Alzadlo. Roce su mano su descomposición, tras
el barandal beatos
y vestales, y las
arrepentidas mirando
la escena, se les nuble
la vista: vean el coro
de espaldas, capas
pluviales, en un
callejón sin salida.

Se retire, y aún no entienda. Todavía no balan en el
redil los corderos, no
se oye mugir, gañir,
gamitar, qué se hizo
de la curruca y de la
paloma buchona, dé
la media vuelta, en
el aire busque su
cayado, vaya a
golpear la tierra
en firme con la
contera, descabezar
en un terreno a la
vista unas amapolas,
se tambalea: todavía
no sabe que su sostén
estriba en la propia
descomposición, paso
primero del cuerpo
ulterior.

Rex tremendae, el miedo se percata contiene una
cierta fruición: a la salida
del Templo, segundo piso,
escaleras resquebrajadas
de mármol viejo, ni un solo
cimiento posible de la
Jerusalén Celeste, a qué
imaginar piedras
elementales si no hay
un solo escalón: doblar
a la izquierda, torcer
otra izquierda, a media
calle se abre la plaza,
atrios, abras, patio
interior, al fondo el
olor a carbón, a yute,
a estropajo empapado
en vinagre, a manos
debilitadas de heñir,
amasar.

Cruza. Le abren. Sube procurando que no se le
incruste una astilla de
la baranda desvencijada
en la palma de la mano,
creyó hasta cumplir los
veinte años que la astilla
circularía por sus venas
hasta alcanzar el corazón,
incrustarse y causarle de
golpe la Muerte: le dio un
beso en la mejilla izquierda,
la mejilla de la herida al
costado, le besaron (paz)
la frente, y se sentó a la
inabarcable mesa de
roble, patas gruesas
(torneadas) a esperar
la fuente de buñuelos
espolvoreados de azúcar,
rellenos de puré de ciruela
negra ah si le trajeran
también un pocillo bien
cargado, le cortaran los
tirabuzones, le quitaran
el caftán oloroso a
naftalina, pudiera
quitarse los bombachos,
los pantalones cortos y
alzar en sus aposentos
reales (David) la cítara,
entonar un último Salmo
recién escrito a
medianoche: a un paso
de denostar a Dios, le
entró calambrica,
Lacrimosa, y de los
sus ojos llorando se
abrieron las compuertas,
cayeron los muros, cruzó
el Mar Rojo y en la otra
orilla, alzadlo, se vio
transportado.

Estuvo entre otros doce multiplicados por doce,
una gruesa son ciento
cuarenta y cuatro
botones, da para
cuarenta y ocho
sacos de casimir
o gabardina, el
budista guarda luto
cuarenta y nueve
días, el rosario tiene
ciento ocho cuentas,
y él a aquella mesa
con la silla vacía, en
el centro no había
nadie, recibió (Hostias;
Benedictus) su gallofa,
su pedazo negro de
pan duro con la forma
aún en vida de la mano
amasando de la madre,
aquella mano le olió a
jabón de cocina, de
lavandería, un pellizco,
un mordisco, y vio
(destellos) hileras de
bichos candela, la
procesión de hormigas
arrastrando gorgojo.

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JOSÉ KOZER
José Kozer (La Habana, 1940). Es uno de los poetas más prolíficos del mundo contemporáneo. El conjunto de su obra suma cerca del centenar de libros de los cuales el más reciente, Nulla dies sine línea (2016), intenta recogerla en su integridad. Ha ejercido la docencia en algunas universidades y traducido al español a poetas de las tradiciones inglesa y japonesa. A la par de un indiscriminado ejercicio de la lectura, ha llevado una reflexión crítica sobre antiguos y modernos, canónicos y emergentes, de la que dan fe los fragmentos de sus diarios, las entrevistas concedidas y los ejercicios en prosa en parte concitados en volúmenes como La voracidad grafómana: José Kozer (2002) y De donde son los poemas (2007). En 2013 fue galardonado con el Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda.

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