Tadeusz Kantor dirigiendo ‘Umarla Klasa’, Cracovia, 1988. Foto: Włodzimierz Wasyluk

Nadie ha destruido tanto nuestra idea simple de teatro como Tadeusz Kantor.

No sólo porque quiso llegar a un teatro de lo muerto, donde actores, escenario e historia devinieran otra cosa: una suerte de alucinación, kadish simbólico y enloquecido, tartamudeo… sino porque se negó incluso a escribir sus propias piezas y convirtió el hecho mismo de la escritura en una serie de apuntes-para-la-escena, visiones.

Su afirmación “decidí abandonar las autopistas de la vanguardia para tomar los pequeños senderos del cementerio” ilustra bastante bien esto que vengo diciendo. Sus piezas, muchas de ellas un ensemble muy personal del teatro de Witkiewicz y Mikulski, autores que le ofrecían la oportunidad de hacer un collage con la tradición, fueron, en la Polonia posguerra, un verdadero acontecimiento. Para Kantor, sobre todo a partir de la fundación de su grupo Cricot 2 en 1955, el teatro sólo debía hacer hablar a los muertos (obligar a, y sólo hablar de), cercenarlos.

Para esto, como muy bien ilustra Teatro de la muerte y otros ensayos (2009), fue llamándole a su percepción de diferentes modos: “teatro informal”, “teatro cero”, “teatro imposible”, con el consabido manifiesto que cada nuevo rótulo traía, e incluso a finales de su vida empezó a hablar del desgaste de su visión y de su deseo de avanzar hacia otra cosa. Un espacio donde ya lo más importante no fuese lo muerto, dijo a posteriori de Umarla Klasa (La clase muerta), sino su signo, el momento en que la muerte-vida deviene circo.

Circo que a partir de sus grandes obras conceptualizó como “realidad del más ínfimo rango” (es decir, de lo que llevado a su mínima expresión aún permitiría ser leído), y le hizo reinterpretar su teatro de otro modo: máquinas por sillas, muñecos por niños, cajones por casas… Leyes que lo convirtieron en un freak (pero ¿no lo era ya desde mucho antes Gordon Craig?) para los censores de la Cracovia comunista de ese momento.

Su pieza más representativa, La clase muerta, editada felizmente en castellano junto a Wielopole, Wielopole, su antepenúltima obra, pudiera considerarse como un catálogo de esta realidad de la que antes hablábamos. En ella, los viejos, casi todos con pelucones llenos de polvo y prótesis en diferentes partes de su cuerpo, no sólo se aferran a lo que fueron y quieren revivir: el mito, la escuela, el juego, el momento del alfabeto, la infancia-cadáver, sino a detalles mínimos que ya no invocan ningún grado mimético con los recuerdos y salen de cualquier esfera de identificación que queramos establecer de lo cotidiano. Para Kantor, y recordemos que dos de sus grandes pasiones eran el Schulz de Las tiendas color canela y el Gombrowicz de Ferdydurke (dos maestros del “no”), la realidad teatral no pasaba por la reproducción o la veracidad: esa degradación en la cual según él había caído la vanguardia. La realidad-teatro era simplemente cero ficción, cero pedagogía, cero literatura.

“No hace falta en general escribir una obra de teatro. Es, en mi opinión, un tipo de literatura anticuado, ¡que impide la realización de la plena autonomía del teatro! ¡Y es precisamente esta autonomía lo que desde el principio me ha interesado! La obra de teatro escrita debe ser, según los medios teatrales, repetida en el escenario. Esto equivale al reconocimiento del método de la reproducción, de la ilustración, y lo que es peor, de la interpretación. Y digo que es peor porque hoy cualquier mísero director tiene aspiraciones interpretativas, dado que le falta el conocimiento de la vieja pero honesta fidelidad con respecto a la literatura.”

Wielopole, Wielopole, al igual que Que se mueran los artistas, su tableau vivant de mitad de los ochenta, escenificada con un Tadeusz Kantor sentado en una silla sobre el proscenio a la manera de un director de orquesta que asiste al desmembramiento de su propio grupo, representa, en verdad, su obra más autista. En ella ya no existe lucha, esa lucha que los cadáveres de la klasa construyen para recuperar el pasado: ese huequito donde único podrían ser felices. En Wielopole, Wielopole todo se reduce a su propia cabeza (la de “tumor” Kantor, claro está), a sus recuerdos. Y como ya sabemos, nada como los recuerdos para observarnos a nosotros mismos: misóginos, calvos, con arruguitas en la frente, avaros y silenciosos, como si de una caricatura de Luis XIV se tratase. Nada como los recuerdos para no ver más el límite entre lo que ya vivimos y su ausencia.

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Kantor, quien hace exactamente veinte y nueve años abandonó su silla (silla que se limpia hoy con un plumero especial en Polonia), creo, estaría muy contento de que sus piezas fuesen de nuevo levantadas en escena, “destruidas”.

Al final, un creador, por mucho que juegue a la humildad, posee un narcisismo bastante desarrollado, y por lo que se entiende en sus entrevistas el narcisismo del polaco era por lo menos del tamaño de toda Wielopole. Así que no nos dejemos engañar. Un autor está vivo en tanto no lo conviertan en archivo, pasto de vacas, momia (los Shakespeares que ha montado Peter Brook podrían servir aquí como ejemplo)…

Nadie está más vivo que cuando recibe de vez en cuando dos o tres palos en una feria.

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