En la selva de la poesía existen numerosas especies, pero el poeta de raíz se distingue por el hecho de encarnar al mismo tiempo una especie y un individuo, una contingencia que es forma. Género y persona poética, identidad y lugar (paisaje interior y ubicación taxonómica) son ahí, en él, indisociables. José Kozer es el nombre de uno de los poetas más consistentes e innovadores de la literatura hispanoamericana contemporánea; el nombre, a la vez, de una obra y de un discurso, de un idioma y una configuración. De ahí que pueda hablarse del Efecto Kozer. Es un hombre de varias patrias fundidas en una sola; y su obra, una isla dentro de otra, lugar elegido que es pasaporte y morada. Kozer vivió en Nueva York durante más de treinta años. Llegó ahí antes de la Revolución Cubana para realizar sus estudios y, al terminarlos, descubrió que su insular país seguía aparentemente en el mismo lugar, aunque había cambiado de coordenadas históricas con la revolución, y que allí se iniciaba una historia en la que el joven lector de Quevedo y Góngora, Calderón y Garcilaso, Kafka y Tolstoi no tenía muchas posibilidades para cuidar en soledad esa semilla que hoy fructifica en medio centenar de libros y plaquettes.

Kozer nació en el seno de una familia de polacos rusos arraigada en Cuba pero de origen judío y, cuando llega la canción revolucionaria a la isla, una experiencia de algunas generaciones le susurran al oído que las sombras del mañana pueden ser muy parecidas a las de ayer y que el único claro en el bosque, el único puente posible, está en el retorno del instante consciente vuelto lenguaje, poesía.

El pasado autobiográfico, la genealogía y la leyenda consanguínea, las etapas de la educación y las estaciones del viaje vertical son algunos de los elementos que Kozer empleará como asunto en la creación de su obra. A esa sustancia compuesta por los presentes pasados habría que añadir otras: los diálogos del alma con el cuerpo, los presentes contingentes en el acto de escribir y el presente perdurable del poeta que, en el diálogo consigo mismo a través de la página, en la carrera de Zenón contra sus desdoblamientos, logra dar por unos instantes la palabra a la sombra, sólo para que algunos momentos después sombra y obra, palabra y persona poética, guarden, juntas, silencio ante lo indescriptible y glorioso, ante la inexplicable felicidad de Ser. Porque Kozer –hay que insistir– es uno de los poetas más valiosos de nuestro continente por el hecho de ser uno de los más valientes, uno de esos pocos soldados de la existencia que son capaces de dar guerra solitaria a la muerte y decir en voz clara los nombres secretos de la felicidad. Austeridad, pobreza, reconciliación con la miseria y la enfermedad, cortejo y coqueteo con la muerte cumplidos con parsimonioso y digno ceremonial; el inerme, avasallador misterio tremendo del polvo envuelto en idioma vistoso, barroco, cascabelero, sincopado, aquí coloquial, allá extático, siempre suntuoso, móvil, afinado en el cuerpo del poema, alegres tropos y tristes trópicos, chamarileando cancioncitas, letanías, lentísimos gregorianos, vuelos, cantatas y cuchicheos.

Kozer es el nombre también de un ethos, de una forma de ser, de uno de los caminos que El Despierto en su compasión nos dio para llegar ahí, pero ¿dónde, cómo? ¿Barroco, esplendor y miseria, monasterio y carnaval, la vida como un monacato, pan ácimo y almuerzo? Otro nombre de la eucaristía y todo eso desde una isla del Caribe llamada Nueva York. Porque –no hay que olvidarlo– el hebreo-cubano de raíz rusa y polaca es «poeta en Nueva York», sufí caribe cautivo en Ciudad de Hierro que, bajo su aparente aislamiento de morosa estalactita, es –como tantos místicos– individuo práctico e inquieto, informado, culto, chismoso, erudito, capaz de catar con la misma puntualidad y certeza un poema geológico de Zurita y otro mineral de Elizabeth Bishop sin perder de vista las arcillas traidoras de E. E. Cummings, Wallace Stevens o de John Ashbery, poetas con los cuales algunos le encuentran afinidades.

Hay un Kozer aún más autobiográfico, menos genealógico y más rico –diría– depurado y alquitarado, que se acendra en favor de un narcisismo impregnado de bendita y bienhumorada, despiadada crueldad y de cariñosa reconciliación. Es un Kozer que ya practica el autorretrato con un virtuosismo y un desparpajo notables por la economía de sus medios; un Kozer que se rinde a la más elevada potencia con un mínimo de provocación verbal. Es ya un artista capaz de practicar microcirugías conscientes en prosa y verso, de pasar por el cedazo más fino lo profano y lo sagrado, menos impresionado por los signos exteriores de la bienaventuranza pero más flexible en su conducta verbal, con una elasticidad de gacela al estilo del memorable Hafiz que le permite pasar de la patología al sarcasmo de sí, de la piedad a la clínica con levedad incisiva y conmovedora.

