Una nota al comienzo de la película Santa y Andrés, el segundo largometraje de Carlos Lechuga, declara las referencias históricas que motivaron su argumento:

En los inicios del proceso revolucionario cubano el gobierno se dispuso a enmendar cualquier atisbo de lacra social que empañara los logros del socialismo naciente. Ante esos criterios, muchos religiosos, artistas, homosexuales y escritores fueron considerados inspiradores de ideas ajenas a la moral comunista y recluidos en campamentos para ser reformados, a veces encarcelados o privados de sus libertades fundamentales y condenados al ostracismo.

Grandes artistas de Cuba abandonaron la isla, otros se quedaron y con el tiempo rescataron el espacio que les pertenecía, sin embargo, hubo algunos a los que ni siquiera el paso de los años pudo devolverles el lugar que les correspondía en la sociedad.

Nunca fueron confiables.

En entrevistas concedidas por el director con antelación a las primeras presentaciones de este largometraje, se hace referencia a las particularidades de la nueva producción, y, en sentido general, a las condiciones que enfrentan los realizadores cinematográficos cubanos para poder llevar a cabo sus proyectos. Entrevistado por Andy Muñoz Alfonso (“Carlos Lechuga: «mucha gente se sentirá identificada con mi película»”), reconoce que su preparación como cineasta en escuelas cubanas como la Facultad de Arte de los Medios de Comunicación Audiovisual de la Universidad de las Artes (FAMCA), y la Escuela de San Antonio de los Baños (EICTV), “se la debo a la [R]evolución porque no pagué nada por mi formación”. Sin embargo, desde el comienzo de su carrera profesional, dadas las dificultades para materializar sus proyectos con el Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC) –por la falta de “una política clara de cómo uno hace una película”, la inexistencia, por ejemplo, de un fondo que permitiera convocatorias a concursos para financiar los mejores proyectos, etc.– Lechuga recurrió a las alternativas de financiamiento, producción y distribución que han permitido el desarrollo del movimiento de cine independiente. A la pregunta de si la “[i]ndependencia del ICAIC significa necesariamente independencia de pensamiento”, Lechuga responde: “No creo que la independencia tenga que ver con temas más candentes o no. Hay un poco de cliché con independencia y querer hacerse el pillo políticamente.” Contrasta el hecho de que se propicie la filmación de películas como Rápido y furioso, pero se cierren los cines 3D “para cuidarle el gusto a la población” o se limite la proyección de filmes como Melaza, su primer largometraje, el cual el “ICAIC no estaba muy interesado en exhibir”. Esta experiencia lo había hecho acercarse al tema de la censura y a materiales documentales como Conducta impropia (de Néstor Almendros y Orlando Jiménez Leal) y Seres extravagantes (de Manuel Zayas) donde se presentan figuras como los escritores Reinaldo Arenas o Delfín Prats, quienes por razón de sus preferencias sexuales, sus posiciones políticas y otras actitudes habían sido marginados del proceso revolucionario. A pesar de esta motivación, la intención de Lechuga con Santa y Andrés no sería la de biografiar a algunos de estos escritores. Desde el punto de vista dramático, le preocupa sobre todo exponer la empatía que aflora entre Andrés “escritor, gay, apartado completamente de la Revolución” y Santa, encargada de vigilarlo, pero con su propio pasado de sufrimientos. La finalidad era “no hacerla [la película] desde el odio, sino tratar de ver cómo gente apaleada puede hacer nexos. Quise mostrar personas que a veces no se muestran, héroes un poco ocultos. Y gente valiosa.”

En otra entrevista concedida a Mayté Madruga (“Santa y Andrés: donde habita el olvido”), Lechuga se quejaba de los obstáculos que podía enfrentar una producción independiente en Cuba –después de haber logrado garantizar su financiamiento– como la negación de la autorización para filmar, o de la proyección en los cines, independientemente de la calidad estética de las obras. En este sentido plantea una inquietud de muchos cineastas: “¿qué es peor, una película cubana que no está en sintonía con el parecer de las altas esferas, o una película ajena a la realidad nacional que incentive el colonialismo, etc.?” En referencia al tratamiento de los acontecimientos que le sirven de motivación a Santa y Andrés, Lechuga reconoce entre sus inquietudes un intento de recuperación de la memoria (“No se puede olvidar, pero sobre todo para no repetir los mismos errores”, y más adelante, “Santa y Andrés promueve la unión entre los cubanos, entre las familias. Y los ochenta fueron unos años muy duros. De separación. De odio.”) No obstante, de cara a la recepción y al significado de la película, Lechuga intenta enfocarse en el drama humano y en este plano espera se establezca el vínculo con los espectadores: “Me alegraría de que en el transcurso de la proyección, si hay alguien en la sala que ha sufrido o se siente identificado con la obra, se sienta un poco menos solo. Más acompañado.”

Más allá del modo en que artísticamente había sido abordado el tema por Carlos Lechuga, la interpretación y los comentarios acerca de la película se centraron predominantemente en la alusión a los antecedentes históricos y a las connotaciones políticas de su tratamiento en la obra. En estos términos se desataría un debate, exacerbado por la prohibición de la presentación de Santa y Andrés en el Festival Internacional de Cine de La Habana en su edición de diciembre de 2016.

En respuesta a los comentarios aparecidos en la prensa y a las declaraciones del director de la película, Arthur González discute en “¿Cine independientes [sic] de quién?” la veracidad y la justicia de la denuncia expuesta en el filme o expresada a propósito de este. Sugiere que la obra de Lechuga contaba con un respaldo, inexistente para otros filmes cubanos, que le había garantizado una difusión amplia y expedita en el ámbito internacional. En su criterio, Santa y Andrés refleja “una persecución política y agresiones que en la Isla no han tenido lugar”, aunque reconoce que “ante determinadas posiciones asumidas por algunos intelectuales, en momentos históricos que no pueden sacarse de contexto para su análisis, se cometieron errores rectificados con creces”. La visión expuesta en el filme y las declaraciones de su director contrasta con el legado de la Revolución cubana en el ámbito de la cultura, en particular el sistema de escuelas de arte, en donde se había formado el director de la película para luego pasar a la “Escuela Latinoamericana de Cine, fundada y sufragada por el gobierno del que ahora desea independizarse”. González refiere la existencia de una estrategia subversiva del gobierno de los Estados Unidos para desmontar el socialismo en Cuba que se remonta a los años ochenta del pasado siglo y está orientada a ejercer la influencia en el campo de la cultura y las ciencias sociales. El surgimiento de proyectos y agrupaciones calificados de “independientes” en años más recientes da continuidad a esa política, pues de la alianza de esas iniciativas con instituciones y gobiernos extranjeros de los que recaban financiamiento y apoyo, se conforman ideas que “coinciden, «fortuitamente», con los esbozados desde la década de los años 80 del siglo XX por Estados Unidos con su Programa Democracia”. El desarrollo del cine “independiente” en Cuba se inscribe para González en esta estrategia con la colaboración de algunas ONG y embajadas europeas, las cuales brindan financiamiento a jóvenes realizadores “formados por la Revolución que no conocieron penurias, calamidades y necesidades de la etapa capitalista de Cuba”, y cuyas producciones “pretenden lacerar la obra revolucionaria, mediante la manipulación de la verdad y amplificación de errores cometidos”. En el caso de Santa y Andrés, que “pretende enturbiar la obra revolucionaria”, este apoyo había provenido de la “embajada de Noruega en la Habana, la coproducción del colombiano Gustavo Pazmin y del francés Samuel Chauvin”, además de participar en varios talleres internacionales durante la producción y contar con “la amplia divulgación en sitios anticubanos como Martí Noticias, Diario de Cuba, el periódico digital 14 y Medio, creado por la CIA para Yoani Sánchez, y la revista «independiente» Cuba Posible”. Con respecto a la denuncia expuesta en el filme se argumenta que los actos discriminatorios a las personas por su orientación sexual en los países capitalistas debieran disuadir a aquellos que pretenden evaluar acciones de esa naturaleza acontecidas en Cuba. Aún más, González insiste en desautorizar las denuncias de la represión de los intelectuales en Cuba, pues “la persecución verdadera por ideas políticas fue puesta en marcha durante la llamada Guerra Fría en el país que dice ser «campeón de los derechos humanos»”. En el contexto de este conflicto este-oeste se promovió por funcionarios del gobierno estadounidense –como Zbigniew Brzezinski, asesor de seguridad nacional en el gobierno de James Carter– una política de distención encaminada a provocar un cambio gradual y desde dentro en las sociedades del campo socialista. En fecha más reciente se expresaban en términos análogos los intereses del gobierno de los Estados Unidos en el acercamiento que se produjo a partir del 17 de diciembre de 2014. González sugiere que las condiciones de la producción de Santa y Andrés, y el tema que aborda confirman la vigencia de esta estrategia.

