H. P. Lovecraft

“He leído con vivísimo interés (y por qué no atreverme a decir: con admiración) The Maltese Falcon de Dashiell Hammett, del que ya había leído, pero en traducción, la sorprendente Cosecha roja… en lengua inglesa, o al menos americana, numerosas sutilezas de los diálogos se me escapan; pero en la Cosecha roja, esos diálogos, conducidos de mano maestra, darían una lección a Hemingway y al mismo Faulkner.” (Gide, Diario)

Estas observaciones se inscriben, pese a su ostensible excentricidad, en una dilatada y respetable tradición intelectual francesa: aquella que, oponiéndose al consenso de la crítica anglosajona, insiste en su predilección, quizá excesiva, por algunos “escritores menores” de la literatura norteamericana. El origen de esta tendencia se remonta probablemente a la época en que Baudelaire decidió traducir a Poe: a partir de ese momento puede rastrearse el recurrente fervor de los estetas franceses por ciertos escritores norteamericanos que no forman parte del pretencioso canon de Harold Bloom:[1] el ya mencionado entusiasmo de Gide por la novela negra, los desmesurados elogios de Sartre a la poesía de Bukowski, el interés de Emmanuel Carrère por la ciencia ficción[2]… los ejemplos podrían multiplicarse. Precisamente a esta singular tradición pertenece el (no demasiado conocido) primer libro de Michel Houellebecq, H. P. Lovecraft, un interesante acercamiento a la vida y la obra del elusivo escritor de Providence.

Aunque Houellebecq es conocido ante todo por sus escandalosas novelas, este libro demuestra que es también un ensayista considerable. Se trata de un texto que combina la atinada síntesis biográfica con una apasionada defensa de la literatura fantástica en general y de Lovecraft en particular. Oponiéndose al esnobismo y la inopia conceptual que durante mucho tiempo caracterizaron la actitud de los críticos norteamericanos[3] hacia los relatos de Lovecraft, Houellebecq se dedica a disipar los prejuicios y malentendidos que han distorsionado la recepción de esta obra.

Las objeciones fundamentales son básicamente tres: los personajes carecen de verosimilitud psicológica; Lovecraft no se ocupa jamás de algunos intereses humanos fundamentales (el erotismo, el dinero) y, como era de esperar, el estilo excesivo, ampuloso y abigarrado. Houellebecq refuta estas insensateces con una lucidez no exenta de mordacidad. Para empezar, señala que es preciso juzgar a un autor en sus propios términos: es decir, en relación con el linaje estético en que se inscribe y los efectos que pretende alcanzar con sus textos. Evidentemente, si aceptamos esa premisa (y ciertamente parece irrefutable), se vuelve notorio lo ridículo que resulta comparar a Lovecraft con cualquier escritor realista: no era Dostoievski ni Proust y, si lo leemos desde esa tradición, nunca podremos entender su desdén por la psicología o la construcción de personajes.

Ahora bien, si lo situamos en la literatura de horror moderna (de Poe a Thomas Ligotti), sus supuestas limitaciones desaparecen y apreciamos la asombrosa originalidad de su poética y su indiscutible maestría técnica. En realidad (como Houellebecq demuestra elocuentemente), lo que está en juego aquí es la lucha de concepciones estéticas irreconciliables: la poética realista, obsesionada con las pasiones y las obras del hombre (esto es, con la psicología, la historia y el análisis de la sociedad) se opone necesariamente a la que sostiene la literatura de horror sobrenatural, mucho más interesada en provocar asombro, estupor, miedo y fascinación. Y es precisamente este el verdadero objetivo de Lovecraft, el fundamento último de su programa estético: construir relatos como quien edifica “una imponente arquitectura barroca, escalonada en niveles amplios y suntuosos, como una sucesión de círculos concéntricos en torno a un vórtice de horror y maravilla absolutos”. Si agregamos a esto su famoso “pesimismo cósmico” (su idea de que el hombre es sólo una especie más en un universo infinito y desprovisto de sentido), se comprende fácilmente que ignorara con probidad la psicología y el comentario sociológico: lo suyo era la búsqueda de, por así decirlo, una experiencia numinosa fuera de cualquier religión establecida: angustiado, pobre y refractario a la fe, buscó consuelo en el Arte y en la contemplación de “los innominados y abisales espacios exteriores”, intentando luego reproducir en sus relatos estas percepciones de lo sublime: más que el horror, es la fascinación reverencial[4] ante lo que Horkheimer ha llamado “lo absolutamente otro”, aunque en el caso de Lovecraft la expresión no alude a ninguna divinidad sino a la sobrecogedora infinitud del universo y su esencial inescrutabilidad: se trata de un místico ateo que, en la enmarañada urdimbre de sus textos, construye pacientemente su excéntrica y desesperanzada teología negativa.

En cuanto al estilo, Houellebecq observa que es preciso invertir el paradigma: los cuentos son buenos no a pesar de los excesos estilísticos sino precisamente a causa de estos; lo que resultaba adecuado para Henry James no lo era necesariamente para Lovecraft, que aborrecía tanto la infinita sutileza del autor de Daisy Miller como el estilo áspero y preciso de Hemingway. La cuestión es que Lovecraft podía escribir de otra forma… y de hecho, lo hacía a menudo( como demuestra el tan celebrado tono de reporte científico de textos como En las montañas de la locura), pero consideraba que el estilo barroco, cargado de adjetivos, enfático y pródigo en repeticiones funcionaba mejor en el universo simbólico de sus cuentos: es una cuestión de poética, no de incapacidad o ignorancia.

De hecho, la ingenuidad en cuestiones estéticas no era el fuerte de Lovecraft: pocos autores han meditado con tanta agudeza sobre la naturaleza del relato fantástico (acerca de todo aquello que lo separa de la literatura “realista”) y sobre los procedimientos formales inherentes a su composición, confirmando una vez más el famoso dictamen de cierto poeta francés: “en la época moderna no hay un gran escritor que no sea además una conciencia crítica de primer orden”. Lo cual se aplica también, por supuesto, al propio Houellebecq, un gran narrador realista que se atreve a escribir un ensayo sobre literatura fantástica, un tipo que no sólo tiene talento sino que puede analizar el de los otros y nos muestra, en páginas magistrales, la portentosa imaginación y el esplendor narrativo del más enigmático artista en la historia literaria norteamericana.


Notas:

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[1] Ni de ningún otro canon más o menos académico, aunque, como es natural, eso no significa nada.

[2] Ante todo, por Philip K. Dick.

[3] Como se sabe, ni siquiera un tipo tan inteligente como Edmund Wilson escapó a esta desafortunada tendencia: en una lamentable reseña publicada en 1945 negaba cualquier mérito a los cuentos de Lovecraft y cuestionaba la existencia misma de la literatura fantástica. Lo irónico es que ahora mismo la situación se ha invertido: Lovecraft ha sido publicado en la Library of America (esa vasta colección de clásicos) y Wilson es considerado estrictamente ilegible por muchos intelectuales contemporáneos.

[4] La (más o menos intraducible) palabra inglesa awe es quizá la que más se acerca a definir esta sensación.

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