Estaba leyendo en Les Lettres Françaises una singular “descarga” contra los salones cuando me llegó la noticia del Salón de Mayo, de su viaje singular a Cuba y de Wifredo Lam capitaneando una expedición de artistas heterogéneos para invadir esta tierra muy “fermosa”, con esa pluralidad de acentos que caracteriza a los viajeros cosmopolitas, artistas o no.

A Lam no quise visitarlo el primer día de su llegada, ni el segundo. Tampoco el tercero, pensando que estaba asediado por amigos, periodistas y críticos de arte. De los primeros podía haber muchos, de los segundos, unos pocos, de los terceros… (¿cuántos críticos de arte –o de literatura, o de música– hay en Cuba?). No quería molestar, aunque Wifredo es tan caballeroso como buen pintor, y tiene por esposa a una encantadora dama. Lou, que puede ser gentil hasta con un crítico. En esas dudas atormentaba mi espíritu como Hamlet, cuando me encontré con Lam y Lou en los jardines de la Unión de Escritores, utilizado por los artistas para una recepción exclusiva. ¡Un efusivo apretón de manos y un saludo cordial! La suerte estaba echada, como César (ninguna relación con César, invitado y expansionista francés) después de pasar… ¿el Rubicón?, ¡ya ni me acuerdo!, y a partir de ese momento presentí que debía ocuparme del Salón de Mayo, de sus componentes, tierras adventicias y cayos adyacentes, para mitigar mis penas. Un momento más tarde Carlos Franqui consolidó el acuerdo aseverando: “Tienes que ayudar, López-Nussa, tienes que ayudar”. Yo, ni tardo ni perezoso, corrí al quite. ¿Ayudar? ¡Vengan pues las banderillas! Nunca me ha asustado, ni me asustará, el toro de la reyerta.

Al día siguiente me persono en el Hotel Nacional, único habitáculo de capacidad turística construido conforme a nuestro clima, en lugar de esas cajas refrigeradas que son el Riviera y el Libre. Allí Lam me confirma que el Salón de Mayo es “muy importante porque ayuda a contrarrestar el bloqueo cultural establecido contra Cuba”. Y añade: “Es bueno que los jóvenes artistas cubanos establezcan contacto con las manifestaciones del arte europeo actual”. Eduardo Arroyo, pintor español, interrumpe nuestra plática para quejarse de que no puede trabajar porque le faltan latas y cajones. (Poco después será provisto generosamente de estos materiales). Lam continua: “En el Salón estarán representadas todas las tendencias”. ¿Todas? “Bueno, casi todas”. Entonces Lam me presenta a Pierre Golendorf, poeta y fotógrafo, desesperado porque quiere ver a medio mundo y la otra mitad del mundo se le viene encima. Lo llevo al estudio de René Portocarrero, quien nos habla de Flora, no la de Rembrandt, sino otra que defendió su padre, una mujer espléndida cuando René era niño todavía, la recuerda cuando festejaba la victoria con un gran sombrero y las joyas sobre el pecho, “una imagen que no olvidaré”. Tan viva que dio origen a [ilegible] que han devuelto a la imagen de la niñez su verdadera estampa. “Trabajo mucho desde pequeño, he pintado miles de cuadros”, dice Portocarrero mientras saca dibujos, acuarelas y asombros.

Por la tarde visitamos el estudio de Raúl Martínez, fuertemente influenciado por las tiras cómicas y la pintura popular. Pienso, pero no le pregunto: ¿qué es lo más importante para ti, la vanguardia o la sinceridad? Y me responde el pintor francés Bernard Rancillac: “No soporto el no estar en la vanguardia, mi naturaleza me lleva automáticamente. En todos los dominios sólo me interesa lo que acaba de ser descubierto, lo que está por descubrirse. Cuando digo esto, soy sincero, pero la sinceridad no tiene mucha importancia: todos los imbéciles son sinceros. Hay que batirse con todos los medios al alcance de uno, y si es posible, ganar.”

