La poesía de José Kozer podría servirnos como solución al silenciamiento del exiliado, en tanto su voz poética es una crítica de esa razón, la razón del exiliado, que es su propia razón. Los desafíos que propone su poesía operan en unos reversos que si bien pueden no ser fácilmente decodificables, son comunes a todos. En sus libros están los quiebres que impone el viaje sin retorno, la extrañeza del paisaje negado o del que hemos sido expulsados.

La lengua del exiliado es la de los vencidos, su ala está siempre tensa. La tensión en sus obras está en esos “brotes de sentido” que emanan de un fino oído, lenguaje de lo íntimo, de andar por casa, por una casa cotidiana. “Kozer es ante todo un poeta doméstico”, se dice de él en una antología coral, Medusario. ¿No es ese el reservorio del desterrado, el breve examen de una finitud, los pasos en la habitación cerrada, la búsqueda de un centro en el lenguaje ya que es en la periferia donde habita?

Abrir un libro suyo es un fluir de ideas. En Un asterisco Polonia hay un poema, “Gramática de papá”, que es un chisporroteo de orígenes y destinos: balbuceos verbales del yiddish al español, dialecto de gallegos, mercancías catalanas, bolcheviques historias, emigrantes. En Carece de causa, hay unas “chancletas de tres al cuarto”, menesterosas, deshechas; un “chiforrobe”, trabillas y jubones. “[Y]o soy el único que / asciendo en la helada / la escarpada montaña”, dice en Tombeau. El lenguaje es el primer síntoma de un fracaso, la verdadera cumbre a conquistar.

¿Cuál es entonces el trayecto, cuáles los orígenes de ese fluir? Gustavo Pérez Firmat ha dicho que, a diferencia de otros escritores que escriben “desde” Cuba “hacia” Estados Unidos, Kozer traza un camino inverso y escribe “desde” Estados Unidos “hacia” la Isla.

Mi isla, con minúsculas, soy yo, dice el poeta, la única en la que se re-conoce. Y habrá que ir siempre más allá de las ruinas, pero también recordar que se escribe “hacia” ningún lugar. La obra del escritor exiliado tiene un puerto de llegada: el lector que es uno mismo, su país son sus libros, acaso el espacio de su biblioteca, y todo lo que rodea su escritura tiene el enigmático espesor de un páramo donde su palabra no encuentra eco, su densidad es la del gas menos pesado.

En una entrada de su diario Una huella destartalada, tras confesar que soñó con la palabra “antofagasta”, así en minúsculas –el peso muerto de unas mayúsculas ralentizarían la marcha del expatriado–, revela su necesidad de “crear una poesía independiente de los diccionarios, el vocabulario suntuoso, la floresta verbal; mi poesía iba a ser raquítica, directa, fuñingue”.

Esos índices, esos manuales no suelen detenerse en prosodias de desarraigados, pero hay poetas proclives a tirar abajo la puerta, dados a una recuperación de sus sitios negados apelando a un vaivén sonoro de figuras, si no antiquísimas, sí extraídas de un idioma sin barreras y llevadas al varadero de una escritura.

Bien, en concreto ese adjetivo, fuñingue, ¿expulsa o convoca? Irrumpe y es como la sorpresa de un olor imprevisto, un pescado oloroso a rama joven recién cortada, una piedra con los contornos de un animal que arde. Cada cuerpo es una ilusión distinta, dice en el diario. Cualquier ojeada a sus poemas nos lanza eso a la cara: su “yegua baya”, su “español macarrónico”, su “cacharro”, su “cacho de pan”, todo convergiendo ya en tapiz personal, su propio teatro del lenguaje.

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Los cenitales de ese teatro nos dejan saber que lo que pensábamos eran sonoridades difíciles, extrañas a la poesía, no eran sino muestras del vacío del que estamos hechos. Nos creíamos francotiradores y no éramos más que heraldos de una pobreza extrema, y la catástrofe verdadera hubiera sido, por nosotros habla Benjamin, que todo permaneciera exactamente como hasta hoy.

Un intento de opera omnia de Kozer aparece recogida en Nulla Dies Sine Linea, descomunal volumen que sólo podría editarse en la geografía inconmensurable de un país como Brasil. Me pregunto cuál será el lector de este conjunto. Tal como se ha dicho de la poesía de Charles Bernstein, la originalidad aquí también interpela e inquieta, como si entre las letras que componer la palabra “lenguaje” nos dedicáramos a insertar signos o, para decirlo con Kozer, garabatos, volutas.

Sin embargo, a diferencia del norteamericano, las operatorias de lenguaje en Kozer nos hacen tomar una distinta senda hacia el entendimiento, pues la apariencia de sus textos, sólo la apariencia, ya digo, poseen una clara filiación con la transparencia, con el discurrir de un pensamiento poético ejercitado a partir de ciertos automatismos, y donde su propia noción de lo verbal hunde sus raíces en el proceso mismo de una escritura que se quiere forzosa y diaria.

La poesía de Kozer, y con ella su concepto del acto poético, ha dotado de sentido no a un país, que no lo tiene, ni a una ciudad (ha sido él viandante de muchas), sino a un estado, le ha dado coherencia a un modo de ser: sus lectores nómadas, desarraigados, exiliados se reencuentran con la yegua baya de sus días de infancia en cualquier punto de la tierra. Ese estado y ese ser nos contienen a la vez que nos interrogan y provocan, llamados como están a encontrar un orden en medio de nuestra propia naturaleza caótica.

Es lo que ha hecho Kozer con mi condición de lector exiliado: provocar, subvertir, llevar todo más allá, correr todavía más los márgenes hasta hacernos pensar en la posibilidad de su improbable difuminación.

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MICHAEL H. MIRANDA
Michael H. Miranda. Escritor y profesor universitario. Nació en Cuba (1974), donde estudió Periodismo y trabajó como editor. Obtuvo un PhD en Estudios Hispánicos en la Texas A&M University, College Station, Texas. Ha publicado varios libros de poesía. Sus dos últimos son Diario de Olympia Heights (Editorial Casa Vacía, Richmond, 2017), y Asilo en Brazos Valley (Bokeh Press, Leiden, 2018), libro que resultó finalista del Premio Internacional de Poesía Gastón Baquero, de España, en 2017. En la actualidad se desempeña como profesor en la Universidad de Arkansas, en Fayetteville.

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