“Entre Kafka y Keats”, dijo como si se tratara de unas calles, de alguna dirección. ¿Lo dijo en serio? En serio. Con esa seriedad de quien lleva mucho tiempo solo, del que no ve a mucha gente y luego se atreve a soltar en voz alta sus propósitos sin importar lo enormes que estos sean.

Había un librero grande en una esquina y él señaló hacia el mueble como si este fuera la ciudad donde ocurrían tales calles Keats y Kafka. Dijo en voz alta sus sueños de catalogación de libros, el lugar donde quería que quedaran los que había escrito, incluso aquella antología que lo había traído de regreso cuarenta años después.

Puede que la visita al cementerio judío lo hubiese hecho proclive a lo testamentario, pues conversó acerca de cómo quedar después de muerto, en cuál eternidad. Llevó el diálogo de sobremesa hasta el punto en el que él ya no estuviera. Se refugió en lo funerario; Calzada y Keats, Calzada y Kafka, Calzada y K…

Pero menos que a un librero o plano de la ciudad de ciudad pareció referirse a su entrada con buen pie en un diccionario biográfico que sólo se atuviera a la letra inicial, diccionario cuya cortesía única descansara en el respeto por las mayúsculas y donde, K adentro, reinara el desbarajuste de las simpatías personales.

Luego se fue al balcón. A mirar la calle en lo que traían el café o publicaban aquel diccionario. La misma calle donde, cuarenta y tantos años antes, a unas puertas de allí, había estado abierto el negocio de su padre.

Si hablaba de un futuro mortuorio era para no cansar a los otros con el catálogo de cosas que encerraba la tienda paterna. Para no recontar cómo entraba la luz en el negocio y cómo era cambiante a cada hora la materia de los paños. (Lo recordaba todo.) Contaba una tienda o armaba un diccionario, redactada listas de la memoria hacia el futuro o hacia el pasado.

Gautier había visitado a Balzac en Jardies. “La magnificencia de Jardies apenas existía fuera del territorio de los sueños”, escribió. Sobre las paredes desnudas de la casa, Balzac había escrito instrucciones para la imaginación de sus visitantes. Un cartel rezaba: “boiseries de palisandro”. Otro declaraba un espejo veneciano. “Cuadro de Rafael”, podía encontrarse en un lugar privilegiado del salón. Y Gautier recordaba que Gerard de Nerval había hecho lo mismo.

A Balzac todavía le cabía un Jardies. Para Kozer, en cambio, la tienda estaba clausurada, la casa familiar perdida. Él hubiese podido escribir en un cartel: “Lugar”. Sus inscripciones balzaquianas no tenían, pues, otro sitio que el poema. Apretaba espacio, comprimía interiores: por reunión de rótulos había conseguido sus poemas. A Théophile Gautier y a otros visitantes de Jardies tocaba imaginar ricos objetos según la disposición de unos rótulos, a los lectores de Kozer imaginar espacios por el dictado de sus versos.

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Lo portátil en medio de tanta mudanza, podía ser la mudanza de su obra. La desesperación de perder se convertía en él en desesperación de representar. Cada vez más repletos de memoria, sus poemas se hacían más arduos de memorizar. Ponían al lector en la misma disyuntiva de Eneas: qué sacar de la ciudad arrasada, qué cargar entre tantos recuerdos, entre tanto detalle servido por la memoria.

Ese vivir suyo apartado que le hacía enunciar los deseos más tremendos sin preocuparle suspicacias, habría dejado al lector un tanto atrás. (Tan difícil de imaginar resultaba este, por otra parte.) Balzac había conseguido al final cambiar los rótulos de las paredes por verdaderos cuadros, en su testamento figuraban obras de Chardin y dos óleos atribuidos a Rembrandt. A la hora de su testamento, él dejaría miles de poemas (por avaricia o por esplendidez los numeraba), también habría conseguido el cumplimiento de los rótulos. O, mejor, del único rótulo impuesto a su imaginación: “Lugar”.

¿“Entre Kafka y Keats”, había dicho en la mesa. Su vecindad con el primero (como habrá probado este libro)[1] podía estar en los desvelos de conseguir el infinito a través de lo infinitesimal, de lo minucioso. ¿Y qué nos asegura su familiaridad con Keats? Para contestar a tal pregunta el autor va a tener que escribir otro libro, recordar en qué otros poemas lugares visionarios como aquel prado soflamado del que hablara el inglés…

Ocurrió en un almuerzo en su honor, en la Habana Vieja. A unas puertas había estado la tienda paterna. Desde el balcón podían verse las dos entrecalles: Sol, Muralla. Eran otras maneras de llamar a Keats y a Kafka.

La Habana, agosto de 2002.


Notas:

[1] Un caso llamado F.K, el libro al que este texto de Ponte sirve de epílogo, contiene varios de los textos que Kozer ha dedicado a Franz Kafka. En ello se basa la afirmación del comentarista (n. e.).

* Publicado originalmente en “Epílogo de Antonio José Ponte”, en José Kozer, Un caso llamado F. K, Editorial Strumento, Miami, FL, 2002, pp. 28-30.

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ANTONIO JOSÉ PONTE
Antonio José Ponte (Matanzas, Cuba, 1964). Ha publicado poesía, ensayo, cuentos y novela. Ha trabajado como ingeniero hidráulico, guionista de cine y profesor de literatura. Reside en Madrid desde 2007. En 2005 la editorial Anagrama publicó su novela La fiesta vigilada; sus cuentos aparecen recogidos en Un arte de hacer ruinas y otros cuentos (Fondo de Cultura Económica, México, 2005). La lengua suelta (Renacimiento, Sevilla, 2020), de Fermín Gabor, es su último libro publicado.

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