paisaje afectivo de la infancia y la primera juventud y en un ejercicio de la palabra –la poesía–, respectivamente, nunca en soluciones metafísicas ni trascendentalistas, del mismo modo que su cubanía, hecha asimismo de imágenes absolutamente terrestres y de la elaboración verbal de sueños y de irrealidades: “Mi Patria es la irrealidad”, nos dice el verso inicial de “Centro de gravedad”. La distancia y la separación de más de cuarenta años de su tierra natal no impiden que el poeta asuma como suya su condición de cubano plenamente formado cuando salió hacia el extranjero, pero determinan al mismo tiempo que su identidad sea percibida por él, al pasar los años, en una dimensión irreal, definición que en su caso no está condicionada sólo por el carácter esencialmente indefinible del término patria, sino además, y en primer lugar, por esa prolongada ausencia que hace imprecisos los rasgos consustanciales que intervinieron en la formación de su peculiar ser cubano. En el idioma alcanza quizás nuestro poeta la mayor precisión de su identidad, en esas frases que una y otra vez vuelven en sus poemas para romper la esbeltez del lenguaje tradicional fusionándose con otras percepciones en inextricable amalgama de referencias a la realidad. Pero los decenios, por otra parte, han contribuido, en el caso de Kozer, a ahondar su cubanía, muy visible en su explicitez y sobre todo en la anhelante rememoración de la patria, en esa calidez de la evocación que se aprecia en aquellos poemas de esta antología que tienen a Cuba como centro temático o en los que la Isla está en algún momento del texto. Y en aquellas páginas que quieren entregarnos un retrato del poeta está presente también, aunque no se mencione el país ni su vida antes de la partida, la problemática de lo cubano como consustancial con su ser más profundo. Hay en esas autodefiniciones una imagen de sí en cierto sentido hipotética, irrealizada, hecha de elementos materiales, consistentes, como si el poeta se reconociese más en un presente atemporal y menos en su historia, en su pasado, el cual quedaría entonces como lo que podríamos llamar una memoria material, memoria de experiencias concretas. De ahí esa conciencia de irrealidad y esa ausencia de teleología (ausencia de destino, de futuro, de realización en el tiempo) que se observa en esta poesía. Recordemos aquellos versos de “Oquedad”:

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Mi alma es teológica.

Hubiese preferido que fuese teleológica, pero como no sé lo que es
teleológica (por más que me he esforzado no he
podido captarlo; o lo intuyo o comprendo mas lo
acabo olvidando) me adapto, acepto, cierto que
algo disminuido, que sea sólo teológica mi alma.

Pero la riqueza de estos poemas nos advierte que las consideraciones que venimos exponiendo son nada más que algunos rasgos definidores de esta obra magnífica y vasta, rasgos que hemos visto en sus líneas más generales, pues si nos detenemos en cualquiera de estos textos, ya sean los más extensos o los más breves, veremos matizaciones innumerables y una enorme cantidad de subtemas de singular importancia. La poesía de Kozer está poblada de objetos y de reflexiones, de vivencias recurrentes, de imágenes, de sensaciones. En sus poemas tenemos la experiencia de una plenitud incorporativa que se niega a desentenderse de nada de lo que la realidad ha ofrecido al autor. Páginas torrenciales, escritura incesante que se interrumpe sólo momentáneamente y que continúa después (herencia hispana y en primer término de la tradición hebrea) o páginas breves, más serenas, de meditaciones y hallazgos de naturaleza diferente (herencia budista, zen), pero igualmente sedientas de vida y de esplendor, forman una totalidad a la que siempre volveremos y que quedará como una herencia de la mejor estirpe de la poesía del idioma.


* Publicado originalmente en Ensayos inconclusos, Editorial Letras Cubanas, 2009, pp. 255-269.

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