Lasar Segall, ‘Gado ao luar II’, c.1954

Todos saben, o deberían saber, que la novela es la forma adoptada por la narración en la época burguesa para representar su visión realista del mundo. El conflicto del héroe con el mundo, típico de la novela, descripto por Lukács, no cuestiona toda la historicidad, sino que se limita a señalar sus imperfecciones. Realismo significa, desde cierto punto de vista, adecuación de la escritura a una visión del hombre que se agota en la historicidad. El origen del realismo se halla en la comedia que es, podría decirse, el arte de la realidad como tal. Cervantes, padre del realismo, introduce en la narración la comedia como fuente y garantía de historicidad.

Avatar legítimo de la narración, la función de la novela entra en vigor en un período histórico bien definido, así que es absurdo pretender eternizarla. Para los grandes narradores de este siglo, desde Joyce al Nouveau Roman, el objetivo principal es romper las barreras impuestas por la concepción perimida de una historicidad sin fallas. En Joyce el simbolismo se opone dialécticamente al realismo. En Kafka, la parábola y la alegoría sugieren la indefinición. En Pavese o en Thomas Mann las búsquedas míticas sitúan la posibilidad de sentido en una dimensión cultural, en un sentido amplio, que excede la realidad puramente histórica, etcétera.

En la Argentina dos escritores han abordado (el primero de manera radical) estos problemas: Macedonio Fernández y su discípulo Jorge Luis Borges. Esta crítica de la novela ya había sido enunciada desde mediados de los años treinta, y de antemano transformaba en anacrónica prácticamente a toda tentativa novelesca que se publicaría después en lengua española.

Adhiero plenamente a las posiciones de Macedonio Fernández y pienso que su Museo de la novela de la Eterna es un monumento teórico sin precedentes en la literatura de lengua española. Pero pienso que es imposible no tener en cuenta las objeciones fundamentales que Macedonio opone a la novela, porque su crítica de la novela no es otra cosa que una crítica de lo real. Mi primera preocupación de escritor es, en consecuencia, esa crítica de lo que se presenta como real y a la cual todo el resto debe estar subordinado. Ser argentino, por ejemplo, es un hecho de la realidad ingenuamente concebida que necesita, como todos los demás, un examen minucioso. No escribo para exhibir mi pretendida argentinidad, aunque la expectativa de muchos lectores, especialmente no argentinos, se sienta frustrada. No hablo como argentino sino como escritor. La narración no es un documento etnográfico ni un documento sociológico, ni tampoco el narrador es un término medio individual cuya finalidad sería la de representar a la totalidad de una nacionalidad.

La tendencia de la crítica europea a considerar la literatura latinoamericana por lo que tiene de específicamente latinoamericano me parece una confusión y un peligro, porque parte de ideas preconcebidas sobre América Latina y contribuye a confinar a los escritores en el gueto de la latinoamericanidad. Si la obra de un escritor no coincide con la imagen latinoamericana que tiene un lector europeo se deduce (inmediatamente) de esta divergencia la inautenticidad del escritor, descubriéndosele además, en ciertos casos, singulares inclinaciones europeizantes. Lo que significa que Europa se reserva los temas y las formas que considera de su pertenencia dejándonos lo que concibe como típicamente latinoamericano. La mayoría de los escritores latinoamericanos comparte esa opinión; el nacionalismo y el colonialismo son así dos aspectos de un mismo fenómeno que, en consecuencia, no deben ser estudiados por separado, aun cuando por un lado se trate del nacionalismo del colonizador y por el otro del nacionalismo del colonizado.

Tres peligros acechan a la literatura latinoamericana. El primero es justamente el de presentarse a priori como latinoamericana. La función de la literatura no es la de investigar los diversos aspectos de una nacionalidad, porque no podría hacerlo sino imperfectamente, sin el rigor y el conjunto de posibilidades ofrecidas por otras disciplinas. El error más grande que puede cometer un escritor es el de creer que el hecho de ser latinoamericano es una razón suficiente para ponerse a escribir. Lo que pueda haber de latinoamericano en su obra debe ser secundario y venir “por añadidura”. Su especificidad proviene, no del accidente geográfico de su nacimiento, sino de su trabajo de escritor. Hölderlin, en su carta a Böhlendorf del 4 de diciembre de 1801, le decía con exactitud y claridad: “A través del progreso de la cultura el elemento propiamente nacional será siempre el de menor provecho.” La pretendida especificidad nacional no es otra cosa que una especie de simulación, la persistencia de viejas máscaras irrazonables destinadas a preservar un statu quo ideológico. De todos los niveles que componen la realidad, el de la especificidad nacional es el que primero debe cuestionarse, porque es justamente el primero que, sostenido por razones políticas y morales, aparenta ser indiscutible.

