Severo Sarduy.
Severo Sarduy.

Hacia el final de Sombras –el último texto que escribió antes de sucumbir a la tuberculosis que lo había devastado durante décadas– D. H. Lawrence apuesta por renacer “en manos del Dios desconocido”, una poderosa imagen que nada tiene que ver con las habituales promesas del dogma cristiano, sino más bien con la herejía gnóstica y ciertas doctrinas místicas extremas que la ortodoxia ha contemplado siempre con la mayor desconfianza. Algo de esto también hay, sin duda, en los extraordinarios fragmentos que Severo Sarduy agrupó bajo el muy apropiado título de El estampido de la vacuidad.

Se trata de una miscelánea deslumbrante, acaso única en la tradición latinoamericana,[1] que combina reflexiones sobre la experiencia mística (en el cristianismo y el budismo zen), agudos comentarios sobre literatura, artes plásticas y filosofía, viñetas autobiográficas y consideraciones sobre la enfermedad que aquejaba al escritor.

Desde el principio Sarduy invoca la gran sombra de aquel que considera el mayor poeta en lengua española de todos los tiempos: San Juan de la Cruz. En efecto, muchos de estos aforismos pueden leerse como glosas concisas y deslumbrantes al Cántico espiritual y la Subida al monte Carmelo. Sin embargo, este comentarista terminal no tiene nada en común con la dogmática complacencia de sus predecesores. Lo que tenemos aquí es un hombre absolutamente angustiado, que se identifica con las tribulaciones del místico español y descubre en sus obras una doctrina soteriológica en cuyo centro se agazapa una divinidad abisal, un Dios oculto, insondable e inaccesible que por momentos no se diferencia demasiado de la nada.

Esta docta ignorancia (necesario fundamento de la así llamada teología negativa)[2] fascina a Sarduy y engendra un texto comparable –por su audacia conceptual[3] y esplendor verbal– a los de la mística española. Claro, se trata de una religiosidad eminentemente antidogmática que no desdeña tomar lo que le atrae de otras tradiciones, en particular de las complejas concepciones budistas sobre “la plenitud del vacío”, tan cercanas a la prédica de heresiarcas occidentales como Miguel de Molinos, cuya famosa Guía espiritual fue muy apreciada por Lezama y Sarduy. Así, junto a las metáforas características del discurso apofático cristiano encontramos ciertas inquietantes consideraciones inspiradas por el budismo que dejan traslucir un escepticismo epistemológico radical.

Por lo demás, sería un error suponer que estos aforismos sólo se ocupan de problemas teológicos: la escritura y sus procedimientos obsesionaron a Sarduy incluso en esta etapa postrera de su existencia.

Así, en su exégesis de San Juan de la Cruz, pasa de la hermenéutica doctrinal a sutiles observaciones sobre poética, como cuando opone la literatura técnicamente refinada (cuyo objetivo es simplemente deslumbrar al lector) a la sublime, cuya aterradora intensidad a menudo implica cierta aspereza e incluso fealdad en su composición: Moby Dick, Los hermanos Karamazov y, por supuesto, el Cántico espiritual. Pero el comentario realmente asombroso se produce más adelante, cuando, tras haber elogiado la elegancia del estilo de Cioran, sostiene que el supuesto nihilismo del famoso pensador rumano no era tan extremo como muchos pensaban pues encontraba en él “más allá de la desesperanza total, algo que persiste, una fe. En el lenguaje y sus facultades, en la palabra”. Según Sarduy, entonces, “hay que interpretar, en función de lo precedente, el silencio final de Buda”.

Se trata de un fragmento esencial para comprender la meditación sobre la naturaleza del conocimiento que se despliega en estas páginas: el desolado escritor comprende perfectamente que tanto el escepticismo más profundo como la plenitud de la experiencia mística están más allá de lo que puede transmitir el lenguaje pero, a pesar de todo, no puede renunciar a la literatura e intenta recoger algo de ese fulgor que cree haber percibido.[4]

En cualquier caso, Sarduy no se decide completamente en ningún momento y junto a fragmentos de intensa religiosidad encontramos otros que denotan un nihilismo no menos acendrado. Al final, ni la fe ni su negación son suficientes para Sarduy y sólo la escritura misma (“para nada, sin motivación ni destino, sin demostraciones teóricas, trama ni ficción, ni lectores, ni esfuerzos literarios ni estéticos”) parece complacerle: el último reducto de un artista genuino ante los embates de la enfermedad y la desdicha.

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Notas:

[1] Una tradición en la que el aforismo, la máxima y otras formas breves eminentemente francesas no han tenido demasiada fortuna.

[2] Con un linaje que se remonta como mínimo a Plotino y continúa en los textos de Pseudo Dionisio el Areopagita, Meister Eckhart y Angelus Silesius.

[3] Como cuando afirma que “el ser de la divinidad es precisamente lo no manifiesto, lo que no tiene acceso al mundo de los fenómenos ni a la percepción”.

[4] Aunque a menudo el texto se socava a sí mismo y cuestiona la realidad de estas percepciones: después de todo, era difícil para un tipo tan influenciado por el posestructuralismo admitir que existiese algo fuera del lenguaje y sus trampas.

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