Sergio Pitol
Sergio Pitol

“El final es un poco político”, confiesa Sergio Pitol al referirse a su novela El desfile del amor en una entrevista de 1990 con Jesús Salas-Elorza. “Yo creo que quería señalar que la derecha no cambia nunca en México, no cambia de tácticas […]. Un poco he aludido al temor que siempre me han producido estas fuerzas oscuras de México, que siempre están presentes, que siempre están escondidas, que siempre están preparando militarmente a gente.”

Pudiera parecer lo contrario, pero lo político en Sergio Pitol no es tema de segunda categoría. Si bien toda su primera narrativa, la que parte y se centra en el México profundo posrevolucionario, depende obviamente del olor a sangre y a casa quemada, y de los fantasmas no mencionados de Zapata, Porfirio Díaz y Madero, la parte de su obra de ficción que se abre cuando toma un barco y se aleja de costas americanas tampoco será ajena a los tejemanejes de la política.

El cuento “Un hilo entre los hombres”, escrito ya en Europa en 1963, trabaja todo el tiempo sobre esa relación edípica que determina los más drásticos cambios generacionales. Gabriel, un joven de provincia que no llega a los veinte años, vive fascinado con la figura de su abuelo, un diplomático retirado y hombre cultísimo, en cuya casa capitalina reside mientras cursa sus estudios de Derecho. Este ambiente de admiración termina cascándose cuando el joven le solicita que interceda, al menos con una llamada telefónica, por la liberación de un amigo detenido por la policía política tras los recientes actos vandálicos perpetrados por los estudiantes contra las instituciones del Gobierno.

A pesar de su supuesta visión de hombre de mundo y de sus lecturas del Heptaplomeres, libro en el que Jean Bodin, más conocido como Bodino, defendiera la libertad de pensamiento y el derecho a profesar cualquier fe religiosa, el docto señor rehúsa el pedido de su nieto con argumentos sobre el valor del orden constitucional establecido e invectivas contra los movimientos estudiantiles y contra supuestas “fuerzas oscuras que pretendían abolir, destruir, minar el orden legal”.

Nada más cercano que este relato precursor de Sergio Pitol –por su acritud, por la acentuación de la diferencia padre-hijo– a lo que ocurriría en México durante las matanzas de estudiantes de octubre de 1968 y de junio de 1971, ambas en tiempos del hegemónico Partido Revolucionario Institucional, de supuesto corte progresista, un tema que ha sido motivo de no poca literatura en ese país.

Cercano al ambiente fracturado de Padres e hijos, de Turguéniev, e incluso al relato anterior que Rousseau hiciera en sus Confesiones sobre un padre y un hijo, cada uno perteneciente a un bando político diferente, que se despiden solemnemente antes de partir a la lucha durante los disturbios de la República suiza en 1737 (“para encontrarse tal vez una hora más tarde, el uno frente al otro y obligados a degollarse entre sí”, como escribiera luego en sus Cartas desde la montaña), este texto de Pitol que da rienda suelta a la desilusión juvenil, propone el degollamiento simbólico del “viejo sabio y engreído”, el cierre de un ciclo republicano y la entrada de nuevas formas, menos pomposas, de hacer lo político.

Pero no todo queda en el conocido hartazgo pitoliano por lo establecido, entreverado en sus primeros cuentos de San Rafael. En un momento de “Un hilo entre los hombres” sabemos de los vagabundeos de Gabriel con sus amigos, con Marta, su novia, de sus discusiones sobre si El laberinto de la soledad, libro de Octavio Paz que venía de ser publicado, podía ser considerado un texto “definitivo” o, más punzantemente, si el socialismo como corriente política aplicada a la sociedad podía disminuir al escritor y al artista…

Si asumimos este relato como eminentemente biográfico y acordamos maquínicamente, pues, que Gabriel es Pitol y Carlos Monsiváis y José Emilio Pacheco y tantos otros de los jóvenes que a finales de los años cincuenta se planteaban los dilemas que la Guerra Fría arrastraba consigo, entonces podemos entender una inquietud que se manifiesta en este hombre de izquierdas a lo largo de toda su obra: la preocupante tendencia del socialismo hacia variados tipos de autoritarismos.

