He intentado leerme todo, o casi todo, de lo que ha venido apareciendo de literatura chilena contemporánea. Desde los Zambras, las Nonasfernández y los Bisamas hasta los recientes Flores, Apablazas, Villalobos y Díaz-Klaassens. Hace algunos años, Zambra acuñó una frase para hablar de la brecha que existía entre la visión de los adultos y la de los niños durante el período de la brutal dictadura de Pinochet, y a los testimonios de aquellos que tenían cinco, ocho, diez años le llamó “la literatura de los hijos”. En Formas de volver a casa él mismo hizo apología de aquello. Luego, Oscar Contardo compiló un libro estupendo, Volver a los 17: Recuerdos de una generación en dictadura. Los niños también tenían una óptica y, sobre todo, algo que decir: papás y mamás temprano en casa, deambulando como fantasmas por los pasillos debido al toque de queda; juegos violentos en los recreos, como trasunto de lo que se experimentaba en la sociedad entera; silencios pesados, familiares desaparecidos, espionaje entre los mismos vecinos y compañeros de trabajo.

La propuesta de Zambra funcionó por un rato, sobre todo para la generación de escritores nacida en los años setenta. Después, pasó. Se diluyó, aburrió a todo el mundo, pasando por ellos mismos. Lo imprevisto fue que dejó abierta una puerta peligrosa cuando los escritores nacidos en los años ochenta y noventa empezaron a jugar con ese mismo criterio de la «literatura de los hijos». Como decía, he intentado leerme casi todo de esta generación –que, chucha madre, es la mía– y, por mucho sello Planeta, Tusquets y Random House que respalde, lo que hay aquí es un testimonio pálido de situaciones familiares que no calientan mucho a nadie, bajo preceptos inocuos como: «cuando papá se quedó cesante», «cuando mamá le dijo a papá que no lo quería», «cuando hermana se embarazó», etcétera. Hay una versión patricia y plebeya, momia y proleta, de esto. Por decirlo pronto, y con ejemplos evidentes: Qué vergüenza, de Paulina Flores, arriba, y El Sur, de Daniel Villalobos, abajo, se instalan en ese lugar de enunciación de la niñez a lo Zambra, pero no les resulta. La canción no les sale. Sí, son esos los acordes, pero están cantando en otro tono. La verdad, leer sin más trabajo estético sobre «qué bacán nuestras vacaciones en familia en resort all inclusive» o de lo «pobres que éramos que ni mantequilla al pan le echábamos» es para que los párpados se cierren solos.

Por otro lado, hay algo más crítico: la generación anterior –la de Fuguet, Ortega e incluso Baradit – se está, ahora, planteando otros asuntos y no proyectos literarios contundentes. Francisco Ortega es algo así como el Dan Brown chileno, y, como Dan Brown, lo que más necesita es un buen editor. A Baradit le compramos todos lo de las ucronías en la historia de Chile, pero hacer un programa de televisión sobre eso es excesivo. Y el mejor Fuguet ya pasó. El mejor Fuguet estuvo entre Tinta roja y Missing. Sus últimos dos libros ya fuera del clóset funcionan, quizá, como una catarsis testimonial de una sexualidad que el autor se reprimió en los noventa y que en el siglo XXI puede vivir desatadamente. Pero más no hay allí.

La verdad, en todo lo que he ido leyendo por aquí, por allá, por acullá, hay un caso singular: el de Camila Gutiérrez. Igual se sitúa ahí donde están los demás, pero subvierte algunos códigos. Primero: tiene algo que contar (una infancia evangélica, es decir, encapsulada). Y segundo: tiene una voz propia, intensa y divertida, para contarlo (la soltura de una red social extinta, el fotolog, pero cuyo arcaísmo le da una sustancia que las redes sociales actuales están lejos de tener). La misma Camila Gutiérrez lo reconoce en una entrevista (que, por cierto, le hizo una antigua compañera de universidad): escribe infinitamente mejor de lo que habla. Así que no se quede con la Camila de esas entrevistas, sino con la que escribe Joven y alocada. La hermosa y desconocida historia de una evangeláis. Da miedo leer esa novela. No por la honestidad –en eso, Fuguet o la pareja Viera Gallo-Pérez se la llevan por patas–, sino porque está apostando todo lo que tiene a una sola casilla. En ese libro, y el siguiente llamado No te ama, está exprimiendo el único limón que tiene, tanto por los argumentos como por los recursos técnicos deslumbrantes. Y ver despeñarse así a un escritor da miedo si a lo que se dedica uno es a escribir.

(Bien vale este galletazo: la nueva literatura mexicana vive un fenómeno extraño. Todavía no puedo demostrarlo con contundencia, pero bueno, ahí va: siento que con Bellatin, con Enrigue, Nettel, Villoro, Lomelí y Villalobos –todos buenos escritores– no hay ninguna apertura de caminos, sino la clausura magnífica de toda una tradición abierta y sostenida por Elizondo, Arreola, Ibargüengoitia, Elena Garro, etcétera. Pero entre ellos, nacidos en los años sesenta, y los nacidos en los ochenta y noventa hay una suerte de bolsa de aire, de acantilado sobre el que nadie quiere tender muchos puentes. Lo que he leído de los nuevos-novísimos mexicanos –Yuri Herrera, por ejemplo; o Herbert, Luiselli y Fadanelli– es la intención saludable de depurar y hacer legibles esos proyectos narcisos y farragosos de los tantos Fuentes y Del Pasos que monopolizaron el campo cultural y hasta el gusto literario por décadas y décadas. Costará algún tiempo que algo potente surja en la literatura mexicana, sobre todo porque aún nadie quiere sacudirse de encima la peor prosa de Del Paso y sobre todo de Fuentes y porque la apuesta editorial es no publicar nada que huela a literatura, sino a escandalillo de faldas de próceres históricos vendible para cincuentona-divorciada-quiero-un-libro-ligero-para-la-playa.)

Volviendo a la literatura chilena, pienso que hay una tercera vía para salir del embrollo: releer una tradición más hundida y menos apreciada. Germán Marín, por ejemplo, que resulta una isla solitaria pero con un proyecto en verdad ambicioso, tanto en calidad como en volumen. O releer la obra de Donoso encontrando ciertas claves inéditas a partir de sus diarios recientemente publicados. Creo que terminaré los libros de Camila Gutiérrez y Un animal mudo que levanta la vista será la siguiente relectura, a ver adónde nos lleva.

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