A Raúl Martínez le acontece, me parece, algo semejante. Por algo estuvo fascinado con el pop, arte revolucionario de ayer, y ahora con la tira cómica y el cartel, una variante pop de hoy. ¿De hoy…? Luis Martínez Pedro me recuerda que hace treinta años, David Alfaro Siqueiros, proponía que se pintara con fotografías y proyecciones, con una técnica “moderna”, en fin, y con materiales nuevos. ¡La fiebre del ducco, las piroxilinas y otros amasijos! Un precursor.

Bernard Rancillac emplea fotografías y proyecciones. Raúl Martínez confiesa que haría otro tanto si tuviese los medios a la mano. Rancillac utiliza colores fuertes, primarios –¿o primitivos?–, como Raúl Martínez, verdaderamente con la intención de que “alcen la voz”, vieja pretensión de los fauves. Ahora se va mucho más lejos y se llega nada menos que al cartel publicitario. Rancillac tiene la palabra:

El color debe provocar un shock al que mira el cuadro. Quiero que este shock sea violento, de la misma naturaleza que los shocks coloreados de la vida ordinaria (publicidad, revistas, películas, carrocerías laqueadas, etcétera), pero aún más violento y sutil. Por esta razón empleo colores muy vivos y en número muy limitado para cada cuadro, de acuerdo con las técnicas industriales de impresión. Las sutilezas coloristas de tipo impresionista me parecen inútiles en la actualidad e incluso nocivas a un discurso pictórico directo y claro.

Cuenta Golendorf que en el Salón de Mayo (allá en París) “los jóvenes son colgados aparte, como un lastre que no queda más remedio que arrastrar, pero que ayuda al rejuvenecimiento (necesario) del salón”. Raúl Martínez contesta: “La técnica siempre se adquiere; lo que importa es saber qué pintar”. Golendorf: “El Salón mantiene el mismo comité desde su fundación, sólo participan los pintores invitados”. Raúl: “Hay que empezarlo todo: yo pinto el mundo del subdesarrollo”. Bueno, ¿y yo qué pinto?

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Voy a la “funeraria” donde trabajan algunos de los pintores invitados, y Eduardo Arroyo (español) me dice que con su pintura se propone “la demistificación de ciertas situaciones históricas, políticas y culturales: me interesa hacer una pintura significativa, más cerca de las ideas que de la problemática de las formas. ¡El contenido es el fundamento de mi pintura!”

Arroyo no se interesa por los caballos como Géricault, sino por las reproducciones de caballos en el estilo de David, de manera que Bonaparte atravesando el Monte San Bernardo (1800, Museo de Versalles) le sirve al pintor para que Napoleón se convierta en un perro y el caballo de Napoleón en un oficial de la Cruz Roja. Arroyo confiesa que no le interesan la nueva figuración ni las terminologías, “que limitan el trabajo del artista”. Para mí no hay vieja ni nueva figuración. Hay artistas que hablan y otros que se quedan mudos.”

Esto parece lógico y muy a tono con lo que dice Monory, pintor francés que anda por allí cerca: “sentido común –afirma– no es ninguna utilidad, pues se trata de un sentido de costumbre, artificial, irreal y reaccionario. La lógica puede servir a un ideal cualquiera, hasta a una idea lógica.”

Monory pinta con fotografías y dice que la vida es una ilusión, un sueño.

Mi pintura es extremadamente realista, fotográfica. Con ella trato de probar que esa no es la realidad. En la realidad hay algo muy distinto, que no conocemos. La vida es algo muy inestable, pende de un hilo. Será descubierto en la célula un ácido que, de no existir, no existiría la vida. ¿Somos un ácido? No lo sabemos. No creo en Dios ni en el más allá. Un campo de concentración es una dolorosa irrealidad…

Me siento ligeramente aturdido. De pronto advierto que estoy en una “capilla” y salgo de allí para respirar al aire libre. En la puerta me encuentro con Tomás Oliva, quien me habla, con mucho entusiasmo, de las transformaciones que está sufriendo la antigua funeraria. “Queremos crear un ámbito cultural” –me dice.