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Las acusaciones que en este artículo se habían formulado concitaron respuestas inmediatas. El propio director del filme desde Facebook calificaba el texto de Arthur González de “ofensivo y con muchos errores” y declaraba: “[e]mpiezan las difamaciones y los ataques. Sé que en el futuro voy a recibir muchos más. No sólo atacan a Santa y Andrés, esta es una crítica y un ataque contra todo el cine independiente.” El financiamiento con que había contado la película, sumado al premio recibido por el guion, había sido aportado por Ibermedia, “un programa intergubernamental del cual Cuba como país forma parte”. El director de cine Kiki Álvarez cuestionaba una lectura que pretendía hacer de uno de los personajes y sus expresiones de violenta intolerancia tipos característicos o representantes de la Revolución en su conjunto y alertaba que “[e]l arte es un espejo que no siempre nos devuelve nuestra mejor imagen, pero cuando esto sucede lo que nos propone es tomar distancia y reflexionar”.

Mientras acontecía este debate acerca de la película de Carlos Lechuga, las autoridades encargadas de la organización del Festival Internacional de Cine de La Habana comunicaban la decisión de vetar la participación del filme en la 38va. edición de ese foro, a celebrarse en diciembre de 2016.

Al hacerse pública esta prohibición en la conferencia de prensa donde se informó sobre las películas que participarían en el Festival, varias voces expresaron su oposición a la medida. Alejandro Ríos comentaba las declaraciones de la dirección del Festival y en particular las de Iván Giroud, el principal responsable de su organización, de quien citaba consideraciones acerca de que ese evento “defiende el criterio de ser espacio para filmes que no logran visibilidad en otros circuitos” y, acota Ríos, “sabiendo que excluía lo que parece ser una importante película cubana”, aludía al hecho de que “[n]os llegan materiales que ofrecen acercamientos a temáticas bien complejas de nuestros tiempos como la diversidad, la religión y otros…”

A partir del conocimiento de la decisión oficial, Dean Luis Reyes declara “Yo quiero ver Santa y Andrés” y aprovecha la oportunidad para cuestionar el papel de la censura en relación con el cine cubano más reciente y el de momentos precedentes. Con respecto a producciones más actuales descubre un patrón: “una censura sin declaraciones altisonantes ni dictámenes definitivos”. Se remonta a la censura del corto documental PM en 1961, cuyos términos, de naturaleza política, se hacían explícitos en una declaración de la Comisión de Estudio y Clasificación de Películas. En el caso de Santa y Andrés las razones del veto no se daban a conocer públicamente y Reyes comenta que tal decisión se tomó a pesar de la recomendación de “un grupo de realizadores destacados”, los cuales, convocados por la presidencia del ICAIC para ver y comentar el filme, habían llegado al consenso de que la película debía ser estrenada. Tanto los presupuestos de la censura como la identidad y la legitimidad de las personas que la ejercen han sido un tema de discusión en el medio cinematográfico en los últimos años. Al mismo tiempo, el cine producido en esta etapa, si bien no ha alcanzado la sutileza de Memorias del subdesarrollo en el reflejo del proceso político y social contemporáneo, “se ha atrevido a abordar asuntos graves sin demasiada amabilidad, mucho menos buscando la coartada de una tropología hermética (tan típica del cine de los 90), abandonando la moratoria de la comedia y evitando las salidas optimistas y el arte complaciente que aprueban los burócratas”. La censura, en particular la prohibición de la proyección de Santa y Andrés, puede exacerbar la tendencia a la autocensura y coartar la expresión en un medio artístico ejemplar por “su poder crítico y su capacidad para generar esfera pública, provocar confrontaciones y hacer emerger la inteligencia social”. Reyes comenta un memorando de Tomás Gutiérrez Alea dirigido a Alfredo Guevara a raíz del incidente con PM, en mayo de 1961, donde abogaba, como alternativa a la censura, por la discusión de las inquietudes que las obras pueden sugerir y cuestionaba la centralización de las decisiones en torno al cine. Un poco antes en este artículo se había aludido al hecho de que la proyección del filme Conducta, de Ernesto Daranas, debió contar con la anuencia de la ministra de Educación para ser exhibida, lo que permitió que se suscitara un debate sobre los problemas de la escuela cubana. Ante la posibilidad de que reflexiones de esta naturaleza en torno a una obra artística sean coartadas, Reyes se pregunta: “¿La censura de las películas cubanas no debería estar a cargo de un ente más democrático y diverso que la presidencia del ICAIC o el Ministerio de Cultura? ¿Quién asegura que un ministro y un puñado de altos cargos culturales tienen más autoridad que los creadores mismos, reunidos en comisiones fílmicas? ¿Puede la decisión de una autoridad determinada, por mucho prestigio que posea, anular el enfoque de un colectivo, sobre todo en un ámbito tan complejo como el de los materiales de la expresión artística?”

