Imagen de cubierta ‘El salto de papá’, de Martín Sivak (Seix Barral, 2018)

Tengo la suerte de haber rescatado algunos amigos en mi país de origen, Chile, y más todavía, la fortuna es doble cuando esos amigos recuperados son generosos y cada tanto envían sugerencias, hallazgos, asombros propios para compartir a la distancia. El salto de papá, de Martín Sivak, ha sido el más reciente de esos obsequios: publicado hace menos de un año por Seix Barral y saludado como una revelación en el multitudinario panorama de la narrativa argentina, el libro es el relato de un hijo que ve caer a su padre por la ventana del piso 16 del edificio donde se ubicaba la empresa familiar, Buenos Aires Building, un día de diciembre de 1990.

Agobiado por las deudas y la deshonra, el padre, judío no observante, comunista, banquero, hincha de Independiente y experto en las hazañas del Ejército Rojo en la Segunda Guerra, se lanza al vacío ante la quiebra inminente y otras derrotas políticas y personales. Pero acaso arrojarse sea la palabra que mejor conviene al episodio. Esto sólo se comprende en el curso del relato: Jorge Sivak no se cae, no tropieza, y tampoco nadie lo empuja por mucho que algunos quisieran hacerlo, sino que se arroja él mismo en la náusea de una situación imposible. Ese salto, ese arrojo al que nos convoca la situación imposible, El salto de papá lo desagrega en veintiún capítulos que podrían ser los pisos que recorrió la humanidad de Sivak antes de llegar a la calle. “Antes del fin”, iba a escribir, pensando en representar un término, pero en rigor el suicidio de un cercano, y más si se trata del padre, nunca termina, no conoce un fin temporal: el suicidio dobla a la muerte y procura vencerla por mano propia, aunque por su naturaleza dicte exactamente lo contrario y el resultado sea que termine por multiplicar a la muerte, creando versiones de ella misma, alternativas, conjeturas, interrogantes y realidades paralelas por parte de quienes sobreviven al que se arroja.

Es la deriva que toma Martín Sivak, el hijo narrador de El salto de papá, historiador y sociólogo pero periodista de oficio según se desprende del relato que, por lo demás, nada tiene de luctuoso ni de autoayuda, y menos aún de conmiserativo o de flagelante consigo mismo. Al contrario: el texto es gozoso de una manera en que sólo las situaciones imposibles pueden serlo, porque confrontan la espada y la pared con la no-solución del trance que define a quien se encuentra de esta forma inmovilizado, suspendido en la imposibilidad de mentir o impostar una falsa salida a aquello que ha dejado de tenerla. La situación imposible es una captura del ser entre la necesidad de escapar y la imposiblidad de hacerlo porque es nuestra presencia la que nos deshonra o nos humilla ante nosotros mismos, según lo describe con elocuencia Emmanuel Lévinas en De Lʼévasion, un escrito seminal de 1935, cuando ya Hitler se ha hecho del poder en Alemania y el presente todo lo devora con una desnudez homicida. Es nuestra intimidad más profunda, es decir, la presencia de lo que somos ante nosotros mismos y de la que no podríamos desligarnos porque nos constituye de forma integral, lo que resulta intolerable y vergonzoso, escribe Lévinas. Y al contrario de lo que podría pensarse, agrega el filósofo, esa omnipresencia de la deshonra que nos ahoga no manifiesta nuestra nada o nuestro vacío, sino la totalidad de nuestra existencia. Eso es lo que somos en la situación imposible de la captura: alguien privado de su más íntima libertad. Lo que la vergüenza revela, entonces, de acuerdo con mi propia traducción, es el ser entero que se devela sin ocultamiento posible. El eco de esa caída puede ser eterno, y lo paradójico es que sea una carcajada, la risa, el instrumento adecuado para deshacer el brillo castigador de esa desnudez, como bien lo atestigua El salto de papá.

Martín Sivak | Rialta
Martín Sivak

De allí también que el relato –distante casi treinta años del episodio en cuestión– sea al mismo tiempo una crónica de fútbol, una querella familiar, una intriga económica y un comentario político. En una frase, Sivak escribe la autobiografía de un territorio llamado Sivak. Estamos en la Argentina de Afonsín y de Menem, de los militares carapintadas y de la plata dulce, de la corrupción generalizada y los secuestros express donde perderá la vida Osvaldo, hermano de Jorge y tío del narrador. En un momento de desesperación, cuando ya han transcurrido meses desde el secuestro y el tío sigue sin aparecer, la familia decide ensayar una alerta pública con la frase “Todos podemos ser Sivak”, pero lo más que se consigue es profundizar la grieta que cruza internamente a la familia, y que parece ser, esta vez sí, el de toda la sociedad argentina en democracia.

Antes, el padre ha ido a la cárcel como militante de izquierda y luego al exilio en Punta del Este, y tras su larga caída desde el piso 16, el hijo ha hurgado y reunido una extensa biblioteca leída a lo largo de los años: desde la célebre Carta al padre de Kafka hasta The Suicide Index de Joan Wickersham, pasando por Roth, Carver, Faciolince, Libertella y Kureishi, entre otros. No hay descanso ni fin, y el relato se extiende buscando un punto final que no llega, que no se deja alcanzar porque el padre tampoco deja de caer al vacío. Y lo hace de un modo imborrable en el retrato que el hijo hace de él. Es sin duda uno de los mayores méritos del libro: desde la foto de portada, donde Jorge Sivak enfrenta al lector en posición de combate pero con guantes de nieve en una calle de Moscú, su personaje recorre las páginas con la bondad y la ironía de su tiempo. Está presente en la política, en el salvataje de la empresa familiar, en la búsqueda del hermano, en la protección a los hijos y en la hospitalidad que desborda hacia los suyos. Y más que nada, en la escritura del propio Martín Sivak, ya que, tal como dice el comentario de mi amigo recobrado en Chile, “el relato de Sivak también cuenta, y mucho y muy bien y con serena modestia, las circunstancias de su propio desarrollo y su propia conciencia”, lo que hace también a la elección del género sin género elegido para construir el libro.

“Aunque siempre he escrito sobre los otros y me parecía exhibicionista hablar de mí, nunca se me ocurrió que este libro podía ser una novela porque no podría crear, imaginar, inventar, ficcionalizar. No quería, tampoco, cambiar nombres o mentir”, escribe el narrador, ya hacia el final del relato. Cómo podría hacerlo, en verdad, si se trata de encarar lo que somos, lo que la deshonra nos muestra de nosotros mismos, sin sombra de engaño y de un modo desnudo, irremontable: la honte, dice Lévinas, el artículo más duro y menos explorado de nuestra narrativa, de cualquier narrativa dispuesta a pensar por sí misma y contra sí misma si llega el caso, hasta acabar con lo que sea necesario acabar. La que exige mayor coraje y desprendimiento: arrojarse a narrar la deshonra tal como hizo papá.

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