Severo Sarduy fotografiado por Pierre Boulat en 1967.

En una entrevista publicada en abril de 1970 por la revista francesa Combat sobre el ritual de la escritura, y después de explicar la diferencia entre la energía exterior a recibir por el escritor en el siglo XIX y el teatro material que lo rodea –y motiva– en nuestros tiempos, Severo Sarduy se confiesa: “Mi ritual es bien reducido: música popular brasileña, mucho café, alcohol o alguna golosina, doy vueltas o bailo. A menudo escribo desnudo. El acto de la creación está rodeado por una serie de tics que forman parte también de la escritura. Algunos autores escriben acostados; otros, lo sabemos, bajo el influjo de la droga; otros –y es el caso de uno de mis amigos— dentro del agua caliente de su bañera. Habría que estudiar este fenómeno. Es un ritual de orden erótico y eso es lo que me interesa”.

Ya sea ante la imagen de Cobra, el ángel volcado, suspendida de cabeza en el espacio, o ante la propia figura del escritor bailando para sí mismo en un apartamento parisino, estamos ante la hegemonía de una energía egocéntrica y de la polución de un incubato descarnado con la escritura.

Aunque en esta entrevista Sarduy se erija portavoz de la caída del barroco como euforia, como la “obscenidad exaltada” a la que se refiriera Lacan en mayo de 1973 en su seminario Del Barroco, y aunque crea en la posesión totalizadora del miedo, lo que su obra irradia es la enorme irrupción de flujos desde el cuerpo, máquina movilizada por/para el placer, o más bien por su exceso, por/para el goce, por aquella “experiencia de gasto”, de la que hablara su bon copain Roland Barthes.

Hay además otro gasto, un gasto del lenguaje, “superficie de transformaciones ilimitadas”, como lo definiera en Escrito sobre un cuerpo, sólo para el goce, que se combina –en ese matalotaje perfecto, patchwork delirante, que es su escritura– con la obsesión por una energética, no por una significación.

La siguiente entrevista fue concedida por Sarduy al crítico y amigo Jacques Henric, tras la aparición en Gallimard de su novela Cocuyo con el título Pour que personne ne sache que j’ai peur (Para que nadie sepa que tengo miedo). Nuevamente en este diálogo, publicado por la revista art press en su número 166 de febrero de 1992, aquellos tics que constatamos en la lectura de su obra de ficción: el imaginario descabritado, la experiencia onírica, el intercambio de máscaras, de afeites (bermellón o albayalde, sin importar siquiera el sexo), la profusión y el gaspillage del verbo y de la imagen plástica…, topologías y cientifismos, cosmogonías y magia.

Nota de 2019. Tanto la entrevista como la nota que la acompaña fueron publicadas en la revista cubana Revolución y Cultura (n.o 2, marzo-abril de 1998). Aunque en francés llevaba por nombre “Severo Sarduy, la lumière et l’excrément”, al editor no le agradó la presencia de lo escatológico y lo modificó por un título del gusto poco atrevido de los funcionarios de Cultura: “Severo Sarduy: más lejos que la imagen”.

Como era de esperar, además, las dos líneas dedicadas por el escritor camagüeyano al régimen imperante en Cuba fueron cercenadas sin mediar advertencia al respecto.

Gerardo Fernández Fe

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Cocuyo. ¿Por qué no mantener el título original o su traducción al castellano?

El cocuyo es una luciérnaga de los países tropicales. El título no fue escogido al azar, funciona con Cobra, Colibrí y Caimán, la novela en la que trabajo ahora. Estos cuatro animales emblemáticos constituyen una tetralogía de devoraciones en cadena, pues Caimán devora a Cobra, Cobra devora a Colibrí, y este devora a Cocuyo. Al final de la cadena se encuentra el aniquilamiento. ¿Por qué no mantuve la traducción al francés de este título? Porque Luciérnaga me parecía demasiado poético.

¿Por qué emplear el título del primer capítulo Para que nadie sepa que tengo miedo? ¿Tampoco por azar…?

Por supuesto que no. ¿Cuál es el tema del libro? El miedo. La novela sólo trata del miedo. Hubiera podido, como todo el mundo, escribir una historia de sexo, de viajes, o una historia muy romántica, una de las tantas… Si, en su lugar, hablo del miedo, es simplemente porque es lo que conozco mejor. El miedo, para mí, totaliza al ser, toda su conciencia, su inconsciente y su cuerpo. Cuando estamos en actitud sexual o alcohólica, nos hallamos movilizados de manera muy intensa, aunque parcialmente. El miedo posee la totalidad del ser. Este fenómeno de posesión me interesa por razones de orden casi místico. A menudo cito a uno de mis maestros –hoy en día muy poco valorado, aunque esto no me importa–, Krishnamurti, escritor y filósofo que murió recientemente, quien decía siguiendo una tradición muy oriental: “Lo que cuenta es la identificación total con lo que vivimos. Si uno se identifica totalmente, la distancia, la dicotomía sujeto-objeto, desaparecen, y ya no se tiene miedo”. He vivido muchos tipos de miedo, pero no pretendo extenderme sobre mi biografía; más bien evoco, en este momento, un miedo de orden metafísico.

