Ansel Adams

llegamos al mediodía, con calor fuerte, por una carretera pelada y arenosa, como esas de las narraciones de Faulkner. llegamos a la finca de aquel hombre. él se sentó en cuclillas y, mientras fumaba, nos contó muchas cosas sobre los perros de pelea. alrededor, había jaulas con palomas, gallinas, gavilanes y otros pájaros. yo empecé a sentir que estaba, y que no necesitaba nada más. había un tul, una niebla, un muro transparente entre la verdad del mundo de donde yo venía y aquel hombre. él, en su trono en cuclillas, con su renuncia, sentía –como Gauguin– el peso de sus zuecos de made­ra resonar en el piso de granito. era él y todo era suyo. durante la tarde contemplé los tonos que pasaban por el cielo de abril y los árboles, que tantas veces ya se me habían ido de la imaginación; me conectaba con la naturaleza por primera vez y me decodificaba. estar callados en esa atmósfera, el peso del viento y su silencio, el sonido de los animales a mi alrededor. pasé mucho tiempo para adaptarme y ser, para fundir mi presencia e integrarme, para saber dónde estaba la línea que me comenzaba y me ponía fin, y dejar de ser un personaje que llega y sigue fuera en su papel de espectador frente a la película, papel cotidiano que entabla el hombre moderno con la naturaleza y el resto de los objetos. quería que me sugiriera una forma diferente de aceptar un medio y estar en él. cuando leo a los escritores del siglo pasado, siento ese espacio entre el hombre y su contorno, todavía no viciado por la objetivación de un lenguaje que ha convertido los sentimientos en fórmulas para llenar el vacío, porque cuando los leo, siento que entre una línea y otra, entre una frase y otra, entre un suspiro y la contemplación, hay un espacio abierto donde se puede estar, una calma que no tiene sentimientos establecidos de antemano para ser. ahora, aquí, volvía por ese camino y un perdiguero –salido también de un cuadro romántico– venía conmigo. yo me acostaba en la yerba y sentía su humedad, todavía no miraba directamente arriba, al cielo abierto, sino que la cerca se interponía entre mi sensación y lo alto, y en el centro del campo, rodeado por sus jaulas, ese hombre receloso, desconfiado, escondiendo ingenuamente su bondad y su maldad, como un señor, como un rey. cuando por fin llegué a él, no pude menos que hacer una comparación: los otros hombres que conozco, con sus personalidades efímeras, ambiciosas, son jugueticos frágiles de su tiempo, están medidos por la necesidad aparente de ser. ¿qué les faltaba? la gallardía –pensé, mientras el padre Jerónimo sacaba de la pata del león aquella espina que lo consagró como un santo–; les faltaba ir al encuentro de su destino con gallardía y serían incapaces de sacar una espina de la punta de mi dedo y arruinarían así la cruz del paisaje sin conmiseración, pobres diablos. pero este hombre, ajeno aún a la incapacidad, acechado sólo por las pequeñas plantas y los sargazos, cauteloso sobre las hojas secas, me enseñaba que hay una perfecta armonía y un sentimiento místico de deseo en la región de las colinas y que ningún otro camino es real. algún tiempo después volví a visitarlo y le llevé mi escrito, no me mandó a sentar, constantemente levantaba la vista y vigilaba a sus perros que alrededor se entrenaban. yo estaba insegura pero seguí leyendo, creo que no me oyó, que no le dije nada, o que no le hacía falta.

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REINA MARÍA RODRÍGUEZ
Reina María Rodríguez (La Habana, 1952). Poeta. Entre sus libros destacan: Para un cordero blanco (1984), En la arena de Padua (1992), Páramos (1995), Te daré de comer como a los pájaros (2000), Variedades de Galiano (2007), Otras mitologías (2012) y Travelling (Rialta Ediciones, 2018). Ha recibido en dos ocasiones el Premio Casa de las Américas, así como el Premio de la Crítica en Cuba, la Orden de Artes y Letras de Francia con grado de Caballero (1999), el Premio Nacional de Literatura de Cuba (2013) y el Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda (2014). Dirige en La Habana el prestigioso espacio de promoción de la literatura Torre de Letras.

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