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“Éramos antidogmáticos por naturaleza –confiesa Pitol en el testimonio “Con Monsiváis, el joven”, incluido en El arte de la fuga–. Un libro de E. M. Forster se convirtió en mi guía espiritual: Two Cheers for Democracy; desde entonces lo mantengo siempre a mi lado”.

En 1991, tras la publicación de La vida conyugal, el escritor se extiende sobre esa etapa de actividad política en su vida mexicana, en una entrevista publicada por Héctor Orestes Aguilar en Revista de la Universidad de México: “entre 1955 y 1961 yo sentía que vivíamos en un medio muy opresivo culturalmente […]. Recuerdo un año, el último de mi estancia en México (debió haber sido 1960), en que frecuenté los círculos de la izquierda política. Estaban llenos de buenas intenciones, de fórmulas románticas que muy poco tenían que ver con la realidad. Mi despertar a la vida en muchos aspectos, incluido el político, fue mi viaje a Italia.”

De manera que hay un claro parteaguas entre la etapa de mediano activismo de Sergio Pitol y su concentración en temas más literarios –la edición, la traducción, la escritura misma, a los que se dedicó en su primera etapa europea–, aunque, como veremos, nunca desligado de su pensamiento político antitotalitario.

Cuba y su reciente revolución no estarán ajenas a este proceso de euforia, curioseo y decantación.

El 2 de enero de 1959, a pocas horas de la huida de Fulgencio Batista e incluso seis días antes de la entrada en la capital del mismísimo Fidel Castro, ya Carlos Fuentes llegaba a La Habana. Exactamente un mes más tarde arribaba Jaime García Terrés, director de Revista de la Universidad de México, y en la capital permanecería dos semanas, justo hasta el 15 de febrero.

Ambos pertenecen a la enorme lista de fellow travellers que, junto a Jean Paul Sartre y Michel Leiris, Julio Cortázar y Lisa Howard, Kingsley Martin, John William Cooke o Hans Magnus Enzensberger, entre tantos otros, desembarcaron en la isla para constatar por cuenta propia los entresijos de la naciente revolución, no mucho tiempo después convertida en autocracia.

Para marzo de ese mismo año, lo que demuestra con qué febril pasión se movían las conciencias en aquel momento, aparece el número 7 (volumen XIII) de la Revista de la Universidad de México, dedicado en su totalidad a la Revolución cubana; una enorme foto de Castro, sonriente, levantando el brazo derecho, sosteniendo un fusil con el izquierdo, engalanaba la portada de este mensuario dedicado a la literatura y a las ideas.

Pues aquí aparecerá, entre otros, el ilusionado ensayo de Carlos Fuentes “América Latina y Estados Unidos. Notas para un panorama”, que ¡a dos meses del triunfo!, veía a la Revolución cubana como una “avanzada de la Revolución democrática en todos los países del Continente”; así como el texto “Revolución sin generales”, publicado en el diario The Nation, apenas el 17 de enero de 1959, por el veterano periodista estadounidense Carleton Beals, donde relata esa Habana de los primeros días como “una aparente Meca de profetas bíblicos”, y a la vez alerta sobre los riesgos de “un incompetente o recalcitrante caudillaje”.

Mientras Beals aplaudía la sentencia de líder cubano de que aquella revolución “no ha producido ni un solo general, ni lo hará”, Fuentes criticaba a las agencias internacionales de prensa que “transforman a Fidel Castro en un Robespierre tropical”.

Pero tal vez el texto más interesante, como testimonio, como fotografía, como generador de ficciones, dentro de la totalidad de trabajos que completan este número sea “Diario de un escritor en La Habana”, del mismo García Terrés: un recuento del día a día de un intelectual latinoamericano que, al no insistir como tantos otros en entrevistar a Fidel Castro en su refugio de la suite 2324 del hotel Habana Hilton, pretende imprimirle a su visita, y así lo deja escrito en su última entrada, un aire de vagabundeo –como el de los jóvenes personajes de Sergio Pitol en “Un hilo entre los hombres”–, sobre una ciudad física y letrada, de pesquisa libertaria, sobre todo apegada a la gente, como se suponía que fuera toda revolución desde 1789.