Eres un escritor cubano exiliado en Francia desde hace mucho tiempo. Espero que en tu caso se pueda hablar de exilio…

Sobre todo porque en mi país impera el régimen que tú conoces…

Un barroco “enderezado”

Incluso habiendo abandonado Cuba a los veinte años, tus novelas demuestran cuánto te mantienes habitado por ese país, esa civilización, esa cultura latinoamericana. Tal parece que Europa no te ha llevado consigo, que no ha mermado tu imaginario…

En efecto, para mí todo ocurre en la infancia. Lo que viene después es el epílogo. La infancia ubica para siempre a la persona. Por eso mis novelas siempre son muy cubanas, muy sudamericanas y –retomando esa palabra que no podría faltar– muy barrocas.

Pero entendámonos sobre esa noción de barroco. En el caso del libro que ahora escribo, el barroco es un barroco que yo llamaría “enderezado”. Me gusta esa palabra: enderezado significa que el libro es más leíble, más dibujado, más hard edge, con contornos nítidos, mucho más fuertes; un libro menos gongorino, menos lezamiano, más caravaggesco, menos borrominiano. “Enderezado”, por un cambio que percibí en mí hace muy poco. El barroco –en su mezcla más sombría, en el barroco funerario que puede verse, por ejemplo, en muchos cementerios de Nápoles– implica una euforia. Una euforia formal. En el barroco el significante está siempre erecto, siempre excitado, incluso en el barroco funerario.

Ahora bien, vivimos una época en la que esta euforia ha muerto. Todo ha devenido elegiaco, como dice Renaud Camus. Los tiempos actuales, las culturas, pertenecen a la elegía, a donde yo mismo también pertenezco. No podía entonces continuar manteniendo la apoteosis o, como dice Lezama Lima, ese zenit del significante, de la palabra. Como el resto de lo real, el barroco ha fracasado. Hoy sólo asistimos a su caída, a su decaer. Ha terminado el barroco de oro, el de la incandescencia.

¿Cuál es el efecto de esta caída en tu escritura?

Que ha pasado a ser más lineal. Quiero que en lo adelante el lector sepa rápido lo que pretendo y que sea introducido rápido en lo que veo.

A diferencia de las novelas que se publican actualmente, que no son en su mayoría sino afanosas autobiografías disfrazadas, tu novela posee la singular virtud de concederle libertad al imaginario. ¿Cómo trabajas? ¿Cuál es el punto de partida de tu escritura?

Pondré como ejemplo el libro en el que trabajo. Presencié de golpe un paisaje en mi imaginación. No puedo distinguir si era en California, en las Canarias, en Cuba o en Miami. Un paisaje de playa, con palmeras que al instante traté de describir. Había gente que corría, deportistas, un ambiente un poco a lo David Hockney… Y luego, como desde una vista aérea, vi arrecifes muy rojos, una autopista, un aeropuerto grande como el Roissy… A menudo percibía signos extraños sobre los arrecifes, algunos evocaban aves, otros dibujaban especies de nudos. ¿Qué significaban estos signos?, me preguntaba. ¿Emblemas de una colonia de naturistas, de nudistas? ¿Bajorrelieves en piedra dejados por los aborígenes? ¿Se trataría de la maqueta de una construcción subterránea, la casa de un arquitecto utopista ideada para vivir alejado de todos? Sucedió que efectivamente apareció un arquitecto en una casa de tres pisos circulares construida por él mismo, y fue entonces que se desató, como a menudo en mis libros, un ciclón terrible. Todo se inundó, el lugar en el que se hallaba la casa, que resultó ser el viejo cráter de un volcán, se transforma en un pozo de sal…

Así es como percibo el encadenamiento de los sucesos y como progresa el libro, pero… ya que el barroco es un realismo (observemos con qué minuciosidad, con qué realismo son pintados los pies en los lienzos de un Caravaggio), la casa que he descrito existe en la realidad, ideada por el arquitecto César Manrique, en Canarias, sobre el cráter de un volcán.

En mis libros hay un desencadenamiento y una formidable deriva de imágenes, pero también existe, al mismo tiempo, una especie de anclaje que lo afianza con lo real. Para que me comprendas mejor evocaré el aspecto desorientado de los cuadros de De Chirico: un racimo de plátanos junto a una Venus griega bajo un capitel corintio, y, muy presente, un reloj que marca las tres en punto… La hora, en este caso, constituye el anclaje al que me he referido: una fijación bien concreta en el mundo físico y en el tiempo.

Rothko y Wifredo Lam

Lo visual tiene evidentemente una función importante en tu escritura. Es difícil dejar de hablar de tu segunda actividad creadora, la pintura… ¿Cuándo y por qué pasas de la pintura a la escritura, y a la inversa?