Decía San Pablo que no se perdía la patria mientras se conservara la memoria de sus libros. El insular, el solitario Kozer, el solitario poeta cubano que navega desde Nueva York o Hallandale remando con cartas y poemas por todo el mundo, es uno de esos escasísimos y singulares individuos que existe como poeta en el mundo y que vive consagrado a la poesía a tiempo completo. Una consagración que yo llamaría heroica y que le permite a Kozer remontar la memoria y encontrar la sangre del vino y la carne del pan, trasformar la materia de la vida en la poesía y a la poesía, a su vez, en silencio y autoridad espiritual a través de una paciencia que no ignora el valor de cada asterisco, de cada hormiga y cada migaja, de cada moneda encontrada por azar en la calle. Pero la consagración de Kozer –el tropo es tropical– entre la palabra y la vida se da en la penumbra, en un lugar donde la luz de la historia no calcina ni la sombra ahoga: una apenas sombra donde, entre el silencio y el autorretrato, aparece el rostro-idioma. La de Kozer es una página de Arcimboldo donde la figura, el retrato, está hecho de autorretratos y donde, a su vez, cada semblante se desmigaja en voces y giros, palabras que guardan como semillas el secreto del bosque. Rostro-idioma, figura verbal de uno de los creadores más consistentes (individuo que es figura) de la literatura hispánica contemporánea. Con la consistencia del ser que ha hecho de su vida morada para la poesía, sitio reparador de la memoria donde los lectores peregrinos tienen agua y amparo, sombra y pan.

Pero José Kozer no sólo es un gran poeta, además es un escritor de cartas. Un corresponsal formidable que ha sabido compartir su obra y su vida a través de las misivas. Cartas escritas a todo el mundo, por los siete confines. No pocas veces he atravesado tierra y mar sólo para descubrir que en Barcelona, México, Caracas, Santiago de Chile, Madrid, Bogotá, Texas, Jalapa o California, el rayo epistolar de mi amigo José Kozer había alcanzado a otro corresponsal con su vaina de poemas y prosas. Al ir midiendo a lo largo de los años la vastedad de ese continente epistolar, he pensado naturalmente en la función genética de las letras enviadas a los amigos y conocidos, en la composición del alfabeto fraguado por su obra. Entiendo entonces que para algunos amigos el poeta haya decidido, desde fecha muy temprana, asignar un paisaje –por así decir–, una fecha moral a cada poema. El poema no llega solo como una desnuda flor cortada. Llega como una flor viva en su terruño, en su maceta, como decimos en México, en su tiesto epistolar. Llegan entonces los poemas en el humus de la carta, en la tierra viva de su mundana circunstancia.

Y eso no es una casualidad. Recordemos que nuestro José Kozer –ese señor que manda poemas con su poquito de humus epistolar a lo largo y ancho del mundo– es un desterrado, un individuo que renunció a la realidad terrenal de la isla que se repite –para evocar a Antonio Benítez Rojo– para buscar en la humilde reiteración de la palabra la promesa, la esperanza. Desde los macabeos sabíamos que la palabra es la tierra del desterrado, que la cifra de la patria en el éxodo son los libros, que en los libros y en los rituales cifra su pervivencia –si no su inmortalidad– la comunidad mutilada de su raíz, geográfica, proscrita de su paisaje. Pero la comunidad puede ser dogmática y celosa de la palabra transmitida, puede decidir que una palabra es autorizada y otra no.

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José Kozer ha tenido primero que lidiar con las diversas fortunas e infortunios del destierro, pero luego su elegancia, su natural nobleza, le ha impedido aderezar los trapos del exilio como bandera del destierro. Lo suyo no son los escudos de la patria boba sino los timbres, las estampillas.

Sus «cartas credenciales», su pasaporte, son sus cartas (letters), sus poemas escritos siempre al socaire de una circunstancia, en el filo o en el perfil de los hechos interiores. Y esos poemas personalísimos, casi personas ellos mismos, no sabrían, no podrían prescindir de las personas. Entonces, las cartas llegan –llueven– con cualquier pretexto, pero vienen, en realidad, como las mujeres en el dogma participan del oficio litúrgico, en silencio: sombras taciturnas, sombras intactas, en honor de la luz, en honor del pan. Sobra decir que José Kozer no habría podido inventar ese país de letras –esa otra patria de palomas mensajeras– sin el concurso de sus amigos, y que acaso entre en plena posesión de su sombra –y de la sombra de su sombra– a través de la Korrespondencia, escrita desde luego, con K. Bajo esta K se agolpa el jubiloso vocerío de una feliz obra subterránea que corre como un río oculto bajo los sobres y los buzones. Pero bajo esta construcción alienta asimismo un estilo de vida: y es la carta como el aliento del poeta en el cuello del lector de sus poemas.

Bajo esta K, entonces, la gratitud al gran poeta que le ha enseñado al ensayista el difícil arte de la correspondencia y algo más: la conciencia de que cada palabra es preciosa como el tiempo que nos deletrea y que nuestro país genuino, para nosotros, los escritores, es –nada más, nada menos– los amigos que nos leen, los amigos que nos escriben y que nos mandan, junto con sus frutos y semillas, un puñado de tierra interior.

Una primera versión de este texto apareció publicada en el volumen América sintaxis (Aldus, 2000) con el título «Bajo esta K».

 

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