Esta crítica a los representantes de la institucionalidad encargada de la cultura en el país, promovió una respuesta de Fernando Rojas, viceministro de Cultura. En “Mi derecho inalienable a opinar (Una respuesta a Deán [sic] Luis Reyes)” discute particularmente los argumentos que en torno a la naturaleza de la censura y el papel de las instituciones culturales y sus funcionarios había expuesto este último. Rojas declara categórico que Reyes “no aporta elementos para la comprensión del llevado y traído tema de la censura”. De acuerdo con el primero, el tratamiento de estos temas en “Yo quiero ver Santa y Andrés” acusaba argumentos deficientes, omisiones inexcusables y posturas superficiales. Así, por ejemplo, la riqueza de Palabras a los intelectuales se reduce en el texto “a una «expresión influyente»”; “[e]l derecho institucional se sustituye por la «autoridad» de un colectivo o de la «sociedad», enfoque que por demás no esclarece cómo resolver el asunto en términos prácticos”; mientras que “la ausencia de una posición clara al considerar el ejercicio de la prerrogativa institucional que se niega se convierte en una pose anarquizante”. Reyes olvidaba considerar la circunstancia política que enfrenta el proceso revolucionario, hostigado por los Estados Unidos, un escenario que para Rojas no debe ser mencionado reiteradamente, pero que, al eludirlo, el debate sobre la censura pierde objetividad y “se apuesta por una promoción del arte que rechaza la existencia de principios en la política cultural y se priva a esta de su conexión orgánica con los propósitos de una Revolución como la nuestra”. Rojas, bajo el argumento de que su “olvido es la fuente de no pocos errores”, no acepta excusas para que se haya dejado de tratar el tema sobre la censura en el capitalismo, en donde la hegemonía del mercado “excluye a priori el sentido crítico de cualquier perspectiva emancipadora en el arte y el pensamiento, limita las búsquedas experimentales y cancela cualquier indagación que no resulte en beneficio material neto”. Tanto como se elude la existencia del adversario, del mismo modo la exposición olvida “la larga y exitosa (sí, exitosa) práctica de la política cultural de la Revolución”. Además de señalar esta omisión, se acusa a Dean Luis Reyes de desconocer el papel que las instituciones junto a los creadores realizan en el campo de la cultura. Con el aval de esta labor se justifica “el derecho indiscutible de la Revolución a defenderse y el derecho de la institución a decidir”, como se establecía en Palabras a los intelectuales. Rojas alerta que el desmontaje de la institucionalidad revolucionaria es uno de los propósitos de sus enemigos y aunque acepta que la “vanguardia de los creadores” la evalúe críticamente, aspira a que ello se haga “no para contribuir a su desmontaje, sino para perfeccionarla y consolidarla”. Del mismo modo se señala el peligro de que “confusas nociones ultrademocráticas” y la “verborrea anarquizante” conduzcan a “otorgarle al capitalismo un potencial emancipador que por naturaleza es incapaz de tener”. Entiende que antes de considerar el daño que “una supuesta «ojeriza» [o] un ambiente de censura inexistente” puede provocar en la política cultural, mayores peligros se encuentran en la “irresponsabilidad y una recepción ingenua de «patrocinios» externos malintencionados”. A pesar de los posibles errores, Rojas defiende su actuación personal como funcionario y rechaza que se califique “a mis compañeros como un «puñado de cargos culturales»”; desde las instituciones, por el derecho que les asiste, se toman decisiones “convencidos de que servimos a un pueblo y a una gran causa”.

Dean Luis Reyes acusa recibo de la impugnación de Fernando Rojas, la cual estima falta de argumentos. Las verdaderas intenciones de la réplica habían sido confirmar una censura “no soberana, sino autoritaria”. Si Santa y Andrés contradecía los principios de la política cultural declarada en Palabras a los intelectuales («Dentro de la Revolución todo; contra la Revolución, nada»), Reyes se pregunta si no se traiciona asimismo esa política o el sentido mismo de la Revolución socialista cuando se espera del “acto de recepción del consumidor cultural […] un gesto obsecuente”. Con “Yo quiero ver Santa y Andrés” se había pretendido llamar la atención no sólo del caso puntual de censura de esta película sino de “un problema muy serio, de larga duración […] tenemos casi una decena de largos de ficción y documental sin estreno en los últimos dos años”. La reacción de Rojas al verse interpelado por el texto de Reyes choca con su falta de respuesta a los “tres años de trabajo y propuestas de lealtad del Grupo de los 20 en sus reclamos por tener una Ley de Cine en Cuba”, una propuesta de marco legal para el desarrollo del cine en nuestro país. La renuencia de Rojas en su calidad de representante de la institucionalidad cultural a considerar esta propuesta legislativa encaminada a fijar pautas en este ámbito de la creación artística sí constituye para Reyes “una operación anarquizante sobre las políticas culturales y de programación”. La norma legal que autorizaba al ICAIC a vetar la película –ley 589 del 7 de octubre de 1959, denominada “Creación de la Comisión de Estudio y Clasificación de Películas Cinematográficas y Disolución de la Comisión Revisora”– contiene en su articulado principios como que la “regulación y clasificación no se convierta en un aparato de coacción o de censura que deforme la obra de arte, la haga inaccesible al público y rebaje las posibilidades de información y los derechos reales de nuestro pueblo”, así como “[g]arantizar el más absoluto respeto por la libertad creadora, la expresión de las ideas y el derecho a divulgar la obra cinematográfica y condenar toda forma de discriminación lesiva a este principio, ya en el orden filosófico, científico, o en la de la fe religiosa”. Según Reyes, esta ley suponía ejercer con transparencia la “mediación cultural” de la institución, si bien recuerda que la comisión facultada no existía hacía muchos años. En esta contrarréplica se considera “más terrible” “la labor de zapa que los celosos guardianes de la pureza institucional […] cuando operan con arbitrariedad” que la existencia de una política de desmontaje de la institucionalidad reiterada por Rojas. Los encargados de aplicar la política cultural deciden acerca de “hasta dónde llega «dentro de la Revolución» y «contra la Revolución»”, que en el caso de la decisión sobre Santa y Andrés se había tomado a contrapelo de un grupo de cineastas a los que se les había consultado y a los que los funcionarios no habían convencido con argumentos. La imposición, el abuso de poder amparado en el derecho de ostentar un cargo, tanto como ignorar la opinión de la otra parte, denota, para Reyes, un acto de debilidad, una pérdida de capital político que deja a un lado a un grupo de creadores insatisfechos y se ejerce en nombre de una comunidad privada de su derecho de ver una película que “un puñado de funcionarios vieron, etiquetaron y censuraron”. A Rojas en su decisión como funcionario le faltó autoridad intelectual, en lugar de pensamiento había optado por el dogma, y a la frase atribuida a Lenin a la que este había recurrido (“Te alejarás por la izquierda y regresarás por la derecha”) Reyes le opone una de Rubén Martínez Villena: “Hay que cuidar que la dictadura del proletariado no se convierta en la dictadura del secretariado.”