Diría simplemente que la pintura es mi razón de vivir. No podría respirar sin Rothko y sin su Rojo naranja sobre fondo rojo. Sin ellos, la debilidad y la falta de energía, los temas de mi próximo libro, ya me habrían devorado. El color cura. Rothko no es otra cosa para mí sino el rostro de Dios.

¿Cómo y cuándo, desde entonces, la escritura ha podido conectarse sobre las imágenes y la pintura? Cuando comprendí que, sentado a la mesa, con el lápiz en la mano y acometiendo el gesto para escribir, la energía que venía de los hombros (y de más lejos, del sexo), que pasaba a través del puño, esa energía minúscula era la misma que aquella que atraviesa el cuerpo del pintor. La decisión ínfima apareció en un instante: tú puedes dibujar o pintar o escribir. La franja entre esas tres actividades tan materiales es imperceptible. Pero si las pulsiones, si las energías, son idénticas, los resultados son muy diferentes. Mis pequeños cuadros de los comienzos podrían aún evocar los signos gráficos de la escritura; ahora trabajo sobre grandes formatos de una pintura completamente abstracta.

Además de Rothko, agrego otro pintor que me ha marcado mucho: mi compatriota Wifredo Lam. Su dibujo se encuentra cerca de la caligrafía. Es necesario recordar que la diferencia entre pintura y escritura es un fenómeno relativamente reciente (los manuscritos de la Edad Media estaban coloreados) y típicamente occidental.

¿Ves mucha pintura contemporánea?

Paradójicamente, aunque la pintura me ayuda a vivir, ya no asisto a las exposiciones de mis contemporáneos.

Sin pretender ofender a ninguno de nuestros amigos, creo que al mismo tiempo que la Unión Soviética se desmorona, al mismo tiempo que desaparece, el mundo de aquellos pintores que alguna vez ensalzamos (nosotros, para subrayar nuestra responsabilidad, la mía, la tuya, la de Marcelin Pleynet, la de Catherine Millet, la de art press…) y del que disfrutamos durante muchos años, también se deshace con la misma rapidez que el mundo ideológico que lo sostenía. Un mismo proceso ha hecho palidecer el mundo ideológico y el plástico a la vez. ¿Habrá un lazo directo entre estos dos fenómenos? En todo caso, son paralelos. Y el acta del proceso es irrefutable.

En resumen, ya no asisto a las galerías porque ya no disfruto. La evolución de los pintores que en una época preferimos ha sido catastrófica. Imagina cómo puede ser la tristeza de alguien que cree –y es mi caso– que la pintura lo precede todo. Todas las otras artes, y hasta la ciencia.

Puedo enjuiciar este fenómeno gracias a mis obsesiones por la topología, la cosmología, la astronomía… Para mí, en principio, la pintura anuncia los próximos descubrimientos de la ciencia. Es obvio, pues, que hoy me interese la obra de alguien como Mandelbrot, y los lazos que unen al arte con ciertas topologías matemáticas.

El sueño decepcionado de la “cuarta dimensión”

Que las cosas estén claras: no creo que pueda hacerse un arte fractal (sobre este tema, aconsejo un trabajo apasionante de Guinsburg reseñado en art press), al no ser que se practique con máquinas sofisticadas. Pero quisiera citar un antecedente en la historia del arte que da una idea de las relaciones fecundas que este mantiene a menudo con las ciencias. En un momento determinado del siglo, algunos pintores –pienso sobre todo en Duchamp, en Matta– quisieron pintar la cuarta dimensión, pues ese era el concepto matemático de moda. Duchamp, por ejemplo, se aventuró al hacer su Mariée. Evidentemente, no creo que haya llegado a pintar esa famosa cuarta dimensión, como tampoco creo que esta pueda ser visualizada. Pero estoy convencido de que su imaginario estuvo fecundado por el concepto de cuarta dimensión y que su Mariée le debe mucho a esto. Hoy podría producirse el mismo fenómeno con el arte fractal y con sus objetos. Podrían nacer obras tan importantes como las de Duchamp.

Mis novelas también se nutren de forma lúdica con nociones extraídas del campo científico y tratadas de una manera literal. En Cobra, las Enanas blancas son verdaderas pequeñas enanas blancas. Creo que Shirley Temple fue la última de las enanas blancas. Es obvio que la niña que atraviesa La ronde de nuit de Rembrandt es también una de ellas. Un astrónomo o un cosmólogo nos diría que son estrellas contraídas. Tal vez la Infanta de Velázquez, la Menina, sea igualmente una enana blanca. Una enana albina sería por supuesto el colmo de la enana blanca… Las otras estrellas que todos llaman Gigantes rojas son para mí enormes travestis de cabelleras teñidas con alheña.

En fin, la pintura permite ver más lejos que la imagen. Matta dijo que quería pintar lo invisible, lo impensable. Terminaré con un aforismo cuyo origen es probablemente búdico: “Lo que es no puede ser percibido ni por la conciencia ni por los sentidos”.

Entonces cuesta trabajo pensar… Pidámosle auxilio a San Juan de la Cruz y a Santa Teresa de Ávila.

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