Retrato de Samuel Beckett (1985). THE LITTLE MUSEUM OF DUBLIN

No es sobre Samuel Beckett. A duras penas es una relación. No importa, será nadie. Lo cual no es suficiente, ser nadie. Y así buscar las razones para un ejercicio de reconocimiento, de clarificación.

No sabe quién se lo “presentó”. No recuerda. Ese otro nadie (aun cuando él o ella no sepan que lo son) ha quedado borrado. Muy ingrato, pero son cosas de la memoria.

Sabe que el primer libro fue Rumbo a peor, uno de los últimos de Beckett. Y ese título ha marcado quizás un camino a través de su obra. Un “rumbo a peor” dual que ha significado, por un lado una pasión, cariño y gratitud in crescendo hacia un amigo férreo, que habla duro, sin medias tintas, siempre terrible si se piensa que toda pasión y gratitud que crecen ilimitadamente se convierten en un pequeño infierno. Por otro, ese “rumbo a peor” le ha llevado a ese nadie que es cada vez más cerca, más claro, sin engaños, en terreno despoblado, de arrasamiento, a un mundo de nada para nadie, visión cada vez más nítida a medida que leía y releía sus libros.

Y entre esos dos caminos, tan separados, siempre Beckett.

Con cada novela, poema, obra de teatro, film o ensayo, ahí, en el centro, tirando con todo y contra toda posibilidad de ego, esa sensación de reducción, de monigote. Y en esa desnudez siente con asombro que tenga esa sacudida del compañerismo de Beckett, su “compañía”.

Ese “cariño” por Beckett no ha cambiado. Aun hallándose ante la normal resistencia a no querer ser nadie, incluso en los momentos donde más profundamente sabe y siente que lo es, que él estuviera ahí haciéndole sentir innombrable, con su voz sumida en silencio, a través de esa estructura férrea se encontraba con “algo”; y entonces, por un momento, en el vacío total, Beckett se mostraba como un amigo con ese “algo” entre las manos, cuando a la misma vez la sensación de vacío total la había generado él.

Así entiende que cuando hable de Beckett le digan que es deprimente, porque su literatura cava un túnel en el cual se penetra a oscuras, sin lucecitas ni contemplaciones, sin engaños ni patrañas. Ausentes de cuerpo, en un espacio al que se evita mirar para que haya la posibilidad de un mañana, borran toda esperanza partiendo de esa incapacidad física, de órgano liquidado y mustio, enterrado en su podredumbre, ser ausente de lenguaje, vaciado de sentido, rumbo a peor.

De este modo, esa reacción “normal” a tomar distancia, a no sentir que se es un innombrable o una voz solitaria que clama en el desierto en busca de una compañía imposible de hallar, hace ver a Beckett como deprimente.

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¿Y qué hace Beckett en este paisaje, esta cultura, esta historia? ¿O acaso estar aquí lo hace más cercano? Este sol que da de lleno sobre las cabezas, esas “jetas” que uno encuentra en las calles, esos gritos, esos tumultos, esos cuerpos sudados unos contra otros, este polvo convertido en costra que se lanza sin piedad contra el rostro día a día, sin permiso, sin disculpa, todo eso, ¿resulta favorable?

Se sale a la calle, se camina, se mira. No hay distancias. Lee Detritus, esos textos breves y ve lo que le rodea: ahí están esos cuerpos, esas miserias, esos cilindros. Se está en el lugar. No hay escenografía. Y si estuviera en París vería igual. No habría otro mejor. O en Miami, como vio Lorenzo García Vega. No hay mejor lugar. O en Praga, buscando la magia que Ripellino rastreaba en una cultura ya histórica y decadente, arte y literatura de ciudad, donde se ve siempre que no hay otra mejor.

No hay un mejor lugar. Siempre se ve.

Sus libros están contra todo país, dejándolo desolado, sin nada, porque les arrebata esa anciana y deprimida condición de Cultura Nacional que abandona al individuo, dejándolo en nadie, como debe ser, para seguir sin esperanzas entre los hombres, siempre a la suerte de leyes de gobernantes incapacitados para gobernar, también tullidos y ancianos de antemano, con un pasado mediocre, con unas guerras de pacotilla, y donde los seres se pierden en sus pequeñas historias familiares, destruidas por la separación y el desamparo, para vivir la miseria más intolerable.

Beckett aquí, en este sitio (y en cualquiera), pone a sus personajes arrasados ante ese único ojo, pone el rostro demolido y azorado (esos “seres” de Antonia Eiriz), para mostrarse siempre en contra del discurso de cualquier estado-nación que grite a los cuatro vientos su Cultura Nacional, solo con el firme propósito de minimizar aún más la ya existente miseria de ser nadie.

Uno quiere dejar atrás todo esto y seguir otro camino para intentar un inicio que pueda estar sin definir, para comentar la guerra que ha sido para nadie leer a Samuel Beckett en una isla bajo ese sol.

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