Y he aquí que regresamos a Pitol de la mano de un compatriota suyo: al día siguiente de la llegada de García Terrés, leemos en su bitácora: “Es obvia la unanimidad de la opinión en torno a Fidel Castro. Quien con más, quien con menos entusiasmo, todos los cubanos que he conocido –desde los choferes de taxi hasta los bien vestidos parroquianos del restaurante La Zaragozana, pasando por los dependientes de las casas de comercio, los voceadores de periódicos, el público de los cines, los meseros de los bares y la guapa muchacha que me vende cigarrillos en un expendio de la calle 23–, todos sin excepción aplauden lo que Fidel significa, declaran su simpatía por la revolución…”

Del fulgor, el encantamiento y la euforia, ya teníamos noticia, pero no nos esperábamos esta reaparición hasardeuse del célebre restaurante que en 1952 visitara Sergio Pitol, a punto de cumplir 18 años, durante una visita cargada de resonancias sensuales, y al cual regresará cincuenta años más tarde.

El domingo 15 de febrero, último día de su estancia en La Habana, García Terrés escribe: “Mientras camino por La Habana Vieja, a lo largo de estrechas callejuelas que van a desembocar al mar, calculo la hondura de la experiencia obtenida en estas dos semanas, y me siento satisfecho”.

¿Podemos darle a estas palabras una lectura menos apegada a la letra?

¿Podríamos acaso endosarle esta confesión a Sergio Pitol, otro deambulador de la capital cubana, con zapatos ajenos y dulce fatiga en el cuerpo? ¿Acaso una lectura carnal, trastrocada, despojada de su sentido político, que nos regrese al mexicano que gozó en el Shanghai, que perdió toda noción de la realidad y que amaneció al otro día en un sitio al que no supo cómo llegó ni con quién?

Cuando la Revolución cubana inicia su proceso de institucionalización, ya Sergio Pitol no está allí, ni siquiera está en Ciudad México (“ese despacho abogadil, artístico y cabaretero”, al decir de Monsiváis), ha cruzado el Atlántico; su andadura es otra, su fervor también.

En 1966 Pitol tiene palabras para esta etapa de parteaguas en su Autobiografía precoz: “Pensaba ir por uno o dos meses a Cuba, ver de cerca la Revolución. Como no tenía dinero decidí vender algún cuadro. […] Pero unos días después de tomada esa decisión se me ocurrió que podía vender todos los cuadros y hacer un viaje más largo, quizás volver a Nueva York, donde había pasado unas vacaciones dos años atrás, quizás llegar hasta Europa, hacer por fin aquel contacto que me parecía indispensable.”

De manera que la Revolución quedó atrás en todos los sentidos, como tema de sus cuentos, como señuelo para el hombre de izquierdas y como necesidad de experiencia. En lugar de torcer hacia Cuba, el 24 de junio de 1961 Sergio Pitol se estaba embarcando en el Marburg, un carguero alemán donde podían viajar también algunos pasajeros, rumbo a Europa. “En el barco sentí volver a respirar”.

Quince años después de su estancia reveladora en la capital cubana, en 1974, según su propio testimonio en El teatro de los acontecimientos, Jaime García Terrés regresaba a La Habana: “Para entonces las cosas habían cambiado en forma considerable. […] No tuve oportunidad de visitar las cárceles, pero se transparentaba la represión y era pública la apostasía, en diversos grados, de muchos de los revolucionarios originales.”

Desconocemos si García Terrés regresó en algún momento a aquel restaurante, La Zaragozana, y, como mismo ocurriera con Sergio Pitol en “Diario de La Pradera”, si constató in situ la vida en falso de los sitios para turistas y, de paso, ese “gusto del pasado, como en las mejores películas de Lubitsch.”

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