El debate sobre la censura y el papel de los encargados de ejercerla ocuparon gran parte de la polémica en torno a Santa y Andrés y a su prohibición en el festival de cine. Eduardo del Llano replica con contrargumentos las posibles respuestas a “¿Qué pasa por la mente de los censores?” Su intención es “desentrañar la lógica del delimitador de primaveras”. La pretensión de que los espectadores no se contaminen con un producto ideológicamente perverso o de baja calidad artística sólo consigue aumentar la atracción por lo prohibido y, en cuanto a la calidad de la obra, Del Llano recuerda que los propios cineastas habían recomendado su inclusión en el festival, a diferencia de los censores, quienes “no saben nada de cine y sí mucho de cómo flotar sin hundirse”. La censura, lejos de restarle protagonismo a los realizadores, los hace más visibles por la inevitable presencia que alcanzan en los medios y en la “blogosfera cubana independiente”; “no son los tiempos en que se podía desaparecer a alguien, condenarlo a un no-ser creativo, como ocurrió con Virgilio Piñera”, afirma Del Llano. La demanda de obediencia del artista induce en cambio a la rebeldía, a la emigración “a latitudes más tolerantes”, como en fecha reciente había sucedido con Ian Padrón y Juan Carlos Cremata. Del Llano discute la supuesta tergiversación de la realidad en el filme; entiende que los hechos reflejados tienen sustento histórico, y recuerda que el arte no está obligado a presentar la realidad con absoluta verosimilitud. Las objeciones que puedan existir al tratamiento del tema en la película deberían defenderse con argumentos, “no con excomuniones”. Rechaza la supuesta omnisciencia de los censores acerca de lo que es más conveniente para la sociedad, que en el caso de la cubana es capaz de discernir por sí misma, o, si no lo fuera, “habría que ver quién la convirtió en eso”. No se trata de una minoría “disidente e intelectualoide” la que refleja Santa y Andrés: “errores históricos como los que refleja la película afectaron –y afectan– a mucha gente”. El arte, por su lado, debe provocar y acercarse a “lo más incómodo y soslayado del pasado reciente”. La intención de los censores es en última instancia la de impedir y hasta criminalizar los proyectos independientes, bajo el principio “de que tanto la historia como nuestra vida deben ser diseñadas desde arriba”.

El negarle la oportunidad a una opinión con el argumento de que “no es el momento” no hace sino eternizarse mientras los censores actúen con impunidad. Al repetir, de esta manera, errores pasados se impide el progreso de las libertades y el bienestar ciudadanos.

Las opiniones de Del Llano merecieron la réplica de otro representante de la institucionalidad cultural, Roberto Smith de Castro, presidente del Instituto Cubano de Artes e Industria Cinematográficos (ICAIC). Tanto su “Respuesta urgente a una provocación” como el artículo que contestaba se habían dado a conocer durante el duelo por el fallecimiento de Fidel Castro, y es en nombre de este que Smith de Castro respondía. Sin hacer mención del título de la película, defiende el legítimo derecho de la institución que dirige para censurarla. Encuentra un lugar común la acusación de censores “de lógica retorcida”. El error de Del Llano, cuyos argumentos califica de simplistas, estaría en desconocer que la prohibición se basaba en principios. En su criterio, la película, “independientemente de sus resultados artísticos y de las posibles intenciones de sus creadores”, presentaba una imagen de intolerancia y violencia contra la cultura en la Revolución, “hace un uso irresponsable de nuestros símbolos patrios y referencias inaceptables al compañero Fidel”, aunque recuerda que la decisión se había tomado dos semanas antes del día de su muerte. A pesar de las consultas y el intercambio de opiniones con los realizadores, Smith de Castro reafirma la autoridad del ICAIC de tener la última palabra en la toma de decisiones. Reitera el apoyo al equipo creador del filme, “jóvenes talentosos que quieren hacer cine en Cuba”, y a la producción cinematográfica independiente, “parte orgánica del cine nacional”. Como política de la institución que dirige, Smith de Castro plantea continuar “cuidando la imagen de los símbolos patrios, de la propia Revolución y de nuestros héroes y mártires, […] en el cine que apoyemos en su producción”, a la vez que aboga por la defensa desde el ICAIC de “la creación libre, diversa, crítica, honda y comprometida con los ideales de justicia social y emancipación humana de la Revolución”.

En indignada contrarréplica, Eduardo del Llano califica de bajeza la alusión de Smith al dolor del pueblo y a la memoria de Fidel, con la cual se sugeriría –a la vez que se elude la réplica razonada de sus argumentos– que la publicación de “¿Qué pasa por la mente de los censores?” había constituido un acto de deslealtad. El artículo había sido entregado para su publicación con antelación al fallecimiento de Fidel Castro, y había aparecido en el momento que regularmente aparecen las colaboraciones de Del Llano en la revista digital OnCuba. No había habido una provocación intencional deliberada; sin embargo, a pesar de la circunstancia luctuosa, Del Llano defiende la necesidad de la crítica que “no tiene por qué ser intermitente. Dentro de una semana Fidel seguirá muerto, y en cambio tendremos un Festival de Cine sin la película de Lechuga”. Le reprocha a Smith de Castro su menosprecio de la calidad artística de Santa y Andrés, y haber atendido en su decisión sólo a los aspectos políticos. La pretensión de fundar la prohibición de la película en los criterios emitidos por Fidel Castro en Palabras a los intelectuales en 1961 no se aviene para Del Llano con la realidad actual, donde la difusión de los materiales audiovisuales cuenta con otras alternativas como el denominado “paquete semanal”, “a donde irá a parar Santa y Andrés en algún momento y la verá todo el mundo, gracias a la promoción extra que con sus acciones-inacciones le hace el señor Smith”. En su contrarréplica, Del Llano recurre a otra cita de Fidel, “Revolución es cambiar todo lo que debe ser cambiado”, y sugiere que fundado en este principio se rectifique la decisión de vetar la película en el festival, tomada “a contrapelo de la opinión de los cineastas que el señor Smith cobra por representar. Es más, puestos a cambiar, podríamos empezar por cambiarlo a él.”

Alexis Triana interpela también a Del Llano y a los editores de OnCuba, a quienes les reprocha haber dado lugar al debate “en este doloroso momento que atraviesa Cuba”. No sería ocasión en su criterio de “arrimar leña a la hoguera”, ante la decisión ya asumida de no exhibir el filme en el festival por la institución que financia el evento y que “no está de acuerdo con esta obra, por muchos valores que otros vean”. Triana se pregunta si pudiera obligarse a la institución a cambiar de opinión, y sugiere como improbable que se pueda alcanzar “un acuerdo como buenos amiguitos”, incluso en otras latitudes, como en los Estados Unidos, donde, añade, los cineastas a los cuales Del Llano aludía no habían encontrado apoyo para realizar su cine y otros artistas –recuerda a Susana Pérez, Tanya y Annia Linares– no contaron con el mismo respaldo que en Cuba, a no ser “los vinculados con el clan de los Estefan, aupados por la Fundación Cubano Americana”. Debía además reconocerse el derecho de la institución a exponer su opinión, y, en una nueva referencia a otro contexto nacional, el de Estados Unidos, Triana recuerda que los intentos de subvertir el orden institucional como el de la secta de los davidianos en Waco, Texas, o las Panteras Negras fueron reprimidos con violencia. A lo inoportuno de la publicación del artículo de Del Llano, se sumaría la película –que el articulista confiesa no haber visto en el momento de la redacción de su trabajo–, si “se suma a este lavado de cabeza colectivo al que aspiran, a este afán de armarnos un club de poetas muertos y hasta presos, y que las UMAP fueron los peores campos de concentración”.