Lam me invita a su casa en Santa María del Mar, donde pescan rayos infrarrojos Carlos Franqui y algunos pintores. Allí conozco al Secretario del Salón de Mayo, Yvon Taillandier, autor de varios libros didácticos: “No trato de criticar sino de explicar todo lo que atañe al mundo del arte” –me dice–. “Trato de poner al espectador en un estado mental que le permita situarse en una actitud justa hacia la obra de arte, de manera que el espectador pueda hacer sus propias críticas. En realidad, yo democratizo la función de crítico de arte.”

También trabo conocimiento con el pintor holandés Corneille. Se le puede escuchar:

Mi pintura trata de recrear sin naturalismo sensaciones vividas en la naturaleza. Empleo fuertes contrastes de color. Algunas de mis telas más atormentadas las llamo huracanes. Son batallas de formas y de fuerzas que están en la naturaleza. Por lo que atañe a mi trabajo, no tengo ideas preconcebidas. Una línea, una mancha, un ritmo, hasta que el cuadro entra en calor, como sucede con el jazz. Creo en la intuición. No soy surrealista, no, pero conviene añadir: no pongo trabas a mi imaginación, la dejo correr.

“En cuanto a mí –dice el canadiense Edmund Alleyn, (de vuelta en la funeraria)– mi pintura trata de captar la esquizofrenia científica de los países superdesarrollados, donde el hombre tiende a convertirse él mismo en una máquina. Mi pintura es más sociológica que política. Una pintura sociológica es al mismo tiempo política, pero una pintura política no es necesariamente sociológica.”

A la pregunta, ¿el arte es algo que vale por sí mismo o es simplemente un medio de expresión?, Cesare Peverelli contesta: “un medio de expresión vale por sí mismo”. Es tarde y tengo hambre. No sólo de estética vive el hombre.

Después de comer reviso mi correspondencia y separo una carta de Victoria, de Las Tunas, donde “una cubana” me dice:

Compañero en el pensar, ¡gracias a Dios que hay alguien con sensatez suficiente (y valor) para ridiculizar el arte moderno de los que no son capaces de pintar algo, no, diré mejor, ni siquiera igual que los grandes maestros! Hoy, para triunfar en pintura, sólo hace falta un poco de buen pulso y un mucho de esquizofrenia. Para mí, si el arte no traduce belleza o nobleza, no es arte. Lo que inspira repulsión no puede ser artístico.

Siento un ligero escalofrío, porque esta carta es consecuencia de un artículo mío titulado “Muerte al folklorismo”, donde me hallo tan lejos de combatir al folklorismo como al arte moderno. Según parece, de lo que uno dice la gente entiende la mitad y trastorna la otra mirada, de manera que cuando Monory proclama: “¡El surrealismo está muerto!”, ¿qué se debe entender?; y cuando Peverelli insiste en que la influencia de la pintura sobre el cine es mayor que a la inversa, ¿qué pretende? Asimismo, cuando Rancillac sostiene que “las técnicas manuales son anacrónicas”, ¿qué pensar?, y cuando insiste en que “es preciso elaborar un lenguaje correspondiente a nuestra época”, ¿qué decir? ¡Nada, que las pistolas de aire también son anacrónicas! En el futuro (próximo, cercano), los pintores deben pintar con uranio algún menjurje de la física nuclear, a veinte mil pinceladas o disparos por segundo, sobre telas sintéticas.

Esa noche los pintores invitados hicieron causa común con los caricaturistas de la Rampa, vitralizados al temple, donde Jesús de Armas, Guerrero y René de la Nuez acapararon premios, y al día siguiente Lam me habló de un gran mural con muchos metros de eslora titulado Cuba colectiva, en el que trabajaron cerca de ochenta artistas; pintores, poetas, caricaturistas, escultores, de allende el mar y aquestos lados, en causa común de homenaje a nuestra Revolución.

Por último me encontré con Bitran, pintor franco-turco, autor de un díptico en blanco, negro y gris, de intensísima vibración interior, puro dibujo, pintura pura, y mucho me sorprendí:

— ¡Cómo, si esto es casi reaccionario! –dije sin poderme reprimir. Bitran sonrió.

— En efecto –dijo–. No uso fotografías, proyecciones, ni nada parecido. Cuando joven hice bastante vanguardismo, ahora pinto…

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