Esta pretendida especificidad nacional de los latinoamericanos (como cualquiera de sus variantes regionales) origina otros dos riesgos que acechan permanentemente a nuestra literatura. El primero es el vitalismo, verdadera ideología de colonizados, basada en un sofisma corriente que deduce de nuestro subdesarrollo económico una supuesta relación privilegiada con la naturaleza. La abundancia, la exageración, el clisé de la pasión excesiva, el culto de lo insólito, atributos globales de lo que habitualmente se llama el realismo mágico y que, confundiendo, deliberadamente o no, la desmesura geográfica del continente con la multiplicación vertiginosa de la vida primitiva, atribuyen al hombre latinoamericano, en ese vasto paisaje natural químicamente puro, el rol del buen salvaje. El segundo riesgo, consecuencia de nuestra miseria política y social, es el voluntarismo, que considera la literatura como un instrumento inmediato del cambio social y la emplea como ilustración de principios teóricos definidos de antemano. Es evidente que el terrorismo de Estado, la explotación del hombre por el hombre, el uso del poder político contra las clases populares y contra el individuo exigen un cambio inmediato y absoluto de las estructuras sociales; desgraciadamente no es la literatura la que podrá realizarlo.

Al comienzo, el narrador no posee más que una teoría negativa. Lo que ya ha sido formulado no le es de ninguna utilidad. La narración es una praxis que, al desarrollarse, segrega su propia teoría. Antes de escribir uno sabe lo que no se debe hacer, y lo que queda de eso (o sea lo que uno está haciendo) es el resultado de repetidas decisiones tomadas por el narrador a medida que escribe, en todos los niveles de su praxis creadora. Todo apriorismo ideológico, del tipo: “Dado que soy latinoamericano, y que los latinoamericanos somos así, mi trabajo consistirá en describirnos tal como somos”, implica una actitud tautológica, porque si de antemano se sabe lo que son los latinoamericanos describirlos es inútil y redundante.

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Los problemas latinoamericanos son de orden histórico, político, económico y social y exigen soluciones precisas con instrumentos adecuados. Desplazarlos a la praxis singular de la literatura implica, necesariamente, ingenuidad, oportunismo o mala conciencia. La mala conciencia proviene del malestar que los escritores sienten confrontando la situación histórica con los imperativos particulares de su propia escritura. Frente a esta alternativa son posibles dos actitudes: la equivocada, que se limita a la repetición voluntarista de la circunstancia social, o bien la que me parece “actualmente” la única correcta y que, a partir justamente de la situación problemática que supone esta mala conciencia, consiste en analizar la propia experiencia y en desplegar este análisis en la praxis de la escritura.

La novela es sólo un género literario; la narración, un modo de relación del hombre con el mundo. Ser latinoamericano no nos pone al margen de esta verdad, ni nos exime de las responsabilidades que implica. Ser narrador exige una enorme capacidad de disponibilidad, de incertidumbre y de abandono y esto es válido para todos los narradores, sea cual fuere su nacionalidad. Todos los narradores viven en la misma patria: la espesa selva virgen de lo real.


* Este texto fue escrito originalmente en 1979. Tomado de Juan José Saer: El concepto de ficción, Ariel, Buenos Aires, 1997, pp. 267-271.

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JUAN JOSÉ SAER
Juan José Saer (Serodino, 1937 - París, 2005). Escritor. Su obra abarca doce novelas, cinco libros de cuentos, cuatro de ensayos y uno de poemas. Fue profesor de historia del cine y estética cinematográfica en la Universidad Nacional del Litoral. En 1968 se instaló en París, ciudad en la que vivó hasta su muerte. Ejerció como docente en la Universidad de Rennes. Entre sus libros destacan Unidad de lugar (1967), Cicatrices (1969), Nadie nada nunca (1980), El entenado (1983), Glosa (1985), entre otros. Es uno de los autores medulares de la literatura contemporánea.