Como parte del debate se planteaba la cuestión acerca de la respuesta que la prohibición merecía de parte de los diferentes sectores, en particular el de los artistas e intelectuales. Al conocer del veto de Santa y Andrés, Norge Espinosa evoca al poeta Delfín Prats, víctima de la censura y la exclusión años atrás, y para el cual la película de Lechuga significaría una suerte de rehabilitación. La experiencia de este escritor, y de otros como René Ariza y Reinaldo Arenas, había quedado reflejada en documentales como Conducta impropia, de Orlando Jiménez Leal y Néstor Almendros, y Seres extravagantes, de Manuel Zayas. En estos materiales las huellas de sus historias respectivas, las marcas de su sobrevivencia, quedaban reflejadas para Espinosa en “[l]a rabia y el deseo de venganza de Arenas, la pupila delirante de Ariza, el desasosiego de Prats”, “parte de nuestra historia, nuestra memoria y nuestra cultura, consecuencias de hechos innegables”, pero, añade, los testimonios que documentan estos acontecimientos no están siempre al alcance “de nuevos espectadores y lectores en la Isla”. Santa y Andrés plantea la posibilidad de un acercamiento entre “el escritor, el artista y sus vigilantes” imposible para “[l]a visión extrema que opera aún en la mentalidad de algunos funcionarios y burócratas”. La película permitiría transparentar hechos y “organizar con equilibrio contrastes”, pero la prohibición de su exhibición impide que pueda cumplir este cometido. La responsabilidad de esta decisión trasciende a la dirección del Festival de Cine, “otros nombres y entidades, mucho más poderosas que la directiva del evento” serían responsables de que nuevamente se activaran “los mismos temores y traumas”. De cierta manera, las acusaciones en el artículo de Arthur González adelantaban las opiniones que soportaban la prohibición y que, se recuerda aquí, coincidían con los argumentos y el proceder que hacia finales de los sesenta usara Leopoldo Ávila desde las páginas de Verde Olivo para atacar a Virgilio Piñera, José Lezama Lima, José Triana, Antón Arrufat y Heberto Padilla. Para enfrentar esta situación, en la cual el ICAIC había desertado de la discusión con excusas políticas y sin considerar los valores estéticos de la obra, Espinosa se pregunta qué papel deben jugar las otras instituciones que representan a los creadores e intelectuales cubanos como la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) y la Asociación Hermanos Saíz (AHS). La Asociación de Cine, Radio y Televisión de la propia UNEAC no parece dispuesta a participar de este debate y con ello deja a quienes debía representar en una suerte de desamparo. En 2007, cuando se desató la llamada “guerrita de los emails”, los medios de prensa oficiales no habían satisfecho las esperanzas cifradas en esa oportunidad de poder “exorcizar definitivamente los traumas provocados por la accidentada historia del diálogo entre el poder político y los intelectuales y artistas cubanos”. En la actualidad, en el replanteamiento del destino de la nación se hacen tanto más necesarios los “espacios de visibilidad franca y confrontación sólida”. Y concluye Espinosa: “El filme de Carlos Lechuga discute esa nación, recuerda bajo qué estremecimientos hemos sido parte de toda esta trayectoria. Pero esa discusión no estará completa hasta que su trama y nosotros mismos, y no sólo sus personajes y quienes decidan si podemos verlo o no, se miren cara a cara.”

Reinaldo Escobar denuncia tanto el proceder de las instituciones como el papel que frente a ellas han desempeñado los creadores e intelectuales. Mientras el ICAIC se comportaba, desde su punto de vista, como “una entidad propiedad privada del único partido político permitido en el país”, muchos cineastas ingenuamente actuaban como si esa institución no representara los intereses del poder y por lo tanto “ofendidos y sorprendidos ante la censura que imparte la entidad”. Para Escobar, a menos que los creadores dejen de respetar y reverenciar a las instituciones y las confronten frontalmente, “seguirán obligados a bajar la cabeza y obedecer, o en última instancia tendrán que marcharse del país”.

Las declaraciones y los razonamientos sobre la legitimidad de la censura, sobre su eficacia, ocuparon parte importante de las reflexiones suscitadas por el debate. En una reseña de la presentación del número 200 de la revista Cine Cubano –editada por el ICAIC y en cuya contraportada interior aparece el cartel de Santa y Andrés–, Ángel Pérez Marqués Dolz alude a los comentarios que el director Fernando Pérez hiciera en torno a la prohibición de la película. En su criterio se trata de una medida errónea, una política de exclusión insostenible ante una realidad mutante, plural y compleja. Santa y Andrés expone una realidad difícil e hiriente, pero aboga por el diálogo, por el enriquecimiento de las ideas a través de la discusión. La obra de Lechuga defiende y continúa la actitud con la que Fernando Pérez afirma haber crecido en el ICAIC, y desde esta condición plantea como alternativa a la exclusión el principio de que “la libertad es la única vía, la sinceridad el único modo y el ejercicio del criterio propio el único alimento para nuestro cine y para nuestro país”.

Raudiel F. Peña Barrios utiliza el pretexto de la prohibición de Santa y Andrés y se pregunta “¿Para qué sirve la censura hoy?” Se distancia por igual de los que creen absolutamente garantizada la libertad de expresión en el capitalismo como de los que rechazan el contenido de una obra por su posible carácter problemático para la Revolución. En su opinión, una visión plural y crítica de aciertos y desaciertos fomentaría más la unión al conducir a un debate a “nivel social y no sólo entre algunos sabios”. La reciente visita de los Rolling Stones a Cuba y la acogida que recibieron de parte de muchos admiradores que años atrás debieron sortear la censura para poder escucharlos llama la atención sobre la efectividad de las prohibiciones. Las facilidades en el acceso a los productos audiovisuales en la actualidad y el efecto que la exclusión de Santa y Andrés pudiera tener en su promoción –haciéndola más atractiva incluso a aquellos “incapaces de captar algún mensaje crítico en su contenido”– debieran persuadir a los que pretenden hacer invisibles a las expresiones culturales, en especial los materiales audiovisuales, aunque Peña concede que en la actualidad la censura de las noticias en los medios de prensa pueda tener alguna eficacia, dado lo limitado del acceso a internet y, por tanto, a fuentes de información alternativas. La promulgación del texto constitucional en 1976 y la reforma de 1992 remitían a una ley la regulación de las libertades de palabra y prensa, que habían sido reconocidas constitucionalmente como “de acuerdo a los «fines de la sociedad socialista»”. Tras cuarenta años, la no promulgación de un instrumento jurídico que estableciera “reglas del juego prestablecidas y de público conocimiento” ha dejado el campo abierto a los censores para concebir las reglas y hacerlas cumplir “de acuerdo a sus criterios o los de sus superiores”. Peña apoya los esfuerzos de los cineastas por dotarse de una Ley de Cine, pues en ella se “clarificaría cuáles son los criterios para censurar un producto cinematográfico, establecería las autoridades facultadas para ello, así como el procedimiento para hacerlo”. No obstante, independientemente de la existencia de una norma jurídica, este autor considera que la censura merece tanto desde el compromiso estatal, como desde la práctica social, una valoración de sus resultados y efectividad; y, coincidentemente con muchos de los que intervienen en la polémica, aboga por la pertinencia de la crítica y de la confrontación de ideas para la defensa del proyecto socialista.

