No recuerdo exactamente cuándo fue que comenzaron a aparecer las bombas, sé que las primeras fueron inofensivas y que de no haber sido por el aburrimiento, que debido a la escasez de grandes acontecimientos universales padecían en esa época los periodistas de nuestro país, quizás la noticia no hubiera aparecido en las últimas columnas.

Hasta los primeros días después de los primeros brotes insurreccionales no advertimos que los petardos estallaban con regularidad y que una tremenda campaña de terrorismo había comenzado a amenazar la economía del país.

Al principio la noticia de una bomba descubierta minutos antes del estallido, o de su explosión, ya fuera en el lugar de su destino o en manos del terrorista, causaba una novedad insospechada y tema suficiente para escapar del tedio durante varios días sin tener que recurrir al bridge o la canasta. Después nos fuimos aburriendo de las alarmas periodísticas. Ya casi nos habíamos entregado nuevamente a la canasta, cuando los terroristas −comprendiendo que el tedio nos había cercado− emprendieron una nueva campaña. Esta vez no se trataba de pequeños petardos inofensivos, sino de bombas gigantescas, verdaderos monstruos de destrucción.

Las primeras contusiones sufridas por un viejo guardaparques de una de las provincias fueron un verdadero escándalo; la prensa sacó todo el partido posible del suceso. También se habló mucho del escolar que al tomar el ómnibus fue lesionado en una mano cuando lo que creyó que era su maleta de clases estalló súbitamente. El caso del limosnero que resultó herido cuando, buscando desperdicios de comida, encontró una cajita lujosamente envuelta en el fondo de uno de los latones de basura, y el de la criada lesionada en el jardín de una gran residencia, ya casi no se comentaron.

Así sucesivamente, a medida que este tipo de accidente se iba repitiendo, el interés y el concepto del peligro iban decayendo, hasta que tales noticias comenzaron a fatigar y muchas ediciones tuvieron que ser recogidas intactas.

Abandonamos de nuevo la canasta, cuando en el cine principal de la capital una bomba arrancó un brazo a una señora. En la entrada de ese mismo cine estalló otra bomba que, afortunadamente, sólo causó daño al tendido eléctrico.

Comenzó la época de las bombas. Diariamente se reportaban heridos de gravedad y aparecieron los primeros muertos. Las bombas eran el tema de actualidad: se comentaba en los cafés, en la casa, en el boxeo y se empezó a hablar del asunto hasta en los círculos literarios. Estos últimos, dada su predilección por la originalidad, fueron a su vez los primeros en abandonar el tema, el cual se fue olvidando en los otros círculos, hasta que las bombas se tornaron sucesos cotidianos.

No obstante, los terroristas no se dieron por vencidos y dieron paso a las terribles maniobras. Iglesias, teatros, cabarets, tiendas, hospitales, urinarios, centros espiritistas, hospedajes, burdeles, etc., fueron pasto de las bombas. Había centenares de muertos diarios. Las frases “murió carbonizado”, “perdió las cuatro extremidades”, “sin identificar debido al destrozo”, y otras por el estilo fueron perdiendo todo matiz trágico a fuerza de tanta repetición.

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No hace una semana, en un recital, mientras la recitadora decía, por ejemplo, uno de mis poemas más breves, tres señoras de la primera fila volaron en pedazos, una niña perdió ambas piernas, se escucharon tres detonaciones en el baño, cayeron los telones de fondo, y el apuntador perdió los ojos. Resulta de mal gusto la persona que, al ser interrogada acerca del número de muertos en su familia, responde con un número menor a diez.

Ahora mismo, mientras escribo estas páginas, estalla una bomba en la cocina de los altos y recibo la noticia de que mis tres hermanos, que habían salido de la ciudad en busca de un ambiente más seguro, han sido trucidados por uno de esos monstruos.

Pero toda esta tragedia, toda angustia cotidiana, toda esta masacre –lo confieso con valentía– comienza a fatigarnos. El aburrimiento amenaza de nuevo. Volveremos a la canasta.

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SEVERO SARDUY
Severo Sarduy (Camagüey, 1937 - París, 1993). Escritor cubano. Escribió ensayo, crítica, poesía y narrativa. En 1959 se le concedió una beca en Madrid, de donde se trasladaría a París indefinidamente para no volver jamás a Cuba. Allí se involucra con el grupo nucleado alrededor de la revista Tel Quel, lo que marcará el resto de su obra literaria y pensamiento estético. Entre sus ensayos de carácter teórico destacan Escrito sobre un cuerpo (1967), Barroco (1974) y La simulación (1982). Su primera novela fue Gestos (1962) y le siguieron De donde son los cantantes (1967), Cobra (1972), Maitreya (1978), Colibrí (1984), Cocuyo (1990) y Pájaros de la playa (1993), publicada póstumamente. Como editor trabajó para Éditions du Seuil y Gallimard.