La coincidencia de este debate con el duelo por la muerte de Fidel Castro motivó a Juan Antonio García Borrero en “Santa y Andrés: nuestro eterno retorno de lo idéntico” a acercarse al pensamiento del líder de la Revolución cubana, cuyas ideas defiende sean consideradas con espíritu crítico. A propósito de Palabras a los intelectuales –un texto que propone situar en su contexto y no pretenderlo la conclusión del ideario de su autor acerca de la política cultural–, recuerda que tanto en las actuales circunstancias, como en el incidente que había conducido a la censura del corto PM, los intereses particulares ejercían su influencia en las decisiones. El intento de un grupo de cineastas en el pasado reciente de organizar un foro sobre la censura que permitiera trascender las particularidades coyunturales no había surtido el efecto de contribuir al debate con una visión menos anecdótica de los problemas que afectan la comunidad nacional. García Borrero, partidario de fortalecer el sistema institucional, previene al ICAIC, para no perder su liderazgo, de no ser capaz de interpretar el espíritu de la época. Encuentra legítimo que al mismo tiempo que se conserve de la Cuba revolucionaria la memoria de los hechos más conocidos y paradigmáticos, de igual modo se supere, con la recuperación de hechos más dolorosos, el sesgo que ha caracterizado la construcción de tal memoria. La participación que en la polémica en torno a Santa y Andrés han tenido Roberto Smith, presidente del ICAIC, y Fernando Rojas, viceministro de Cultura, es entendida aquí como un cambio positivo, un síntoma de que “la sordera institucional comienza a ceder” y de que se estaría dejando de considerar como una debilidad el debate sobre el pasado.

Para Pedro Campos la decisión de no permitir la exhibición de Santa y Andrés en el Festival de Cine sería una nueva muestra de la “absurda y esquemática «intransigencia revolucionaria»”. Pronostica que cuando los espectadores cubanos consigan ver el filme admirarán su carga humana, a pesar de los intentos de “los inquisidores de la reacción oficial” de calificarla como contrarrevolucionaria y de su oposición a la “liberadora energía” de los cubanos “que «la revolución» ha tratado de aplastar, para mantener al pueblo dividido y continuar la hegemonía de una casta que se ha creído con poder para decidir sobre lo que deben hacer y pensar los demás”. De “libertario” califica a Santa y Andrés porque rompe con los esquemas prediseñados por la política oficial de acuerdo con los cuales existen barreras infranqueables entre los “revolucionarios” y “los otros”. Al esgrimir el argumento de que la censura se hacía “para defender a un pueblo y una gran causa”, el viceministro de Cultura, Fernando Rojas, estaría contraponiendo a este pueblo y esa causa los valores defendidos por la película: “la libertad, la amistad, el amor y las relaciones humanas por encima de las políticas e ideología”; en oposición a los principios defendidos por los revolucionarios, los demócratas y los socialistas a través de la historia. Bajo este esquema maniqueo y sectario se habrían establecido dicotomías “para mantener al pueblo cubano fragmentado: «revolucionarios/ contrarrevolucionarios», «los de dentro/ los de afuera», «religiosos/ ateos», «homosexuales/ heterosexuales», «habaneros/ orientales», «cultos/ incultos», «blancos/ negros», «viejos/ jóvenes»”. Campos entiende tal indisposición al diálogo, de parte de aquellos que ostentan el poder –“otorgado a dedo”–, contraproducente en la actual coyuntura que enfrenta el país, y aspira a que “más temprano que tarde, Cuba se abrirá a la democratización y entonces las ideas humanistas y libertarias que defiende Santa y Andrés predominen entre los cubanos”.

Esther Suárez Durán reconoce en “Santa y Andrés: el camino corto de la censura otra vez” que como socióloga puede entender el mecanismo de su aplicación como uno de los recursos con los que cuenta cualquier Estado. Sin embargo, le preocupa que esta se ejerza en el contexto de la Revolución cubana, un proceso con un carácter original e innovador y con una política de propiciar el acceso a la educación y la cultura, en particular al cine, una de las artes que ha contado con una amplia difusión televisiva, espacios de análisis y el festival que, junto a la Feria Internacional del Libro, son los eventos culturales más masivos del país. En lugar de la censura, Suárez Durán sugiere que la película sea exhibida y que se permita a la crítica cumplir su función social. Aboga por la necesidad de “airear” zonas de nuestra trayectoria, “para salir de ello más responsables, más conscientes y más unidos en un destino común como sociedad”. La censura de Santa y Andrés contradice el criterio de que el pueblo cubano se caracteriza por su cultura, la identificación política y los altos valores humanos y, por tal razón, la medida que limitaba su capacidad para la expresión y la evaluación autónoma ofende tanto al público como a los creadores, un criterio que Suárez Durán reafirma cuando suscribe la declaración de Fernando Pérez donde, en su rechazo de las prohibiciones, reconocía a la libertad como la única vía.

La censura, no la calidad artística, es lo que despierta el interés por el cine cubano en los medios digitales dedicados a la política cubana, argumenta Javier Gómez Sánchez, quien en “Morbo y censuras en el cine cubano” concluye que la censura más nociva a la que está sujeta esta manifestación artística es la imposición de puntos de vista y expectativas por los patrocinadores de los filmes que se realizan con financiamiento externo. En los años noventa “el cine cubano se llenó de comedias bufonescas con mulatas a la caza de un gallego o gallegos a la caza de mulatas, que era lo que le interesaba al mercado español”. En fechas más recientes han sido diversas las fuentes de financiamiento, europeas principalmente, que de las diversas realidades nacionales respaldan sobre todo los proyectos con temas estereotipados y, en el caso de Cuba, “películas escabrosas, mientras más lo sean mejor”, “la visión morbosa y decadentista hacia la «isla comunista»”. Gómez Sánchez reconoce las dificultades planteadas desde los ámbitos gubernamental y legislativo para promulgar una Ley de Cine, impidiendo, con estas dilaciones y escollos, contar con un instrumento que otorgue personalidad jurídica a los cineastas. Aboga porque, desde las instituciones de la cultura encargadas de la producción cinematográfica, y con el concurso de los cineastas, se apoye su gestión para hacer “películas completamente cubanas, porque sus temas sean de interés de los cubanos” y no del interés de los “bolsillos extranjeros”. “[E]sa –afirma– es la peor de las censuras.”

Esta valoración sobre la cinematografía cubana actual recibió una respuesta de Giordan Rodríguez Milanés, quien inquiere a Javier Gómez Sánchez si películas como Suite Havana, de Fernando Pérez, Conducta, de Ernesto Daranas, o Havana Station, de Ian Padrón, muestran “lo peor de La Habana”, o, en cambio, la “resistencia descomunal del hombre y la mujer comunes habaneros, […] heroicidades cotidianas” la primera, “«lo mejor» del legado pedagógico cubano […] un camino de salvación y esperanza para el niño protagonista” en el caso de Conducta, o “la solidaridad humana […] aun cuando nos mostró las desigualdades sociales en nuestro país” en la de Ian Padrón. Coincide con Gómez Sánchez en que los comentarios acerca de Santa y Andrés no han atendido a su calidad artística, pero responsabiliza a los censores que han impedido su exhibición y, por tanto, la evaluación independiente de sus valores. Los censores se arrogan el derecho de pensar por los espectadores, una parte del pueblo al que los primeros dicen servir.

Arturo Arango en “Esta es tu casa” –una evocación a propósito de la desaparición física de Fidel Castro– establece un paralelo entre acontecimientos históricos y la realidad reflejada en Santa y Andrés, como una vía para considerar diversos modos de interpretar el legado del líder: “dos maneras enfrentadas”, “los represores que invocan su nombre para cometer un acto de repudio contra Andrés, y en el otro la maravillosa Santa”. Al colocarse en el lugar del otro, comprender y proteger al “escritor maldito” que debía vigilar, este personaje da una “lección digna de su raigal fidelismo”. Arango recuerda la historia de censura y exclusión que sufriera el escritor Antón Arrufat luego de haber recibido en 1968 el Premio José Antonio Ramos, de la UNEAC, por su obra Los siete contra Tebas. Las cercanías entre la experiencia de este intelectual y el personaje de Andrés son reconocibles; sin embargo, a diferencia de este último que abandona el país, Arrufat había optado por seguir en Cuba y asistir a su rehabilitación, “merecer el Premio Nacional de Literatura [y] ver republicada Los siete contra Tebas”. Arango relata que “Antón Arrufat, a sus 81 años, fue a la Plaza el pasado 29 de noviembre a despedirse de Fidel. Llevó una silla, como Santa: no para vigilar, sino para rendir homenaje”; un modo de apropiación, el de este escritor y el personaje de Santa, “silencios[o], reflexiv[o] y entrañable”, que Arango prefiere a la grandilocuencia.

A semejantes complejidades alude Juan Antonio García Borrero en “Santa y Andrés: un canto a la fraternidad entre cubanos”. En su opinión, la nota al comienzo del filme tergiversa las sutilezas dramáticas de su trama: “Se trata de uno de esos carteles con tufo a pedagogía […] cuando los realizadores quieren asegurar que se les entienda de modo transparente en cualquier parte del planeta.” La presentación del cartel introductorio arriesga limitar la mirada al punto de vista del excluido, cerrando con la acusación la posibilidad del debate, y simplificando “lo realmente hermoso del filme: el canto a la fraternidad entre cubanos”. En un contexto en que se ha prohibido la ternura hacia el diferente y “la solidaridad humana fue sustituida por la unidad ideológica, que siempre será la de un grupo que comparte ideas políticas”, Santa y Andrés representa, para García Borrero, “el carácter […] mesiánico de la fraternidad”. Queda luego planteada la pregunta en estos comentarios de en qué momento se dejaron de respetar los matices en las opiniones y los criterios, y se impuso el pensamiento sectario, a pesar de que en Palabras a los intelectuales se había planteado la necesidad de no renunciar a contar con todos los hombres honestos, aunque no fuesen revolucionarios. De las posibles interpretaciones que del significado de los personajes y su actuación pudieran darse, García Borrero prefiere enfocarse en el simbolismo de los abrazos que, en el cine cubano, había inaugurado Fresa y chocolate, y que en el caso de Santa y Andrés “enfatiza el carácter predictivo de un gesto que pone a hablar a una nación que busca reconciliarse más allá de las diferencias, las heridas, los errores y las sombras”. Al enfrentar el dolor representado en la película, el efecto no sería el de conservar la memoria traumática y optar por el resentimiento, sino “curarnos, ser mejores personas que antes y, como Santa, crecer”.

Los aparentes anacronismos de la cinta le hacen concluir a Guillermo Rodríguez Rivera que “el guión de Santa y Andrés renuncia a una localización histórica, a una precisión que tal vez le parezca secundaria. Nos está diciendo –o, mejor, recordándonos– que eso existió en nuestra vida, no importa dónde, no importa cuándo.” En su opinión, la fuerza del filme recae en la caracterización de los personajes y de modo especial en el devenir ideológico y emocional de Santa en contraposición a los “perfectamente definidos del principio al fin del filme”, Ángel y Jesús (“el oportunista abusivo que ha renunciado a comprender y se ha despojado de toda humanidad para conseguir lo que se propone o para mantener lo que ha conseguido”). De la actuación de Jesús no cree deba inferirse –como lo hace un crítico de la obra– la conclusión por Santa de que “la Revolución se equivoca”, sino la pérdida de la identificación de aquel con la Revolución. Rodríguez Rivera afirma incluso que si algo puede señalarse como condición metafórica de la protagonista “es su cercanía a la revolución popular”. La prohibición de la exhibición del filme, la cual rechaza, impedía que esta fuera apreciada por el público cubano, el más capacitado para valorarla con justicia.

A pesar de la prohibición de ser exhibida en Cuba, la obra de Carlos Lechuga continuaba presentándose en los más diversos escenarios mundiales. A esta exitosa difusión se hace referencia en la introducción de una entrevista concedida, por el director de Santa y Andrés a Antonio Enrique González Rojas para el magazine de Hypermedia. Comenta aquí el entrevistado sobre las motivaciones para concebir la película, de los imperativos que lo llevaron a realizarla de un modo realista y sobre las consecuencias de su exclusión y el debate consiguiente. Lechuga no cree, como sugiere el entrevistador, que la censura haya influido en la promoción del filme y refiere los efectos nocivos que en lo personal había tenido el incidente. Entiende que, como consecuencia de la censura, por las expectativas que levanta, se produce en el público una pérdida de la virginidad, de la claridad y la transparencia para apreciar la obra. A pesar de admitir que sus largometrajes Melaza y Santa y Andrés tienen un contenido social, no quisiera ser reconocido como un “realizador político” y preferiría, en tanto realizador cubano, como sucede con los de otras nacionalidades, que la atención de la crítica se centrara más en los aspectos estéticos antes que en las posiciones políticas. Del cine que aborda estos temas le preocupa la imposición por las tendencias partidarias del desconocimiento de los matices, aunque, consciente de la probable contradicción, alude a la idea de que “el lugar donde pones la cámara ya es una postura política. Si es así, todos somos realizadores políticos. Todos. Bergman y el director de cualquier película de Disney”. En respuesta a la pregunta del entrevistador sobre la renuncia, luego de la censura, a difundir la película en Cuba a través de los medios alternativos, Lechuga argumenta la necesidad de ceñirse a las vías tradicionales por razones económicas y reitera su intención de no adoptar una actitud desafiante hacia las autoridades, no obstante haberse agotado todas las posibilidades. Como consecuencia de varias reuniones entre funcionarios y cineastas para debatirla, su director había esperado infructuosamente fuera admitida la presentación de Santa y Andrés en el país. En el diálogo con las autoridades se había logrado, a pesar de sus objeciones, la proyección de Melaza en el Festival de Cine y cumplir con los requisitos para presentarla en concursos internacionales. El arte, concluye el realizador cinematográfico, es un acto de comunicación, una interacción entre el artista y el otro, incapaz de conducir a la desestabilización de un país, incluso cuando pueda resultar provocador.

Días antes de esta entrevista, en una nota dada a conocer en su perfil de Facebook, titulada “Continúa el acoso de las autoridades culturales cubanas contra Santa & Andrés”, su director señalaba que hasta ese momento en sus declaraciones acerca de la película habían evitado el tema de la censura, centrándose en cambio en los aspectos artísticos, en “el amor y el deseo de la reconciliación entre los cubanos”. El equipo de realización se había mostrado abierto al diálogo con los censores, y en los más diversos contextos no habían intentado aprovecharse de la situación creada en torno al filme, ni había “hecho nada en contra de Cuba”. Invitados a participar en la competencia oficial del Havana Film Festival de Nueva York, Lechuga denuncia en su nota que “[e]n una nebulosa extraña me he enterado que autoridades cubanas han tratado de sacar mi filme del festival”. La película, en su criterio, es “mucho más que una idea política”, y se pregunta sobre qué otras medidas se intentarían para silenciarla, a pesar de que en su caso –con posterioridad a la primera reunión con el presidente del ICAIC en diciembre de 2016– no había concedido ninguna entrevista para hablar de lo sucedido. Si este era el tratamiento que recibían “los que se portan bien”, le inquieta entonces “cuál es el objetivo detrás de todo”.

A partir de esta nueva denuncia de Carlos Lechuga, un grupo de cineastas, artistas y creadores, en su mayoría cubanos residentes en el exterior, amplificaron esta denuncia, y responsabilizaron a las autoridades organizadoras del Havana Film Festival, en la persona de su directora ejecutiva Carole Rosenberg de justificar en “la necesidad de tender puentes”, su “colaboración con las autoridades cubanas en la doble censura a Santa y Andrés”. En la opinión de los redactores de esta “Carta abierta en defensa de la película Santa y Andrés”, al establecerse los lazos con las instituciones cubanas, e impedir la presencia de “las voces más críticas y libres del país”, lejos de tenderse puentes se crean “trampas a la libertad”, en contradicción con la tradición histórica de amparo de la ciudad de Nueva York, de su “espíritu libertario e inclusivo”, “donde José Martí, el Padre Varela y Reinaldo Arenas y tantos otros intelectuales han vivido y creado libremente”. La carta cerraba con un llamado a los patrocinadores del festival para que no financiaran prácticas en contradicción con ese espíritu.

Varios de los textos reseñados apuntan a la existencia de zonas en la realidad humana y social que, si bien pueden verse afectadas por los intentos de codificación de las relaciones interpersonales o por la censura de las opiniones y la expresión, conservan una autonomía, transida sin dudas por la violencia de esas políticas, pero inevitablemente cargada de las experiencias y las aspiraciones más íntimas. El signo que puedan adquirir las diversas realizaciones individuales, y cómo logran incorporarse al concierto de las voluntades en la sociedad, pasa entonces no sólo por los destinos previstos por las leyes, las políticas y las instituciones, sino también por la capacidad y la disposición que muestren los discursos hegemónicos para incorporar los proyectos y las pasiones personales, un ámbito que, con singular eficacia, el arte refleja y dispone para la interpretación y el examen enriquecedores.

Textos citados

Álvarez, Kiki: “Santa, Andrés y la complejidad de la silla”, Facebook, 21 de noviembre, 2016.

Arango, Arturo: “«Esta es tu casa»”, OnCuba, 12 de diciembre, 2016.

Campos, Pedro: “Santa y Andrés y la «intransigencia revolucionaria»”, Diario de Cuba, 9 de diciembre, 2016.

Escobar, Reinaldo: “Santa y Andrés bajo la vigilancia revolucionaria”, 14ymedio.com, 7 de diciembre, 2016,

Espinosa Mendoza, Norge: “Delfín, Santa, Andrés y nosotros”, Diario de Cuba, 6 de diciembre, 2016.

García Borrero, Juan Antonio: “Santa y Andrés: nuestro eterno retorno de lo idéntico”, Progreso Semanal, 12 de diciembre, 2016.

_______: “Santa y Andrés: un canto a la fraternidad entre cubanos”, Inter Press Service en Cuba, 7 de enero, 2017.

Gómez Sánchez, Javier: “Morbo y censuras en el cine cubano”, La Joven Cuba, 15 de diciembre, 2016.

González, Arthur: “¿Cine independientes de quién?”, Blog El Heraldo Cubano, 16 de noviembre, 2016.

González Rojas, Antonio Enrique: “La censura nunca ayuda”, Hypermedia Magazine, 30 de marzo, 2017.

Lechuga, Carlos: “Empiezan las difamaciones y los ataques”, Facebook, 18 de novimbre, 2016.

_______: “Continúa el acoso de las autoridades culturales cubanas contra Santa & Andrés”, Facebook, 13 de marzo, 2017.

Llano, Eduardo del: “¿Qué pasa por la mente de los censores?”, OnCuba, 29 de noviembre, 2016.

_______: “Mr. Smith goes… nowhere”, reproducido en “Nueva polémica cultural en Cuba: filme Santa y Andrés (I)”, El Cine es Cortar, 4 de diciembre, 2016.

Madruga, Mayté: “Santa y Andrés: donde habita el olvido”, Inter Press Service en Cuba, 7 de octubre, 2016.

Marqués Dolz, Ángel: “Fernando Pérez: «La libertad es la única vía»”, OnCuba, 8 de diciembre, 2016.

Muñoz Alfonso, Andy: “Carlos Lechuga: «mucha gente se sentirá identificada con mi película»”, Blog Bach Media, 30 de agosto, 2016.

Peña Barrios, Raudiel F.: “¿Para qué sirve la censura hoy?”, Progreso Semanal, 10 de diciembre, 2016.

Reyes, Dean Luis: “Acuse de recibo (de un artículo del viceministro de cultura Fernando Rojas)”, comentario en Fernando Rojas, “Mi derecho inalienable a opinar”, OnCuba, 1 de diciembre, 2016.

_______: “Yo quiero ver Santa y Andrés”, OnCuba, 24 de noviembre, 2016.

Ríos, Alejandro: “Santa y Andrés censurada en La Habana”, El Nuevo Herald, 23 de noviembre, 2016.

Rodríguez Milanés, Giordan: “Respuesta a La Joven Cuba, Facebook, 22 de diciembre, 2016.

Rodríguez Rivera, Guillermo: “Santa y Andrés”, Blog Segunda Cita, 21 de abril, 2017.

Rojas, Fernando: “Mi derecho inalienable a opinar (una respuesta a Dean Luis Reyes)”, OnCuba, 1 de diciembre, 2016.

Smith de Castro, Roberto: “Respuesta urgente a una provocación”, Cubarte, 29 de noviembre, 2016.

Suárez Durán, Esther: “Santa y Andrés: el camino corto de la censura otra vez”, Blog La Rebambaramba de Cuba (consultado el 16 de diciembre de 2017).

Triana, Alexis: “De cuando los editores se desdoblan en censores o andan ¿merendando?”, Cubarte, 30 de noviembre, 2016.

Varios: “Carta abierta en defensa de la película Santa y Andrés”, Viceversa Magazine, 27 de marzo, 2017.

* Una versión de este texto fue publicada en la revista ‘Espacio Laical’.

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